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– Por el amor de Dios, ¿podría darme un poco de agua?

La hermana joven estaba más pálida de lo habitual esa mañana, la cara apagada y sin brillo, la línea de los párpados enrojecida y las ojeras violáceas, como de malas noches sin dormir. Ante el ceño de contrariedad y la mirada recelosa de sor Barranco él la guió hacia el pequeño corredor en penumbra, contiguo a su portal, donde estaba el cuarto de aseo y la repisa del botijo, uno de esos botijos antiguos en forma de gallo, de barro vidriado, con colores muy vivos, la cresta roja y la panza amarilla. Le pareció vagamente indecoroso que una monja bebiera a pulso del botijo y buscó un vaso limpio donde servirle el agua. Se fijó con disimulo en sus manos, que sostenían el vaso con un principio de temblor, en sus bellos labios incoloros, en su barbilla fuerte por la que se deslizó un hilo de agua, porque las manos temblaban ahora visiblemente, y cuando él quiso sujetar el vaso a punto de caer apretaron con fuerza las suyas, y percibió en sus palmas húmedas una temperatura de fiebre. Cómo apretaban esas manos, delicadas de forma pero grandes y curtidas, qué cerca sentía él en ese momento la respiración afiebrada de la monja y el peso y la carnalidad de su cuerpo, debilitado por disciplinas y ayunos, por el frío sin consuelo que haría sin duda en las celdas, en los refectorios y en los corredores de aquel convento tan viejo que amenazaba ruina. Entonces perdí el juicio y ni yo mismo me creía lo que estaba haciendo, la abracé por la cintura con las dos manos y la apreté contra mí, le busqué los muslos y el culo por debajo del hábito y la besé en la boca aunque ella intentaba apartar la cara, y pensé, como si ya viera lo que iba a pasarme, va a ponerse a gritar, va a entrar la otra monja y a armar un escándalo, casi escuchaba los gritos y veía acercarse a la gente de las tiendas, pero me daba lo mismo, me daba lo mismo o no podía evitar lo que estaba haciendo, y mientras le buscaba la boca y notaba lo caliente que tenía la cara y todo el cuerpo me di cuenta de que podía gritar y sin embargo no gritaba, ni se me resistía, más bien se me abandonaba en los brazos, mientras yo palpaba buscando lo que me había imaginado tantas veces. Entonces vi que cerraba los ojos, como en las películas cuando se acercaba un beso y estaba cortado por la censura, y el hombre y la mujer se apartaban de golpe el uno del otro, como si les hubiera dado una corriente eléctrica. Pero cerraba los ojos no porque hubiera caído en un trance amoroso, sino porque se estaba desmayando, y se le quedaron vueltos y en blanco mientras iba cayendo al suelo sin que yo pudiera sujetarla.

Qué miedo, verla tendida tan pálida y con los párpados entornados, tan blanca como si estuviera muerta, como si él la hubiera matado con la profanación inaudita de su atrevimiento. No recordaba si llamó a gritos a la otra monja o si ella entró en la trastienda alarmada por el retraso o por el ruido sordo del cuerpo al caer. Cuando lograron reanimarla estaba más pálida que nunca, y si él le decía algo se lo quedaba mirando con la cara tan neutra como si no se acordara de lo que había sucedido. De nuevo, al quedarse solo, tuvo la sensación exasperante de no distinguir entre lo que veía y lo que se imaginaba, entre la certeza de haber besado y acariciado a la monja y la expresión ajena con que ella le sonrió débilmente después, cuando se disponía a volver al convento apoyándose en la figura chata y recia de sor Barranco y le dio las gracias por sus atenciones. Quizás estaba loca y tampoco sabía ella si era verdad o no lo que había sucedido durante unos instantes en la trastienda de la zapatería.

Pasaban los días sin que ninguna de las dos monjas volviera a aparecer. Sor María del Gólgota estaba muy enferma y sor Barranco no se apartaba de su lado, o bien se había muerto de aquellas calenturas, o después de todo sor Barranco había sospechado algo y no le permitía salir del convento y menos aún acercarse al portal del zapatero. Pero si estaba muerta se habría sabido en la ciudad, habrían sonado las campanadas lentas y muy espaciadas de los entierros. Más de un día, a media mañana, echó el cierre a su puerta de cristales y se fue a merodear por la plaza de Santa María, aunque sin acercarse demasiado a las puertas del convento, que se abrían de vez en cuando para dar paso a una figura de monja que desde lejos siempre era, durante unos segundos, sor María del Gólgota, o también una irritada sor Barranco que se dirigía hacia él para reprocharle su impía lascivia.

No abandonaba del todo otras ocupaciones, desde luego, ya lo conocéis. Asistía a las reuniones de la directiva de la cofradía de la Ultima Cena y de la Sociedad Benéfica Corpus Christi, dedicada a proveer de asistencia médica y modestos subsidios a agricultores y artesanos, en aquellos tiempos anteriores a la Seguridad Social. Tampoco desatendió del todo a la mujer de un subteniente de Intendencia que le mandaba aviso en cuanto su marido salía de maniobras. Pero en las reuniones se quedaba más distraído de lo habitual, y la subtenienta, como él la llamaba, lo notaba más frío que otras veces, y le preguntaba si es que había otra, amenazándolo con contárselo todo al subteniente en un rapto de despecho, o con robarle la pistola y cometer una barbaridad. ¿Ves lo que tienen las mujeres guapas? Que te estropean, te hacen volverte melindroso incluso antes de que te hayas acostado con ellas, como cuando nos acostumbramos al pan de trigo y a las patatas, y ya no queríamos pan negro ni boniatos, y nos daban asco las algarrobas, que nos habíamos comido con tantas ganas en los años del hambre. Como me había empicado con la monja, que era guapa y más joven, la subtenienta empezó a parecerme gorda y mayor, con lo caliente que era, y lo agradecida, y los cafés con leche y las tostadas con mantequilla que me llevaba a la cama después de echarle un polvo, mientras el subteniente andaba de maniobras. Como era de Intendencia, en aquella casa no faltaba nada de comer. Algunas veces, cuando ya me iba, la subtenienta me daba media docena de huevos o un bote entero de leche condensada. Anda, me decía, para que cojas fuerzas.

Rondas de cañas rebosando espuma, voces de camareros, olor de aceites muy fritos, bufidos de la máquina de café, musiquillas robóticas de las tragaperras y de la máquina del tabaco: el que cuenta tiene una cara de algún modo infantil, jovial y muy redondeada, pero está casi completamente calvo y lleva un traje muy formal, de abogado o de oficial de notaría, con una pequeña insignia en el ojal de la chaqueta, con un alfiler de corbata plateado en el que se distingue la figura diminuta de una Virgen. Se interrumpe para recibir con burlesca reverencia un gran plato de morcilla humeante que el camarero acaba de depositar sobre la barra, y con la boca llena recita unos versos:

La morcilla, gran señora,
Digna de veneración.

Bebe cerveza, se enjuaga la boca por si se le ha quedado entre los dientes una pizca negra de morcilla. Baja la voz, imaginaos esa plaza de Santa María, dice, tan vasta, abriendo las manos y los brazos, satisfecho de haber elegido ese adjetivo, que se corresponde más con el énfasis de su ademán, con la negrura de una plaza muy ancha y rodeada espectralmente de iglesias y palacios, muy lejos de aquí, en otro mundo y otro tiempo, hace muchos años. Una noche, cuando ya se había acostado, después de venir de casa de la subtenienta, y de haberle hecho, me lo confesó con estas mismas palabras, una faena de aliño, estaba tendido en la oscuridad y oyendo el ruido de aquel despertador que sonaba el maldito más fuerte que un reloj de péndulo. El, que no perdía el sueño por nada, comprendió que esa noche no iba a dormirse. Se vistió, se puso la capa, la bufanda y la gorra, salió a la calle como un sonámbulo, anduvo por los callejones como si tuviera que esconderse de alguien y acabó hacia medianoche en la plaza de Santa María, que estaba llena de niebla, sólo con una o dos bombillas brillando en las esquinas, tan débiles que eran más bien manchas de claridad, como el brillo del fósforo en las agujas y en los números de su despertador. Entreveía los grandes bultos oscuros de los edificios, torres, aleros con estatuas, campanarios, la iglesia de Santa María y la del Salvador, las estatuas de los leones delante del Ayuntamiento, la fachada hosca y masiva del convento de Santa Clara, al que ni siquiera a esas horas se atrevía a acercarse.

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