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Manolo, «el solitario de la torre», no vive en la torre sino en una casa cercana, tan aislada y fronteriza con las olas que casi podría ser un barco: se trata de un viejo cobertizo destinado a los aparejos de los pescadores que quedó abandonado cuando se trasladaron los caladeros a lugares más adecuados, al este del espigón. El descuido y el mar lo pudrieron de humedad y cangrejos, combando sus maderas, pero Manolo, que había regresado a Roquedal muy exótico tras su época extranjera (vivió varios años en París), lo vio y decidió adquirirlo, a pesar de que todo el mundo le dijo que estaba loco, que no se puede vivir tan cerca del mar porque el mar, como la muerte, no admite rivales: o eres pez o aléjate de mí, dice el leviatán azul, o vives dentro o en contra. Ahora posee dos plantas y una amplia terraza. Por dentro todo es blanco: las estanterías, las mesas, las sillas, muebles de saldo. Ha tenido problemas con el suministro de electricidad, pero los resuelve con butano y baterías, de las que colecciona cajas completas.
El salón, al que se accede directamente desde la planta baja, se halla noblemente recubierto de madera pintada de blanco; las esquinas de las paredes se suavizan; sus ventanas, alineadas en la pared más larga, son redondas como las de los camarotes. Tres estanterías blancas se yerguen en la pared opuesta: allí duermen los libros que aún le gusta recordar. Arriada, su obra más premiada-y la más hermosa, sin duda; releo con frecuencia el ejemplar dedicado que me regaló- reina sobre los sargazos de volúmenes viejos y nuevos (poesía y cuentos infantiles; el mismo título clonado decenas de veces; ejemplares no vendidos), productos de la mutación del olvido. Manolo, que trabaja con las manos igual que con la cabeza, ha creado, a la par, los libros y los anaqueles que los albergan. De otros autores hay muy poco: Harold Robbins y Vázquez Figueroa; el resto lo constituyen manuales prácticos (de cocina, de carpintería, de pesca) y libros sobre arte.
Como mi visita no fue imprevista -la habíamos acordado por la mañana, en la Trocha-, me aguardaba un brillante decorado: candelabros, música francesa, una mesa larga y rectilínea -después comprobé que era la unión de dos- oculta bajo un conjunto de manteles crema y vajilla en ambos extremos con las servilletas rígidas como abanicos. Mi anfitrión parecía preparado para cualquier exceso: jersey negro de cuello vuelto -violento contraste con la blancura salina del lugar y con su pelo canoso-, olor a algo más invasivo que agua de colonia, un Paco quizá, o un Christian (pertenezco a esa rara subespecie de mujeres que no entienden de perfumes; por si fuera poco, el mar lo diluye todo, incluyendo los olores inventados) y pantalones del color de las heces de un náufrago alimentado a base de algas, marrón verdosos, o verde marronáceos, muy elegantes y relativamente planchados. Eso sí, descalzo (después comprendí por qué), con las uñas de los pies a su libre albedrío, limpias pero peligrosas.
– Estás preciosa -dijo al verme (era el mismo adjetivo, aplicado al otro género, que yo había pensado dedicarle, pero es bien sabido que el machismo es el más veloz adjetivador del Lejano Oeste),
– Ay, Manolo, Manolo…
Había diseñado una lujosa velada, el pobre, Yo sólo quería tomar unas copas y charlar frente a unas tapas, así se lo dije, pero él, secretamente, lo había dispuesto todo para un invitado de honor: dos grandes bandejas con mero, gambas cocidas y calamares acompañadas de un gélido fino; después, con la noche ya extendida -sólo hematomas de luz en el horizonte-, la mala sorpresa de ¡una dorada a la sal! Dios mío, jamás ceno, apenas tomo un poco de leche y un somnífero, y a mis cuarenta, maldita sea, no quiero aceptar invitaciones tan sólo por el arrebol facial. Sin embargo, me callé. Me callé y comí, sumisa. Manolo abrió una nueva botella, un vino francés muy frío. Y entonces el barco empezó a girar de verdad, y a los postres -tarta de chocolate, maldita sea- se desató una tormenta de alta mar.
Mi capitán, sin embargo, permanecía inalterable en el puente de mando, su rostro iluminado apenas por los relámpagos debilísimos y prolongados de las velas. Me apuntó por enésima vez con el helado cañón de la botella de vino.
– No acostumbro a beber tanto -protesté.
– Hoy quiero que hagas cosas que no acostumbras a hacer.
– Mira que después me pongo idiota…
– Seremos dos.
Bebimos. Hablamos de mis libros y de los suyos; de su vida bohemia en París y de su soledad en Roquedal; de sus teorías literarias (ya las conozco: mezclar la poesía con la prosa). También hablamos de mí- ¿Siempre había vivido sola?
– No. Antes compartía piso con mi hermana -dije.
Sonrió. La penumbra de las velas nos obligaba a murmurar.
– Es curioso, Carmen del Mar…
– ¿Qué?
– Que sepas tanto sobre mí, y yo apenas nada sobre ti.
No lo dijo con enfado, y eso me hizo sospechar que se había enfadado.
– Mi vida es muy aburrida -dije.
– No hay vidas aburridas sino tristes.
Pensé durante un instante. Entonces dije:
– Todas las vidas son tristes. La mía es aburrida.
Me miraba. Se aprovechaba de la longitud de la oscuridad para explorarme. El mar se removía en las ventanas como una jungla.
– Hablas muy poco -dijo al fin.
– Me gusta más escribir.
Volvió a sonreír. Se levantó para colocar una nueva cinta en el radiocasete. Subió el volumen. Era la grabación de algún disco antiguo. El crepitar de la aguja sonó a sartén con huevo frito,
– ¿Sabes bailar valses franceses?
Aquel desafío -«sabes»- me indujo a aceptar, como él sospechaba. Y el barco comenzó a escorarse al ritmo vertiginoso de los acordeones.
Instrucciones para bailar valses franceses
Girar, sometiéndose a la dictadura del mareo, pero no tanto como en los valses vieneses. El giro, además, ha de ser fugaz y cortante, viril como el del tango. No se puede dejar caer la sonrisa durante el giro. No se permite pensar, tampoco sentir. No hay libertad: alguien te lleva de la mano. Es necesario cometer torpezas: si eres mujer, muchas más que el hombre; si eres hombre, muchas más que la mujer.
No renunció a la copa mientras se movía. Había sacado ginebra, y quería condenarme a beberla pura. Como no lo logró, me condenó a beberla él: se sirvió una cantidad ínfima en un vasito pequeño que sostenía con la mano izquierda a mi espalda -yo notaba, incluso en el mareo, la dureza inhumana del vidrio- al tiempo que con la derecha se encargaba de hacerme girar. De vez en cuando se detenía, elevaba los ojos y bebía un trago. Yo observaba sus dedos amarillos de nicotina.
El mar del anochecer rugía por las ventanas como un invitado brutal; su ímpetu parecía querer ahogar la luz de las velas y el ruido de los valses; su boca de abismo amenazaba con atraparnos a mil metros de pelágica profundidad en una fosa clausurada. Imaginé que seguíamos danzando, verdes e ingrávidos, en un mundo de silencio, soltando burbujas de lastre, perturbando a los peces con nuestros giros.