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Pasamos frente al parque donde está el templo egipcio de Debod, y yo pienso que en ese mismo lugar estuvo el cuartel de la Montaña, y que también aquí caminamos sobre tumbas sin nombre y fosas comunes: recuerdo fotografías, filmaciones en blanco y negro de los primeros días de la guerra civil, cuando mi amigo era un chico de dieciséis años que estudiaba en el instituto griego y latín y alemán y se desvelaba por las noches leyendo a Nietzsche y a Rilke, a Juan Ramón Jiménez y a Ortega, y que de ninguna manera habría podido imaginarse que sólo unos años más tarde iba a ser condecorado como héroe de guerra. No muy lejos de donde nosotros estamos ahora, en esos jardines donde se levantan las ruinas de un templo egipcio y por los que pasean madres con niños y jubilados aprovechando el sol de la tarde, hubo hace más de sesenta años una explanada llena de muertos. En esta misma acera por la que mi amigo y yo caminamos caían las bombas durante el asedio franquista de Madrid.

Pero no le digo nada, solamente lo escucho, me habla de la fragilidad de las piernas cuando se pasa cierta edad y de la lentitud con la que llegan a la memoria ciertos recuerdos y nombres, por culpa del deterioro de los neurotransmisores. Cuando nos despedimos, en la puerta del edificio moderno donde vive (quizás el que había antes fue destruido en los bombardeos de la guerra), lo veo de espaldas mientras cruza el portal, camino del ascensor, encorvado y diligente, apenas con una sombra de torpeza en los movimientos. Si viviera, si vive, la mujer a la que mi amigo conoció y perdió en esa ciudad llamada Narva tendría noventa años. También yo me pregunto ahora lo mismo que él hubiera dado cualquier cosa por saber a lo largo de la mayor parte de su vida, si esa mujer se salvó, si ahora mismo, esta noche, en el momento justo en que escribo estas palabras, está en alguna parte, si se acuerda de un teniente muy joven con el que estuvo bailando una noche de enero de 1943.

Dime tu nombre

Permanecía inmóvil, esperando, dejaba pasar el tiempo, vivía observando las cosas detrás de una ventana, durante horas, en la oficina en la que sólo llegaba alguien a media mañana, emisarios del mundo exterior, en general artistas de segunda o tercera fila, poetas de la provincia en busca de un recital o de una subvención para publicar un libro de versos, gente que golpeaba medrosamente en la puerta y que podía permanecer horas en la pequeña antesala, aguardando un contrato o un pago, la oportunidad de una entrevista, de entregar un dossier mal fotocopiado que de algún modo llegaría, a través de mis manos, al gerente para quien yo trabajaba y de quien dependían las decisiones cruciales, que tardaban mucho tiempo en llegar, empantanadas con frecuencia en las lentitudes arcaicas de la administración, o simplemente retrasadas por negligencia o descuido, porque el gerente no miraba los documentos que yo dejaba encima de su mesa o a mí se me olvidara o me diera pereza tramitarlos, aletargado por la indolencia y la soledad en la oficina, ausente de mis propios actos y de las personas con las que trataba, siempre algo desenfocadas frente a mí, menos reales que las que habitaban mi imaginación o mis recuerdos, o ese espacio confuso de bruma en el que no estaban claros los límites entre lo recordado y lo inventado. En una carta de Franz Kafka reconocía los síntomas exactos de mi enfermedad, de mi absoluta desidia: estaba como muerto, con una carencia absoluta de todo deseo de comunicación, como si no perteneciera a este mundo, pero tampoco a ningún otro; como si durante todos los años transcurridos hasta este momento sólo hubiera hecho mecánicamente lo que se deseaba de mí, esperando en realidad una voz que me llamara.

Escribía cartas, las esperaba, y cuando recibía alguna y la contestaba rápida y tumultuosamente dejaba que pasaran unos días antes de regresar a la actitud de espera, porque sabía que la próxima carta iba a tardar en llegar al menos dos semanas, si no se retrasaba tanto como las decisiones inescrutables que aguardaban los solicitantes en la antesala de mi oficina. Los días siguientes a una nueva carta eran un tiempo neutro, en suspenso, porque en ellos tenía que apaciguarse la expectación, y también el miedo a que ya no viniera ninguna carta más. No obstante, también en esos días esperaba, de una manera atenuada, por la simple costumbre de esperar, y si entre las cartas y los documentos que traía cada mañana un ordenanza veía el filo listado de un sobre de correo aéreo surgía insensatamente un sobresalto de esperanza recobrada, aunque la última carta hubiera llegado sólo dos o tres días antes. Pero esta avidez de cartas es insensata. ¿No basta acaso una sola, una sola certeza? Por supuesto que basta, y no obstante uno se tiende y bebe la carta y no sabe nada, salvo que no desea cesar nunca de beberla.

Trabajaba solo, fuera del edificio principal de la administración, en uno de los pisos que se alquilaban para las nuevas oficinas, lugares provisionales que siempre tenían algo de furtivos, casi de clandestinos, muchas veces sin un escudo oficial en la puerta, o sólo con un letrero improvisado, al final de pasillos estrechos o de escaleras empinadas, muy cerca de la sede central pero de algún modo a sus espaldas, en los callejones que la rodeaban, en los que había tabernas antiguas y pequeñas tiendas, bodegas de borrachos turbios y tiendas en las que no muchos años atrás se habían vendido con disimulo condones y revistas obscenas. En los callejones tan angostos que apenas dejaban paso al sol había siempre un ligero olor a alcantarilla, a penumbra húmeda, que se hacía más intenso en las esquinas que daban a los últimos residuos de lo que había sido el barrio de las putas, en otro tiempo un laberinto que se llamó la Manigua, y ahora apenas un par de callejas de las que a veces emergían sus últimas supervivientes, mujeres viejas, gordas y pintadas o algunas jóvenes y lívidas, acuciadas por la heroína, con los tacones torcidos y un cigarrillo cruzándoles la mancha roja de la boca, espectros al fondo de portales lóbregos.

Permanecía inmóvil, sentado tras la mesa de la oficina, esperando, y podían pasar horas sin que llegara nadie, mañanas en las que sólo había una o dos visitas, aparte de las del ordenanza o de algún funcionario que entraba a pedirme algo, a consultar un expediente de mi archivo, en el que yo tenía guardados por orden alfabético los dossieres que me enviaban por correo o me entregaban los artistas, y en orden cronológico los informes de las actuaciones ya realizadas, en carpetas de color crema en las que lo conservaba escrupulosamente todo, el cartel del espectáculo, una entrada, los recortes de prensa, en caso de que hubiera alguno, el número de asistentes al acto, número que con cierta frecuencia era desalentador, según se correspondía con la envergadura y el atractivo más bien modestos de las actuaciones que yo me encargaba de programar, destinadas no a los escenarios importantes de la ciudad, sino a los centros culturales de los barrios, poco más que salones de actos escolares, o tablados al aire libre en plazuelas o parques durante los meses del verano, en los que también me correspondía organizar alguna verbena que siempre tenía añadido el adjetivo popular en los carteles que la anunciaban, verbenas con farolillos y conjuntos locales de rock, con tiovivos y tinglados de títeres.

La oficina ocupaba el ángulo más estrecho de un edificio triangular, que tenía una pastelería en la planta baja y una gestoría en el primer piso. De la pastelería llegan olores dulces y calientes de horno, de la gestoría una agitación de pasos, voces y teléfonos que contrastaban con la quietud silenciosa que reinaba en mi despacho la mayor parte del tiempo. Había dos ventanas, una que daba a la plaza del Carmen y otra a la calle Reyes Católicos, pero el portal estaba en un callejón estrecho y no muy transitado, de modo que no era fácil, al llegar cada mañana al trabajo, tener la sensación de que se llegaba a un perfecto observatorio secreto, tan propicio para el espionaje como para la huida. Entraba y salía sin que me viera nadie y desde las ventanas podía ver a quien pasara por aquella encrucijada céntrica de la ciudad, muchas veces conocidos míos a los que me atraía observar en esas actitudes de quien camina solo y no piensa que alguien puede estar mirándolo. Siempre me parecían desconocidos, personas distintas a las que yo trataba. Quién es de verdad el que va solo, provisionalmente desprendido de los lazos con otros, de la identidad que las miradas de otros le otorgan.

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