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Tema de novela

Una escritora se instala en un pueblecito costero con el fin de hallar inspiración para su próxima novela, cuyo tema es el siguiente:

Tema de novela II

Un asesino envía cartas a una mujer solitaria, invitándola a responderle.

Tema de novela I (continuación)

Para inspirarse, la escritora mima los detalles de su fantasía: escribe los supuestos mensajes del «asesino» y sus respuestas, y los abandona en el muro de su casa para «hallarlos» al día siguiente; pero, tras varios meses de invenciones, se harta del juego y decide finalizarlo. Y es entonces cuando las cosas se ponen interesantes, porque alguien, un vecino del pueblo, ha estado leyendo a escondidas esa extraña correspondencia unívoca y se dispone a continuar la trama adoptando el papel de asesino. Lo más curioso es que la escritora, tímida como todos sus colegas a la hora de enfrentarse a la realidad no imaginada, accede a prolongar la diversión con el aliciente de la mano anónima que ahora le escribe de verdad, y…

Pero el final no lo he decidido aún, así que tendrás que esperar nuevas entregas, Manolo. Comprendo que al lector le surgirán algunas dudas.

Dudas del lector

Pensará el lector: «¿Qué intenciones tiene este vecino? ¿Concibe el juego tan sólo como un espejo de la fantasía de una escritora a la que quizá admira? ¿Acaso pretende llevarlo hasta el final, con todas sus consecuencias? ¿Y por qué alguien iba a pretender eso? ¿O bien -¡delirio inmenso de la literatura!- se trata todavía de la misma escritora, que intenta confundirme? ¿Se ha vuelto loca? No obstante…». Compadezco al desesperado lector llegado este punto, Manolo, porque la irrealidad se filtra como la niebla, basta una rendija: «Si la escritora se lo inventa todo, ¿por qué no se va a inventar también el pueblo? Y si el pueblo es ficticio, ¿por qué no ella misma? ¿Y por qué no yo, su lector?››. Terrible y desconocido tormento es leer lo que otro maquina. A mí me ocurre eso contigo, Manolo, que no sé qué es lo que inventas y qué lo que afirmas con seriedad, y tampoco sé si lo que afirmas con seriedad es inventado (porque la seriedad nada tiene que ver con la existencia de las cosas, ya lo decía Nietzsche). y ni siquiera sé si lo que inventas es serio y, por tanto, si merece el esfuerzo de mi reflexión.

Las últimas líneas van dedicadas a mi «asesino».

Carta a mi asesino

Señor. Usted no quiere matarme. Su «broma», si de eso se trata, estriba precisamente en todo lo que sucede «antes». Le interesa observarme sometida a su lamentable amenaza, estudiar mi reacción ante ese destino supuestamente cierto. Y, mientras tanto, le apasiona filosofar, fingir, esconderse, seguirme, vigilarme hacerse el modisto, el poeta y el loco.

Concedamos que quiere ganar tiempo, pero para qué? ¿De qué manera funciona una burla que no hace efecto? Si yo he decidido prolongar este juego con mis propias cartas es porque quiero, así que ¿qué satisfacción encuentra usted en obedecerme? Ni siquiera la idea de mí asesinato resiste la más elemental de las deducciones, ¿Matarme usted? ¿Y matarme por qué? Incluso un loco tiene motivos, por absurdos que sean, para hacer lo que hace. ¿Cuáles son los suyos? No seguiré indagando, que me da usted más pena que un niño pobre.

En sus cartas me anima a preguntarle; pero sin ofrecerme respuestas, tal costumbre se extingue por sí misma.

* * *

Estimada señorita. Soy un asesino de pueblo pequeño. Quiero decir, que carezco de motivos. Si los tuviera, aunque sólo fuera uno, probablemente ni siquiera la mataría: me bastaría con odiarla en silencio. ¡No sea fatua! ¿Qué motivos podrían explicar su muerte? ¿Qué motivos pueden explicar la muerte de nadie? Usted se asombra de mis intenciones, y no se lo reprocho. Pero todo se reduce a un sencillo problema lingüístico -siendo traductora, me entenderá-:

Problema lingüístico

Yo no «mato», yo «hago morir.»

De «matar» a «hacer morir» va la misma distancia que del criminal al seísmo. Estamos acostumbrados a la calamidad tremenda de la muerte (los innúmeros cadáveres de moluscos que fabrica el mar día a día y que se pudren al sol sobre la arena, o clausurados en el joyero espiral de las caracolas), pero repudiamos la voluntad y los oscuros designios de un pobre asesino como yo -en esa «voluntad», precisamente, reside la condena del crimen-, así que le propongo que piense en mí como en una humilde catástrofe, un diminuto terremoto cuyo epicentro tiembla bajo sus pies.

¿Se percata de su forma de proceder? Antes mi «identidad»; ahora, mis «motivos». ¡Invente los suyos propios! Seguro que no le faltan razones para asesinarse por mediación de un servidor: búsquelas y tranquilícese. Pero dedíqueme su miedo. De nuevo le aconsejo romanticismo urgente.

Ejercicios románticos III

Compre una muñeca de trapo, colóquela en la cama y espíela a ratos perdidos. ¿Qué hace la muñeca cuando usted simula no mirarla? Nada. Pero ¡qué escalofriante vigilarla desde lejos, en un silencio enloquecedor, aguardando a que haga algo! Atísbela desde su escondite durante horas y piense: «No se moverá, no sonreirá, no cerrará los ojos siquiera. No va a hacer nada aunque deje de mirarla, porque es una muñeca de trapo. Sin embargo, si dejo de mirarla no podré asegurarme de que no hará nada. Ahora que ya la miro no podré dejar de mirarla, porque jamás comprobaría lo que quiero comprobar, a saber: que una muñeca de trapo no hace nada cuando yo no la miro. Las posibilidades a favor de esta última hipótesis son muy grandes, pero la hipótesis contraria, aunque imposible, es tan espeluznante que no puedo prescindir de ella, ya que si realmente la muñeca sonriera y enseñara los dientes o moviera una de sus manitas sin dedos, o su¿ ojos destellaran con furia en el instante en que yo dejara de mirarla, significaría algo tan espantoso que debo tenerlo en cuenta». El horror siempre debe ser tenido en cuenta aunque sea imposible. El horror posee su propia verdad.

Usted, que no conoce, indaga. La guadaña del segador conoce, y por eso calla.

No deje de asistir mañana a la fiesta de los Reyes de Mayo. Yo estaré allí.

* * *

Mi inestimable señor. Si es usted Manuel Guerín (ya no sé qué pensar), recordará tan bien como yo todo lo sucedido. Pero como «el horror siempre debe ser tenido en cuenta», pensaré que es otro quien me escribe (mi muñeca de trapo) y narraré los acontecimientos de ayer con absoluta sinceridad. Sin embargo, me dirigiré a ti, Manolo, porque aún sigo aferrándome a tu grandiosa burla. A fin de cuentas, me da igual: es usted tan poca cosa, señor mío, que me parece que hablo a solas. Llegué a la plaza abarrotada de sol y de máscaras, invadida de ojos dirigidos hacia el centro, donde giraban la «Reina» y los «Nobles» al son de clarines y tambores, y te divisé, Manolo, ocupando una de las mesitas de la terraza del bar Romeral. Levantaste una mano y me saludaste sin ganas, como diciendo: «No quiero que pienses que este gesto te obliga a sentarte conmigo. Llevabas uno de tus intemporales jerséis, esta vez rojo, pantalones mal planchados color crema y camisa de rayas. La nariz te destellaba como una luz de tráfico anunciando peligro. Sobre tu mesa se alineaban, como muñecas vudú, seis o siete botellines de cerveza vacíos. Me acerqué y dije:

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