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Tu rostro, Manolo, era un Rey Negro de Mayo.

Las últimas palabras de esta carta van dirigidas a mi asesino.

Carta a mi asesino

Escribo esto a las cuatro y media de la madrugada. No es para usted, aunque usted lo leerá. Su amenaza y mi tranquilidad no son respuestas sino monólogos. Ninguno de Jos dos espera que el otro reaccione, sólo que sepa lo que pensamos. Quizá ahí reside el secreto: que usted suena con matarme; yo, con ignorarle. Como ambos debemos soñar, usted no puede matarme ni yo ignorarle, y por eso escribimos. Pero no sé por qué hoy, a estas horas y con el torbellino del alcohol y el baile encima -quizá por esto mismo-, se me ocurre que la nuestra es la mejor comunicación a la que pueden aspirar dos personas: Lejos entre sí, sabiendo que el encuentro es imposible pero llenando el vacío con palabras que no tienen destino. Cuando escribimos para alguien escribimos mentiras (discúlpeme si es ahora la novelista la que le da clases al respecto); sólo decimos la verdad frente a las sombras. Así que miro hacia las sombras y me dirijo a ellas. Estimadas sombras.

* * *

¿Por qué no un pañuelo también? Tacones altos, maquillada, un pañuelo al cuello. El pañuelo podría ser blanco, si usted guarda siquiera el más ligero afecto por mí, o negro, atado al brazo, si me odia. Hablemos mediante símbolos sin significado; escribamos mentira tras mentira hasta llegar, por pura probabilidad, a una verdad involuntaria. Sobre todo, imagine. Supongamos que soy Manolo Guerín, como usted cree. ¡Piense en mi diversión cuando la vea salir dócilmente vestida según mis instrucciones! ¿Quiere percibir el peso de un pañuelo atado al cuello? Úselo ahora mismo y recuerde que lo hace por obedecerme. ¿Quiere probar la altura exacta de sus tacones, medir cada paso? Salga con ellos ahora. Pero mejor aún: no me obedezca, imagine que se rebela, que no los usa porque pretende desafiarme; reconocerá que es otra forma de usarlos; notará la ausencia del pañuelo como un suave frío de serpiente en el cuello; el espectro de sus zapatos de tacón le alzará los talones. Negar es también afirmar. El sólo hecho de que yo estoy, ¿acaso no influye en sus decisiones? Si elige ignorarme, ¿logrará olvidarme? Si me olvida, ¿podrá impedir que mi recuerdo llame alguna vez a su puerta? Incluso si no le escribo más, ¿dejará por ello mi insignificante presencia de influir en su camino? De no haberse dado mi existencia, señorita, la suya sería otra. Ni siquiera me preocupa ser un asesino tan inútil: la vida de una víctima también es insignificante. Suponiendo, en contra de toda evidencia, que yo no la matara, que sólo le escribiera cartas como ésta, fácilmente olvidables, usted ganaría la muerte de igual forma. Soñando con asesinarla, la asesino. A diferencia de los zapatos de tacón, desobedecerme en esto sería únicamente postergar su obediencia. He aquí una verdad evidente. La única.

Verdad evidente

Usted morirá.

Hable con Francisca Cruz, Amparo Mohedano y Eulogia Ramírez. Ellas le revelarán otra verdad evidente. A Eulogia la encontrará mañana por la tarde en la iglesia, a las cinco en punto.

* * *

He visitado varias veces la iglesia de Roquedal, y siempre me ha parecido que era el mar. La sensación se agota cuando pasa el tiempo, romo si mi imaginación se acostumbrara a ella igual que los ojos a la penumbra. Hay varias cosas que son el mar sin serlo: el nicho lapislázuli de la pared del altar, que ampara la delicada figurita de Nuestra Señora de Roquedal, la polícroma patrona de los pescadores del pueblo; pero también las maderas que forman la gran cruz, procedentes, afirma la fábula, de las cuadernas de una vieja carabela de las Indias que naufragó en las cercanías y cuya tripulación vive aún bajo las olas del espigón (Manolo desmiente que tal leyenda exista, porque en Roquedal hay leyendas de leyendas); y la piedra desportillada de las paredes; y la gruta de la Virgen del Gato, excavada en un lateral sobre roca esponjada. Pero la sensación, como digo, desaparece pronto, y sólo (queda la mancha del recuerdo y la percepción autentica de una vieja iglesia de pueblo, con sus esquinas misteriosas y sus figuras veneradas.

Cuando llegué, un poco después de las cinco, va había comenzado el oficio, y un pequeño ejército de mujeres tenebrosas repetía: «Señor, ten piedad» mientras Fernando, el párroco, rodeado de monaguillos, admiraba un enorme libro abierto sobre el altar. Decidí aguardar afuera, ya que supuse que Eulogia saldría con las demás cuando acabara la misa. Entonces mis ojos descubrieron el papel clavado con chinchetas en el tablón del vestíbulo:

Misa por el Eterno Descanso de

Eulogia Ramírez Manzano (q.e.p.d.).

27 de mayo. 5 de la tarde.

Sentí un levísimo mareo, tenue como un recuerdo, y hube de sentarme en las escalinatas de la entrada.

La plaza, atacada por el sol, se hallaba casi desierta. Dos camareros se afanaban instalando la terraza de un bar, pero sobre aquel breve desorden metálico se extendía un soberano silencio azul. La espantosa belleza de la tarde fue quizá la responsable de que no sintiese demasiado miedo, o de que el miedo me floreciera dentro, haciéndose lindo. «Eulogia Ramírez ha muerto y yace en una de estas casas, tras el mármol de las paredes», visioné, hipnotizada. Ella misma riega los geranios de su lápida y se asoma por las rejas de la ventana como un cadáver tímido». No sé cuánto tiempo permanecí sentada en las escalinatas, parpadeando ante aquel soleado limbo. Recuerdo que empezaron a desfilar en silencio mujeres negras y deduje que la misa había concluido. «Pero yo he venido a saber de Eulogia», pensé y decidí entrar.

Peces abisales nadaron en mis ojos por el contraste con el resol exterior. Hallé la sacristía tras una puertecita marginal y me sorprendió comprobar que la habitación era espaciosa y había sido decorada con detalles de hogar. Fernando se ocupaba de atornillar una pequeña percha a la pared (parece imposible sorprenderlo inactivo; es un hombre que vive para perfilar el mundo), y ya no llevaba sotana sino una camisa abierta de manga corta, el espectro de una camiseta de tirantes y pantalones marrón oscuro; desde la puerta me rodeó su olor a colonia.

– ¿Se puede? -dije.

No vaciló un instante, como si me hubiese estado aguardando.

– ¡Doña Carmen! ¡Pase y siéntese, que acabo en seguida, mujer!

Una anciana etérea y bajita, una sombra reducida de mujer, doblaba los hábitos religiosos sobre una mesa. Me dedicó una breve miradita y continuó su labor en silencio. Tras concluir con la percha, Fernando despidió entre bromas a los monaguillos -escaparon como ratones de una habitación lateral-, envió a la anciana a por café y galletas, acercó una imponente silla de alto respaldo, se sentó y me regaló toda su atención. Es un hombre robusto que irradia poder por los cuatro costados. Su presencia siempre me parece insoslayable: si se quiere evitar, hay que huir. Aunque de baja estatura, aparenta haber sido esculpido en un solo bloque de piedra olivácea; los ojos los tiene vivaces, negros y compactos como aceitunas; las manos son herramientas de dedos cortos. La silla en la que se sentaba me pareció lo que él hubiera podido ser, de haber nacido silla: un objeto pesado y recio, muy ornamentado, con un respaldo tan grande que sobresalía a considerable altura por encima de su cabeza. Debió de advertir mi curiosidad, porque dijo:

– ¡Ya estoy en el trono! A esto lo llamo yo «el trono». -Dio dos palmadas en los brazos fuertes del mueble-. ¿Sabe cuántos años tiene? Échele años -me retó con un guiño.

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