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Brevísima historia policíaca

La víctima muere porque descubre que su asesino no es, ni fue nunca, como ella se lo imaginaba. Por tanto, su asesino no necesita matarla, y no es descubierto. Pero como su asesino no la mató, no se siente verdaderamente asesino. Para sentirse asesino, se entrega a la policía asegurando que fue él quien mató a la víctima. La policía no lo cree, y lo expulsa de la cárcel. El asesino, frustrado, se desespera porque tiene la íntima convicción de que la víctima no hubiera muerto sin él. Él no ha matado a la víctima, pero la víctima no hubiera muerto sin él. Entonces se suicida. Pero antes de morir piensa algo horrible: «Dios mío, la víctima me ha matado. La víctima es el asesino». Y muere.

Claro está que he visitado el cementerio. Todos terminamos en uno, y yo, además, necesitaba saber de alguna forma que las extrañas historias de Eulogia «la de la flecha» y Amparito eran reales. Quiero decir, no sus historias, que ya sólo son un conjunto de palabras, dos fábulas desarrolladas con las convenciones propias del género y por ende mentirosas, sino sus vidas de seres humanos, de mujeres que nacieron en Roquedal. Y como la mayor seguridad que poseemos en la vida es la muerte, nada mejor para cerciorarnos de que alguien ha existido que asegurarnos de que dejó de existir alguna vez. La visita, sin embargo, ha tenido otras consecuencias.

El cementerio

Si usted me vigilaba, sabrá que me atreví a salir este mediodía sin hacerle demasiado caso al sol de junio, que a esas horas tiene vigor, y crucé el pueblo en dirección a la carretera que llaman «del cementerio» y que es la única propicia para los automóviles. Ganas me entraron de desviarme y coger el viejo camino del bosque, pero decidí que era más prudente visitar antes la tumba de Amparito que tropezarme con su fantasma.

El paisaje, de improviso, dejó de ofrecerme casas blancas, y me encontré rodeada por terrenos de cultivo. Llevaba un ligero conjunto de blusa y pantalones de algodón y calzado deportivo, pero aun así comencé a sudar. El olor acre a estiércol de los campos no me pareció desagradable. El poliedro del cementerio se anunciaba desde lejos adornando un pequeño teso donde la carretera ejecuta un cambio de rasante: eran visibles la tapia acostada y pálida y las antorchas apagadas de los cipreses. De repente me pareció que no existía nada más que aquel cementerio y aquella soledad con la brisa abonada, el coro confuso de los insectos y mis propias pisadas. El mundo era eso; la carretera sólo servía para que yo la recorriese: era el camino que usted menciona, aquél por el que vamos ambos y en el que yo caeré muerta mientras las nubes se desplazan.

El muro del camposanto está repujado de grafitis de aerosol, casi todos tan incomprensibles para mí como lo fue para Fernando la carta de Eulogia; bajo su sombra rectangular se siente un frío inusitado, como si se filtrara por sus paredes el helor de la muerte. Pero en el interior, al que se accede por una arcada pequeña, el paisaje cambia.

Era un amor. Una aldea blanca adornada de flores tiernas. Las tumbas parecían cunas con sábanas cubiertas de amapolas. Una doncella se erguía sobre una columna, ceñida de rosas: apenas importaban su corona y su manto de Virgen. El silencio existía, pero era cálido, profano, de noche de bodas. La belleza del lugar me enajenó. No olía a muerte sino a jardín. Allí se encontraban, para mi sorpresa, el enrejado de las ventanas, el misterio de los portales, el perfume del azahar, los bancos a la sombra de los árboles, las callejuelas estrechas y limpias y el ampo de las casas pequeñas. Me asaltó un pensamiento

absurdo: «Dios mío, esto es el pueblo. Lo otro, aquello en lo que vivo, son las tumbas de sus habitantes. Aquí está Roquedal».

Un breve paseo confirmó mi primera impresión: encontré versos. El roquedeño se vuelve poeta con la muerte. La muerte aquí es hermosa, casi linda, como una flor en el sombrero de una niña pequeña, y el roquedeño se inspira en ella para componer breves estrofas sobre la piedra. Las lápidas de los seres queridos son, a su modo, poderosas cartas sin remite ni destino. Una decía: «Amada del Señor», tan sólo, anónima. En otras podía leerse: «El Señor Te Amaba y Esperaba Tu Presencia»; «Ven a los Brazos Eternos, Tú que Alguna Vez Fuiste»; «Que el Amor Sagrado Te Reciba». En la de un niño, el mármol muy limpio y arreglado, sobre la cruz una foto dorada como la flor del alazor: «Ya Se Nos Ha Concedido Amarte Como El Señor Te Ha Amado Siempre». En la de un anciano, bajo el nombre y las fechas: «Porque Sé Que Me Amarás Eternamente», un epitafio de ambigua traducción. ¿Quién se lo dedicó a quién? ¿Quién lo escribió para quién? ¿Fue un pensamiento que el anciano le expresó un día a su esposa? ¿O una certeza que ella quiso poner en sus labios cuando él murió? ¿O es ella quien habla, y por tanto el «amor» hace referencia al fallecido? Cartas sin remite ni destino. En otra, un acertijo: una losa desnuda con una sola letra grabada sobre ella, «W». Una inicial absurda en estos contornos. Posiblemente la tumba de un extranjero.

El loco

No me hallaba sola: otra figura paseaba con lentitud por las alamedas de sepulcros, adelantando un pie, luego el otro, con un ritmo calculado que parecía tener algo de desfile. Reconocí a don Baltasar, el loco de la carretera del cementerio. No me sorprendió mucho su presencia, ya que me habían asegurado que frecuentaba el camposanto porque vive cerca (en una casa de las afueras) y porque toda su familia está enterrada aquí. Nos hemos cruzado, pero sólo las miradas. Es un hombre recio, de rostro fuerte y voluntarioso herido por un descuidado bigote oscuro. Vestía un arrugado traje gris paloma manchado de nubes negras y una camisa abierta, y llevaba un bastón en forma de cayado. Su atuendo era un absurdo híbrido de elegancia y suciedad. A pesar de su intenso bronceado creo que enrojecía, pero no me pareció que fuera debido a mi presencia: era el rubor de quien camina entre una muchedumbre que lo observa en silencio. Me estremecí y dejé de mirarlo. ¿Es usted el loco del pueblo? No; su locura es demasiado razonable.

Hallé las tumbas. En la de Amparo Mohedano sólo su nombre y unas fechas, pero hay claveles rojos encima. ¿Quién los renueva? Quizá su hermano, que, a pesar de todo, no puede olvidar. Pero sería románticamente delicioso, y también inquietante, que fuera Javier, su «predestinado». A decir verdad, lo menos extraño de la historia de Amparito era aquella sencilla lápida con claveles frescos: yo misma hubiera podido llevarle flores. En la de Eulogia Ramírez, sin embargo, nada de nada: sólo los datos que la identificaban escritos sobre un mármol pequeño. Sin duda tendría algunos ahorros, propios de una vieja soltera, pero no los suficientes como para comprar la atención de unas flores mensuales. Ni siquiera le habían grabado un corazón traspasado por un dardo. Eulogia «la de la flecha» seguía sola y rara, como en vida.

La visita me ha hecho reflexionar: la gente de Roquedal tiene razón al creer que la muerte es amorosa. Yo he podido comprobar a lo largo de mi vida que lo contrario también es cierto.

Breve reflexión sobre el amor y la muerte

Los besos, a veces, saben a muerte; el simple hecho de querer es ya una pequeña pérdida; los abrazos, en ocasiones, son intentos vanos de retener lo que se nos va. La posesión, por ello, es falaz: muy al contrario, hay un desposeimiento siempre. Es como si sólo pudiéramos amar aquello que nos han robado y el amor fuera el deseo de que algún día nos lo devolvieran. Pero llega un momento en que la pérdida resulta infinita: amamos tanto que amamos sólo a un cadáver. Y como la pérdida siempre se cumple, el cadáver permanece. Naturalmente, si el amor tiene ese regusto inevitable a muerte, no debería sorprendernos que el cementerio posea cualidades amorosas. Las cosas guardan equilibrio.

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