Le propongo nuevos ejercicios.
Ejercicios románticos II
Ayer hubo procesiones y me consta que las contempló. Recuerde a los nazarenos; piense en el destello de sus miradas a través de las capuchas; razone que anteayer eran rostros conocidos pero ayer fueron extraños cuyas identidades sólo podemos conjeturar. Ahora, encapirote con su fantasía a sus amigos; estudie detenidamente sus ojos; y enmudézcalos: que sus palabras se asemejen a una oración murmurada. Obsérvelos caminar con lentitud por la calle, abrumados por la procesión cotidiana. Transfórmelos en un abstracto de ojos y silencios, y comprenderá hasta qué punto el rostro oculta mucho mejor que las capuchas. Diseque las miradas de los seres que la rodean, señorita, y comprenderá que cualquiera puede ser cruel.
¿Pensó algo semejante ayer, frente al paso de la Virgen? ¿Y qué motivó su repentina huida? ¿El aburrimiento? Lo dudo: se hallaba a la sazón en la plaza, cerca de la iglesia, y en un parpadeo retrocedió hacia las callejuelas del este, tomó por Palomares y después por Mazo, pero siempre con prisas. ¿Qué buscaba?
* * *
Mi inestimable señor. Es usted un repugnante curioso. En efecto, el viernes decidí presenciar la salida del paso. Podrá parecer idiota, pero jamás había contemplado una procesión de Semana Santa en un pueblo y quería vivir esa experiencia, observe mi ingenuidad de guiri. Aguardé hasta la del viernes porque Manolo me había asegurado que era especial y no podía perdérmela por nada del mundo. Escogí un diminuto poliedro en la esquina de Vicario, nevado de pipas de girasol. Hacía una tarde magnífica, y el último sol acotaba -merced a una de esas coincidencias que refuerzan la fe- el área exacta donde aguardaban los nazarenos la salida de la imagen, frente a la iglesia; sus túnicas moradas refulgían en aquel espléndido corral amarillo. Un sobresalto de clarines mal afinados y el estruendo militar de los tambores me anunciaron que la religión comenzaba. No había traído cámara, pero, como todos los turistas bien entrenados, enfoqué con mis ojos el amplio portal y las escalinatas por las que tendría que aparecer la figura.
Y sucedió algo. O, mejor dicho, sucedieron dos cosas casi simultáneas que me dieron en qué pensar.
A veces, la realidad me desconcierta porque parece un sueño. Supongo que se trata de algo semejante a la deformación profesional, ya que los escritores vivimos de intentar que nuestros sueños se conviertan en una realidad desconcertante para los demás. Sin embargo, los astrólogos afirman que, en ocasiones, determinadas masas celestiales se agrupan en línea o en triángulo y se opera un misterioso cambio en nuestras entrañas sin que lo percibamos a flor de conciencia. Una sensación similar a esa metamorfosis íntima fue la que experimenté con aquel desdoblamiento de hechos.
El gato
Por una parte, una Virgen enlutada y áspera de crespones que emergió con la oscura fuerza de un novillo desde el interior de la iglesia, cimbrada por los porteadores. El gato tallado a sus pies resultaba perfectamente visible. Jamás había visto antes la figura de una Virgen con un gato; en Roquedal hay una. El animal, que es negro, se yergue como un bizarro repliegue del manto de la efigie; hasta tal punto es pequeño, extraño y tenebroso que podría confundirse fácilmente con otros adornos del atuendo, de no ser por el claror de sus ojos de barniz ictérico. Ya me habían dicho que la llamaban la «Virgen del Gato», y la razón de tal apodo parece obvia; pero lo más curioso es que, en realidad, el gato no existe: se trata verdaderamente de un detalle del manto, una de esas malévolas ilusiones ópticas que la multitud comparte con la misma intensidad que los ideales, influida también por los dos cristales amarillos que sobreviven cosidos a lo que antaño era una hilera de broches similares, que el azar debió de colocar en la posición idónea y la tradición, después, se ocupó de mantener. «¿Ve usted el gato?», me preguntaban los que me rodeaban en aquel momento, porque en Roquedal se afirma (oh, mí cronista infatigable, el señor Guerín) que el turista no siempre lo descubre, y que eso trae mala suerte, de la misma forma que la trae buena pedirle cera de los velones a los nazarenos. Por supuesto, yo había acertado al situarme en el costado felino de la Virgen, ya que desde el otro el espejismo se derrite.
El mago
Pero he hablado de dos sucesos simultáneos. Y es que, cuando la figura hizo su aparición y divisé -sí, a pesar de saber que era falaz- el gato a sus pies (que ya no pude dejar de advertir, de igual manera que tampoco podemos ignorar una silueta en un suelo de baldosas cuando nuestra mirada la inventa), otra cosa me interesó desde la esquina de mis ojos. Era un joven, casi un niño, de melena negra y descuidada, rostro sucio de tiznes y chaleco oscuro repleto de pins como los muestrarios de un puesto ambulante. Estaba en primera fila, a la izquierda, a una distancia de cuatro o cinco personas, pero no miraba el espectáculo sino que se entretenía en fumar y charlar con otros chavales. Fue verle y pensar en un mago: enarbolaba una rama larga y delgada como una varita, con la que, de vez en cuando, incordiaba la cabeza de sus compañeros. El hechizo, al parecer, consistía en hacerles reír: aun los más avinagrados respondían con el resplandor de una sonrisa cuando el gesto les bendecía el pelo. Una inefable tontería -el deseo de que me incluyera a mí también; la tentación de que me encantara con el leve varitazo y quedara, así, alegremente encantada- prolongó mi mirada más allá de lo azaroso, y el joven brujo se apercibió de mis ojos y me volcó los suyos, recónditos y negros como minerales sin desvenar. Aparté la vista, un poco avergonzada, pero conservé su figura como una telaraña en un ángulo de mi percepción. Y de repente se esfumó. Quiero decir que su imagen dejó de manchar el área que yo le había destinado en mi retina, y lo describo con tanto detalle porque no me pareció que se moviera sino que mis ojos se cegaban a su presencia. Volví a mirar, y ya no estaba. Sus compañeros seguían allí -ahora serios-, pero él consistía ahora en un molde de aire. Pensé, aturdida: «Veo un gato que no existe, pero los cuerpos reales se me evaden». Tanta incongruencia -digna de usted- me hizo perder el interés por la procesión. Y cuando la Virgen consiguió enderezarse en la difícil curva de la calle Vicario -los costaleros recibieron aplausos- y la gente empezó a crear una lenta comitiva tras ella, sorprendí de nuevo a mi muchacho mago: tomaba en aquel momento la dirección opuesta al paso, por Palomares. Me enfrenté a una decisión tan arcaica como el cerebro humano -¿magia o religión?, ¿chamanismo o fe?-, y elegí de inmediato desobedecer a la mayoría y perseguir al evanescente chiquillo.
Naturalmente que fue inútil. Habrá comprobado ya lo difícil que resulta caminar con rapidez por el pueblo: un remanso de saludos, encuentros dispares y personas que se acercan desde todas las dimensiones impide la premura con la misma sutil languidez que experimentamos en ciertas pesadillas. El laberinto de los obstáculos no sólo se produce en las aglomeraciones, de ahí su misterio: incluso en las madrugadas en que el pueblo parece muerto, individuos estratégicamente situados entorpecen cualquier intento de velocidad. Este ritmo oleoso de Roquedal es lo que hace que la gente parezca -como insinúa en su última carta- desfilar con pies de plomo en una inacabable procesión, al son de tambores íntimos, por las calles solitarias, repletos de pausas, como si tuvieran marcada de antemano la «carrera oficial» y fuera inútil apresurarse. Por ello, arribé a Palomares después de lo que me pareció una eternidad, acezante, y ya no hallé ni rastro de la escuálida silueta. Como me disgustaba que tan modesto propósito se frustrase, eché a correr cuesta abajo sobre los grandes bloques de piedra de la acera, sorteando la impasible geometría de las mecedoras -temía ofrecer el espectáculo de una caída-, por ver de atrapar a mi escurridizo amigo en una de las bocacalles cercanas, pero en vano. Me detuve por fin ante dos ancianas apostadas en sendas sillas junto a un portal pintado de verde, una de ellas con las piernas cilíndricas y veteadas de varices. Me miraban con cierta sorpresa y cierto reproche; parecían pensar: «¿Correr aquí? ¿Para qué?». Y por eso me detuve. ¿Correr en Roquedal? ¿Para qué? Atajé por Mazo a paso normal, llevada por la simple intención de dar un rodeo y regresar a casa. Y eso fue todo. Supongo que usted (que, según parece, me vigilaba) se habrá burlado de mí a más y mejor, pero piense que yo también me burlé de mí misma, y eso le enfriará la risa.