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– La rondan.

Matías protestaba, pero lo mismo murmuraban los más viejos cuando la veían pasar, incluso antes de verla, incluso después de haberla visto, como si olieran su olor desde lejos:

– La rondan a la Amparito.

– La rondan.

– La rondan.

Su padre no pudo aguantar más, temeroso de una nueva tragedia y resolvió desordenar los papeles de su cuarto hasta dar con las misteriosas cartas; pero no pudo hallar las de su novio, ésas no, sólo las de puño y letra de su hija, que escribía muy bien. En otra decía:

«Hay algo que rodea mi cuello. Un garrote vil que estrecha mi vida. Hay algo que eres tú, unas veces mujer, otras hombre, otras mujer y hombre, siempre hermoso y hermosa, siempre hermosa y hermoso, que vienes a pedirme el cuerpo en matrimonio con tu espada y a medir mis pecados terribles con tu balanza, Ven, porque hice daño. Ven, porque gocé. Ven, porque gocé del daño. Ven, que visto mi desnudo blanco. Ven, que mis cabellos son un velo de luto. Ven, que la boda es en el bosque. Ven, que las campanas te llaman».

Y en otra, este verso íntegro:

«Troqué los amores blancos por el placer zarzal. Coseché el pan del verano en una sola espiga negra. En una sola espiga negra, todo el pan. Troqué los amores blancos por el placer zarzal».

Matías, aliviado -porque la realidad lo acobardaba más que las visiones-, se alegró de comprobar que el supuesto «novio» de su hija era un sueño adolescente, Pero las voces de los viejos, encaramados en las sillas e inmóviles como grajos, le inquietaban de continuo con advertencias malas:

– A la Amparito la rondan.

– La rondan.

Un día, la muchacha se encerró en su cuarto y no apareció hasta el anochecer. Y a su madre le costó trabajo reconocerla, porque se había pintado la cara como la de una ramera que acabara de morir y lucía un angosto vestido rojo, un pañuelo blanco al cuello y unos zapatos altos que nunca se había puesto.

– Amparo, así no sales a la calle -le dijo.

Pero su hija la ignoró y ella no se atrevió a insistirle, ya que algo en su mirada le hizo comprender que sería inútil toda palabra. El viejo Matías y el hijo mayor se hallaban cerrando la droguería y no la vieron, pero fueron los únicos en no advertirla, porque Amparo se enseñoreó por las calles hasta bien entrado el anochecer, enfiló después hacia el bosque y regresó desafiante en las horas muertas de la madrugada. Matías, que, al tanto ya de su extravagancia, había estado buscándola -con el recuerdo puesto en aquella otra mañana espeluznante de domingo-, no quiso abrirle la puerta.

– No es mi hija -dijo, repugnado.

En cierto modo no le faltaba razón, porque durante aquella única noche la crisálida de niña candorosa y modales buenos había acabado de destrozarse, y una mujer de pelo muy negro y repeinado y rostro de duende había desplegado la envergadura de su oscuro cuerpo dentro de ella. Y lo que dijo aquella mujer no fueron poesías. Lo que dijo, vociferando en medio de la calle, perturbó más a la familia que su aspecto. Nadie recuerda muy bien las palabras -a diferencia de las cartas, y pese a que fueron escuchadas por muchos-, pero Juan tradujo algunas:

– ¡Miradme! ¡Soy yo! ¡Qué miedo puedo daros, si soy yo! ¡Por qué cerráis las ventanas, si soy yo, que vengo del bosque!…

Una lluvia torrencial comenzó a enturbiar las aceras, pero la voz no se rompió bajo aquella perdigonada.

– ¡Qué os da miedo de mi cuerpo de mujer! ¡Qué os da miedo de mi carne!…

Dentro de la casa, a oscuras, los padres lloraban sin decir nada, como si velaran su defunción. Sólo la abuela, sentada junto a la ventana, era capaz de hablar:

– Oye cómo la rondan -repetía, como señalando relámpagos.

Algunos cuentan que la voz no cesó; que se desgarró hasta hacerse vieja pero siguió oyéndose cuando la garganta ya no estaba. Y siempre los mismos gritos, u otros más extraños:

– ¡Qué os da miedo del amor de mi muerte, si ya he conocido el amor de mi vida!

La hallaron al día siguiente. La tormenta había borrado las huellas pero se sospechó que había regresado al antiguo camino del bosque. Y sus zapatos perdidos, su vestido roto y el cuajaron de su pañuelo embarrado fueron los rastros que condujeron a la sorpresa temible de su cuerpo, que se hallaba al fondo de un pequeño terraplén con los brazos separados y las manos abiertas. La máscara pintada del rostro, que la lluvia y la muerte habían convertido en una atrocidad, sonreía como preparada para recibir un beso. Se había tronchado el cuello al caer. Su muerte se achacó a un accidente de su locura.

Y esto es todo lo que se sabe sobre Amparo Mohedano.

– ¿Y qué ocurrió con Javier, su predestinado? ¿Sigue en el pueblo?

– Pues no. Se marchó a estudiar a la capital hace mucho tiempo. Creo que es abogado, si es que no ha muerto ya. Nunca volvió a Roquedal, ni siquiera cuando falleció su padre, lo cual no me parece bien, dicho sea de paso. Aunque quizá haya hecho bien al no venir, no sé si me entiende lo que le digo…

– Perfectamente.

– Los recuerdos son como el vino: apetecen de vez en cuando pero no se puede vivir de ellos.

– Es cierto -sonreí-. ¿Y las cartas de Amparito? ¿Las tendrá todavía su hermano?

Juan se ajustó las gafas sobre la nariz con un gesto delicado.

– Pregúntele, pero no lo creo. Es más: estoy seguro de que no, porque Matías también quiso olvidar pronto. Pero pregúntele, vayamos a que tenga alguna…

El niño de la farmacia asomó la cabeza por el pasillo -un rostro del color blancuzco de los botijos decorado con motas de acné-, inquiriendo sobre el paradero de cierto medicamento. Aproveché para despedirme.

Visité a Matías Mohedano en la droguería -hombre apacible y mesurado, de mirada grande, muy avejentado-, y accedió gustoso a enseñarme un cuaderno donde, según me dijo, había copiado con letra de colegial algunas de las frases de las cartas de su hermana -escribir y leer, siempre-, cuyos originales lamentaba no poseer. Con ellas y los recuerdos de Juan y Matías he reinventado a la Amparito de mi historia anterior.

Ahora bien, el enigma crece. ¿Qué quiere que piense de las leyendas de Amparo y Eulogia?

¿Existió usted hace cien años y escribió cartas de amor y de muerte a Eulogia? ¿Acaso también le escribió a Amparito y después la empujó por un terraplén en una noche lluviosa? ¿Fue usted quien la violó cuando tenía doce años? Hay algo que son cartas y algo que es un pañuelo blanco atado al cuello y algo más que es usted, una persona cualquiera, un listillo transmutado por la magia del pueblo y mi propia imaginación (que aún desgrana febrilmente la oscura prosa de Faulkner y medita en la trama de una novela que quizá nunca llegue a escribir). Es verdad que estoy elaborándolo, señor mío, y sospecho que lo único que me podría matar de usted sería comprobar que mi elaboración no es la correcta. Se me ocurre un cuento.

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