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– No lo sé.

– ¿Veinte? ¿Treinta? -insistió.

– Quizá treinta, ¿no?

Se incorporó, repentinamente ceñudo.

– ¡Cien! -exclamó- ¡No le miento: un siglo! ¿Qué le parece?

– Que está como nueva.

Sin duda fue la respuesta correcta, porque volvió a sonreír con afabilidad.

– ¿Verdad? Era el antiguo sitial del altar. Ahora tenemos otro menos ostentoso y más nuevo, ya sabe lo que le digo, pero no he querido tirar éste. Aquí me siento a leer todas las tardes y a preparar las homilías. Porque mi trabajo es muy parecido al suyo: escribir y leer.

La conversación derivó, inexorable, hacia mis actividades, y aproveché la oportunidad. Le expliqué que estaba recopilando datos sobre la gente del pueblo con vistas a una futura novela. Pareció entusiasmarse.

– Creo que la misa estaba dedicada hoy a una señora -dije-. ¿Murió hace mucho tiempo?

Advertí suspicacia en sus ojos luminosos.

– ¿Eulogia? Hace un mes justo.

Llegaron las galletas -también había magdalenas en un rincón del plato-y los cafés con leche. La anciana me entregó un enorme tazón donde nadaba la nata como un nenúfar. Fernando se rascó la cabeza:

– Es curioso que me pregunte por Eulogia -dijo-. Precisamente hay una leyenda sobre ella que podría inspirarle a un escritor cualquier cosa.

Me mostré interesada y empezó a hablar. Tenía razón: me contó algo completamente absurdo, pero que, ordenado y relatado con las convenciones típicas, podría transformarse en una narración breve. ¡Oh, poderoso espíritu de mi asesino Negro, cuánto le agradezco la mención de Eulogia en su última carta! Ahora bien, ¿qué misteriosa enseñanza debo extraer de este enigma? Aquí está, en síntesis y con algunas licencias poéticas, todo lo que me contó Fernando, y que quizá titule «La astilla» cuando lo vierta de verdad en literatura.

Historia de Eulogia Ramírez

Era hija de pescadores. A los cuatro años sintió el dardo del primer dolor: su padre murió en el mar durante una noche de olas imprevistas. Su madre no volvió a casarse ni a tener más hijos. En opinión del párroco, «eso deformó su crianza»: Eulogia no jugaba con las demás niñas; gustaba de caminar solitaria por la playa y, en los meses de verano, iba tan desnuda e indiferente como las gaviotas. Los viejos la recuerdan rara y hermosa como una concha, pero mucho más blanca. El cabello lo tenía largo y castaño -aunque estropajoso por la sal del mar- y la mirada hipnotizada y cruel. Apenas hablaba, y cuando lo hacía sus palabras eran tan hirientes que la gente añoraba su silencio. Parecía enfadada con la tierra, pero sobre todo con el mar, que se había tragado a su padre. Mientras caminaba por la playa a la hora más moribunda de sol, afilaba sus ojos de ámbar en dirección al horizonte, como retando al océano; y al acercarse una ola débil la pateaba con su piececito descalzo como a un perro vagabundo. A su madre le dijo un día:

– Voy a hacerle daño al mar.

Cuentan que el Mediterráneo le tenía miedo, pero eso lo dicen de broma; lo que todo el mundo sabe es que le tenía odio, al menos tanto como ella a él, porque un día se tomó la revancha. Y lo hizo como muchos hombres hacen para vengarse de una mujer: enamorándola.

Una tarde, Eulogia regresó de la playa con una flecha clavada en el corazón. La punta se enterraba por completo en su pecho de niña de ocho años, pero por fuera sobresalía una vara larga y delgada como pata de cigüeña. La herida no derramaba una sola gota de sangre y los ojos de Eulogia no lloraban. Ni siquiera se quejaba: vino caminando desde la playa hasta su casa con aquellos andares de trance que tenía, desnuda como el aire, y aquel dardo de madera fina hundido como una banderilla en el lomo terso de un novillo; tan hundido -aseguran algunos- que poco faltó para que le asomara por la espalda. A su madre, que la recibió horrorizada, le dijo:

– Ha sido el mar.

Pero como si señalara desde lejos su cuerpo flechado y dijera: «Mira», o como si estuviera muerta. Sin embargo, después se supo que había sido uno de los niños que jugaban en la playa, más allá del espigón, y fabricaban jaras peligrosas con la madera de las barcas podridas para cazar gaviotas. Los viejos afirman, en efecto, que fue un niño.

Llegó el médico a toda prisa y se espantó no menos que la madre de hallarla tendida en el camastro de su habitación, boca arriba, con la flecha alta y vertical ondeando con su respiración como un junco a la orilla del río. El buen hombre comprendió que era inútil llevarla a un hospital, que en aquellos días se hallaban lejos y eran malos, porque el milagro era que siguiera viva. Y los viejos y las viejas cuentan que, tras una noche de parto difícil, desde el ocaso hasta el alba, el médico, ayudado por la madre y por otras personas que después murieron, pero también por otras mucho más jóvenes que aún no han muerto y todavía recuerdan -si bien el recuerdo es confuso y no siempre idéntico-, logró extraer por fin la larguísima saeta y curó la herida imposible, que a partir de entonces fue un lunar exacto y rojinegro bajo el pecho izquierdo de Eulogia.

Pasaron los años. Su pelo arreció en ondas hasta la cintura; el cuerpo se formó del todo y emergió la mujer que rebosaba dentro: plena, bien hermosa. Falleció su madre, su única familia, un poco antes de la guerra. Sabía coser y bordar, y su carácter repleto de silencio le ayudaba a pasar horas y horas frente a la labor y a no detenerse hasta terminarla. Esa virtud le procuró un poco de dinero. Las vecinas, amigas de su madre, le ayudaron. Tuvo un novio, o no exactamente eso: un chico que la quiso más que ninguno. Era pescador, y los viejos dicen que fue el mismo que, de niño, la había flechado en la playa durante un juego terrible, y ahora, arrepentido, la cortejaba. Una tarde, el chico le declaró su amor. Las viejas cuentan que Eulogia sonrió al replicar:

– Ya tengo novio.

El chaval, muerto de celos, quiso saber quién era el rival, pero ella no se lo dijo. De hecho, parecía que Eulogia habría deseado amarle, pero que, por hallarse comprometida con el otro, le resultaba imposible. Las vecinas, sin embargo, negaron la existencia de aquel amante desconocido. «Se ha vuelto loca», decían. El joven se desesperó, la insultó, la abandonó. Ella no dijo nada y lo dejó marcharse sin emoción. Sonreía mucho. Sonreía y miraba fijamente hacia un lugar que nadie veía, porque no era aquel punto que indicaban sus ojos. Las viejas cuentan que se quejaba de noche. Eran quejidos pero también gritos. Los atribuía a la flecha:

– Se me quedó una astilla dentro, y a veces la siento en el corazón.

Pero cuando el chico que la había cortejado apareció un amanecer flotando sobre las olas mansas de la playa, la piel como un ramo de violetas pisoteadas, los viejos fueron los únicos que dijeron:

– La muerte la ronda a la Eulogia y no quiere rivales.

Siguió viviendo de su labor, encerrada en la misma casa antigua y rota en que había crecido. Envejeció, y llegó el tiempo en que las leyendas murieron. Envejeció más, y llegó el tiempo en que sólo quedaban los viejos y las viejas para recordar, y los recuerdos no eran siempre los mismos. El resto, la gente que aún no había nacido ni soñaba con nacer cuando la leyenda nació -la mayoría de la gente de Roquedal-, consideraba a Eulogia una anciana algo chiflada, solitaria y silenciosa. Uno preguntaría por qué la llamaban «la de la flecha» y otro contaría gustoso la historia; y otro más, escuchándolo, objetaría:

– ¡Anda ya! Lo de la Eulogia no es una herida, hombre, es un lunar

Entonces, hace un año, la leyenda regresó. Porque las leyendas en Roquedal no desaparecen: se retiran como las olas, pero vuelven. Las viejas empezaron a comentarlo: que Eulogia «Ja de la flecha» se había hecho unos vestidos muy bonitos y salía a la calle con ellos, y con un pañuelo blanco al cuello y maquillada como si se sintiera joven. A la mayoría no le importó, pero los más viejos y las más viejas cruzaron los dedos y se santiguaron tres veces en nombre de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, y rezaron tres avemarias al verla pasar.

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