El bar de Joaquín se hallaba vacío, exceptuando -porque nunca hay soledad en Roquedal- la presencia exacta de la peña de mus de pescadores jubilados, que, aprovechando el fresco matinal y el ligero insomnio que perturba la noche, se instalan muy temprano en una mesita de la terraza. A pesar de la miopía, percibí que adoptaban pose de retrato familiar. Sólo movieron ojos y cuellos, pero a la vez, como si yo fuera una jugadora más y ellos aguardasen mi turno.
– Buenos días -dije.
– Buenos días.
– Buenos días, señorita.
– Buenos días.
Me saludaron en diversos tonos, a diversos tiempos; algunos iniciaron el gesto cortés de levantarse. Las cartas que sostenían me parecieron -desde la distancia de mi artística ceguera- las del Tarot.
Entré en el bar taconeando con fuerza en las baldosas, las piernas temblonas y la dirección insegura, contemplando la Trocha habitual con ojos turbios y oyendo tan sólo el rumor de mis zapatos, que resonaban por encima del murmullo de voces del televisor; escogí una mesa apartada de la barra. Fue un verdadero alivio sentarme: me dolían los pies, desacostumbrados a tanta altura, me lloraban los ojos y me sentía frágil, poco duradera, como si todo a mi alrededor se hubiera vuelto afilado y pudiera dañarme.
Joaquín se acercó, solícito: fue como ver crecer una curiosa sombra polícroma.
– ¿Qué va a ser?
– Un café, Joaquín, como siempre.
– Ah, ¡es que viene usted hoy que cualquiera sabe! -sonrió con la boca muy abierta. Yo sólo distinguía bien aquella boca, la lengua como una mancha rosada, la dentadura del color de los huesos viejos.
– Para variar.
– Que conste que siempre está guapa.
– Muchas gracias.
Ya sólo me faltaba coincidir con Manolo Guerín, pero no había venido. «Qué lástima», pensé, «con lo que se reiría». La televisión, una mariposa parlanchina y enorme posada en la pared, ni siquiera se escuchaba bien. Por la música y los chillidos histéricos de los actores adultos supuse que se trataría de un programa infantil. Observé el interior del bar. Los bultos de las mesas eran como tumbas. La imagen de una imaginación, la lectura que en su día hice de La colmena, me invadió sin que pudiera evitarlo. Debido al estado indefenso de mis ojos me parecía que me hallaba más dentro de mi cuerpo que en el bar, explorando recuerdos de libros, de ideas, nunca de personas, o casi nunca. Un miope sin gafas vive una extraña experiencia. Era como si realmente estuviese a punto de morir: la visión borrosa es uno de los recursos más utilizados para describir al personaje que agoniza, que pierde sangre, que contempla a su amada hasta que ésta se transforma en una mancha sin rasgos y por fin se desvanece. Se desvanece.
Phantasmagoria
Me sorprendí a mí misma pensando qué sería lo que llegaría a ver el Gato de Cheshire durante sus desapariciones; quizá, desde su punto de vista, era el mundo lo que se alejaba, perdía nitidez y por tanto realidad, se diluía. «You'llsee me there», said the Cat, and vanished. Recordé la traducción que había hecho de aquella maravillosa fantasmagoría de la lógica. La editorial para la que trabajaba entonces me había pedido una versión «seria», ya que consideraban que las dos Alice eran obras para adultos.
Pensamiento prohibido
«Todo esto fue cuando comencé a vivir con Julián… Pero ahora no quiero pensar en Julián.» Cerré de un portazo.
Phantasmagoria II
El profesor Gerardo Gracián, uno de mis gurús de Filología inglesa, tenía una teoría curiosa sobre Jabberwocky, el incomprensible poema que Carroll compone para la segunda parte de su Alice, Through the looking glass. Afirmaba que la idea original de su autor era mostrar la fragilidad de los significados, la ilusión de las palabras de un texto cualquiera en comparación con la impresión que nos produce su conjunto. «Cuando Alicia termina de leer el poema», nos decía, «tiene la sensación de que es muy hermoso, pero no lo comprende. Muchas palabras no pertenecen a su idioma, pero ella capta cierto sentido de "Gestalt". Su cabeza se llena de ideas, pero desconoce cuáles puedan ser éstas. Sólo posee una certeza lógica sobre el argumento: alguien ha matado algo. Le damos la razón: el lector comparte esa certeza. Si ustedes se fijan» -era su manera de decirnos que la frase importante venía ahora-, «todo lenguaje es jabberwockiano para un lector, incluso el propio; las palabras significan muchas cosas según el contexto, la época, el uso que cada autor les otorga. Las palabras desnudas son incomprensibles. La buena traducción será aquélla que capte el sentido del conjunto. Esa magia que se ve y no se ve, esa ilusión óptica, es lo que distingue a los diversos escritores. Ningún autor es un diccionario. Todos juegan con la irrealidad del idioma y forman una figura, pero ésta se desvanece en el aire, porque las palabras son irreales. Sin embargo, al igual que el Gato de Cheshire, un texto se desvanece ante nuestros ojos lógicos dejando siempre una sonrisa. Esa sonrisa es la que debemos conservar en la traducción».
Pensamiento prohibido II
«Pero no querer pensar en Julián es pensar en él; porque Julián es lo que se piensa y no se piensa, lo que se ve y no se ve, aquello que se desvanece dejando siempre una sonrisa, una maravillosa fantasmagoría de la lógica, el jabberwocky de mi vida. Ahora que ya he recordado a Julián no podré dejar de recordarlo, como no se puede dejar de ver una silueta en un suelo de baldosas o una muñeca de trapo colocada en la cama.» Cerré de un portazo.
Me pregunté qué opinaría el profesor Gracián sobre lo que me estaba ocurriendo. Evidentemente, la idea de conjunto era alguien quiere matar algo. Una sonrisa, pero llena de dientes. Porque la muerte es imposible de traducir a la vida. La muerte es jabberwockiana para todo ser vivo. Sólo el autor de su propia muerte comprende lo que es, los demás percibimos un cuerpo que se desvanece y una sonrisa final. Aquí, en Roquedal, la muerte ha sido traducida de esta forma: «Un señor que te
pide que te pongas guapa y salgas así a la calle, antes de desposarse contigo. La muerte es un buen partido para alguien que ya no quiere vivir. Tú la llamas, le haces señas con tu cuerpo, y ella se acerca y te piropea. Pero puedes ahuyentarla con gritos, como a un gato medroso».
Una mano de hombre orbitó a escasa distancia de mis ojos -abierta como si quisiera estrangularme- y depositó una taza de café caliente sobre la mesa.
– Aquí tiene usted -dijo Joaquín.
Yo había cruzado las piernas permitiendo que la falda las desnudara, pero las tengo tan flacas que creo que ofendo más a la estética que a la ética. Sin embargo, percibí que la mirada de Joaquín, cercana por un instante, no se apartaba de ellas. Eso tendría que haberme halagado de alguna forma. No obstante, en un pueblo donde la muerte piropea, los hombres no tienen más remedio que asustar. Hizo ademán de retirarse pero se detuvo, se rascó la cabeza a la altura a la que siempre se coloca el lápiz y se inclinó para hablarme en voz baja.
– Qué le iba yo a decir… A usted no le pasa nada, ¿verdad?
– ¿Cómo?
– ¿Está usted bien?
Tanta risa me entró que casi derramo el café. Me contuve por un doble motivo: no quería burlarme de su bondad, pero además lo notaba realmente preocupado.
– Claro que estoy bien. ¿Por qué lo dices, Joaquín? No me asustes, por Dios.
– No, qué va -se rió-. Si lo preguntaba por saberlo… Porque me pareció que…
Y se encogió de hombros pidiéndome ayuda con los ojos, como para acabar felizmente lo que él mismo había empezado. Yo ayudé, claro: lo tomé a broma y nos reímos juntos. Se quedó más tranquilo, como el individuo que de repente se da cuenta de que «ha hablado demasiado» y suspira con alivio cuando logra cambiar de tema. Bebí el café a sorbos lentos, demorándolo en el paladar. La suavidad del vestido me hacía pensar que no llevaba nada encima, y me divertía explorar el juego de mi carne en el interior, la sorpresa de mi piel desnuda bajo la gasa fláccida.