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Usted, que asegura ser mi muerte, ¿acaso no es mi verdadero amor?

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Sueño del asesino

Ayer soñé que penetraba en su casa. Aunque se hallaba cerrada, no precisaba abrirla: mi entidad era tan insignificante que no ofrecía obstáculos reales. El silencio lo llenaba todo, pero era yo; yo difundía silencio, así que mi tarea consistía en llegar hasta usted y acallarla. La encontraba en el dormitorio, bajo una cruz con el Cristo ausente. Había también un vaso de agua lleno de minúsculas pompas y un libro que no pude identificar: sus gafas redondas y frágiles reposaban pulcras sobre él. Al acercarme pude oír su respiración confiada; contemplé las suaves, apenas visibles venas de su cuello como líneas de gasa azul; sus párpados temblaban como si fingiera, como si alguien le hubiera ordenado que cerrara los ojos pero usted deseara mirar sin ser vista. Y, naturalmente, se despertaba. A partir de aquí nuestro encuentro era tan breve como su respiración, tan exiguo como su cuello, y al acabar, yo era el que despertaba, o soñaba que lo hacía, y pensaba: «¿Cómo es posible que me interesara tanto matarla? Ya ni siquiera recuerdo su nombre». Quizá mucho de lo que he soñado vaya a suceder. Se preguntará: ¿coincidencias? No, ambos lo sabemos. ¿Es una coincidencia su cambio de ánimo, su giro hacia el lado oscuro de las cosas? ¿Visita el cementerio? ¿Es observada por locos? ¿Siente que ya nunca estará sola? Lo celebro. Es adecuado que el mundo se oscurezca: buen preámbulo para cerrar los ojos. Duerma con la seguridad de que una noche despertará y me verá.

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A pesar de todo no tengo una cruz en la cabecera de la cama y no suelo leer antes de dormir. Y usted no ha estado en mi dormitorio ni en sueños, nunca mejor dicho. Permítame la pequeña esperanza de la incredulidad, ¿no? Aquí en Roquedal, y sobre todo en estas fechas, a comienzos del verano, con un mes de junio tan noble y dorado como éste, nada es oscuro. Por más que he pensado en cien personas diferentes, tengo que admitirlo, ¡no encaja usted con ninguna! En Roquedal todo es saludable: los pescadores salen de noche y encienden sus barcas en medio del mar; mujeres con cestas de la compra cotillean en las tiendas pequeñas; los bares rebosan de hombres, en su mayoría jubilados, que beben y fuman junto a la barra o golpean las mesas con fichas de dominó, Y todo bajo el estruendo de los televisores, el grito de los goles, el hipnotismo de las películas. ¡Pero usted! ¿Dónde va usted con sus cartas absurdas? ¿Qué papel juega en esta tranquilidad cotidiana? ¿Cómo se puede caminar por Roquedal pensando en usted? De acuerdo, el pueblo no es sencillo. Quizá me engaño. Las cosas no son lo que aparentan. Acaso su voz sea la única verdadera y lo cotidiano resida en mi ignorancia.

Ejercicios románticos realizados

He paseado por la playa y contemplado el mar a la caída de la tarde. Un poco antes de que las últimas gotas de luz se evaporen, deja de advertirse la diferencia entre horizontes, y cielo y mar se difuminan en el inesperado lienzo gris. En el espigón, tan peligroso siempre (un médico que sustituyó al doctor Torres hace varios veranos, Marcelino Roimar, se ahogó al caer por él), estallan las olas con ansia, como hambrientas, incluso las más pequeñas. El clamor del mar contra la piedra es pavoroso: los antiguos hubieran inventado un monstruo con eso. Y, a propósito, el viento, en efecto, tal como escribí hace varios meses, cuando yo era usted y hablaba con la voz de mi asesino Negro, silba al azotar las ventanas. Y las estrellas no son pequeñas; uno las mira fijamente y termina sabiendo la verdad: ante todo, las estrellas están lejos. Es posible que nada de esto sea sencillo, que me haya equivocado y los enigmas cuelguen de los ángulos de las paredes como telarañas viejas. Usted me cuenta un sueño que dice que ha tenido, pero creo que miente.

Yo le contaré uno que tuve hace días, y que fue verdad.

Sueño de la víctima

Deambulaba por una ciudad desconocida llevando un letrero colgado del cuello, como uno de esos «hombres-anuncio», pero no podía saber lo que anunciaba porque las letras eran muy grandes y estaban demasiado cerca de mis ojos. Buscaba un espejo para poder traducirlas; sólo tendría que leerlas a la inversa. Pero mi padre se acercaba entonces y me decía:

– El cartel está ladeado, Carmen. Por eso no puedes leerlo.

Me angustiaba pensar que llevaba encima un mensaje que yo misma desconocía. Intentaba enderezarlo, pero descubría que Julián, el hombre al que amé, el único hombre al que amé, y que ahora prefiero no recordar (quizá le hable algún día de él), lo había leído ya, y por tanto ya lo conocía. Pero yo pensaba que era malo que Julián supiese algo de mí que yo ignoraba. Lo veía sondándome, una sonrisa amplia y dulce que manchaba su rostro bronceado. Entonces se alejaba llevando consigo -estaba segura de ello- el conocimiento de las palabras que yo misma le había mostrado. El resto fue un veri-cueto de persecuciones, pero no volví a encontrar a Julián ni logré traducir el cartel por mucho que me esforcé: sólo recuerdo que la. gente me leía y asentía lentamente con la cabeza.

Desperté atrapada en el sudor como una mosca en una trampa pegajosa, y creí que en la habitación había alguien: usted, por supuesto. Al encender la luz, me asustó lo cotidiano. Porque lo cotidiano es como una marea, y de repente decrece, y las mismas cosas que antes gobernaban mi rutina entre bostezos se me aparecen extrañas o temibles.

Sinceramente, creo que usted y yo formamos parte de la soledad del mar: usted es la ola que se aproxima; yo, la que se retira. Usted dice «quiero», pero apenas quiere; yo digo «no quiero», pero apenas no quiero. ¡Dios mío, tengo la sensación de que mi asesinato ya se está produciendo! Pero es tan insignificante que usted casi no me está matando, y yo, señor mío, me estoy muriendo poquísimo…

* * *

Esta tarde visitó usted a Manuel Guerín. Escogió la refrescante hora del ocaso y caminó con rapidez hacia la playa. Llevaba un traje de «marinero» con pantalones y tirantes y una brillante ancla dorada en la espalda entre palabras inglesas. El conjunto armonizaba bien con sus playeras. La seguí. Tomó por el camino de rocas que lleva a la torre. Pero el día era inseguro como el porvenir, y en un instante, casi adrede, el sol que declinaba se oscureció tras un grupo de nubes y creció una fría ventolera que la obligó a frotarse los brazos desnudos. Me detuve, temiendo que algo le hiciera volver la cabeza y descubrirme, pero siguió avanzando hacia las ruinas. Regresó el sol, ya agonizante, y persistió el viento frío del mar. Observé su silueta recortarse nimia contra el cielo bruñido de la tarde. Caminaba en dirección al incendio del horizonte, así que tuve que hacer visera con la mano. Me acerqué a la torre cuando usted la rebasó: más allá, bajo un paisaje de tolmos negros, se yergue la solitaria casa del señor Guerín, ya casi nocturna debido a las sombras de los arrecifes, desde la que se escuchaba el acordeón de una manouche. Sé que al señor Guerín le agradan estas melodías y aprovecha la intimidad para disfrutarlas. Supongo que terminará contándome la conversación que mantuvieron, pues fue larga. La esperé recogido en la torre y, al verla pasar, de madrugada, arrojé una pequeña piedra contra otras. El ruido la hizo detenerse bruscamente, pero perdió el interés y continuó. Antes iba usted hacia el crepúsculo. Ahora, igual de solitaria, se encaminaba hacia la noche total.

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