Copenhague
A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros. Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo que esperan que seamos, a actuar en cumplimiento de ciertos hábitos que nuestros actos anteriores han establecido, o de sospechas que nosotros no tenemos conciencia de haber despertado. Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo en nosotros, qué inventan o deciden que somos. Para quien se encuentra contigo en el tren de un país extranjero no eres más que un desconocido que sólo existe circunscrito al presente. Una mujer y un hombre se miran con una punzada de intriga y deseo al acomodarse el uno frente al otro en un tren: en ese momento están tan despojados de ayer y de mañana y de nombre como Adán y Eva al mirarse por primera vez en el Edén. Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga y tal vez procura no cruzar su mirada con la de los otros pasajeros que van entrando en el mismo vagón, alguno de los cuales lo examina con recelo y decide que debe de ser judío. Tiene las manos largas y pálidas, lee un libro o se queda ausente mirando por la ventanilla, de vez en cuando sufre un golpe de tos seca y se cubre la boca con un pañuelo blanco que desliza luego casi furtivamente en un bolsillo. Cuando el tren se acerca a la frontera recién inventada entre Checoslovaquia y Austria el hombre guarda el libro y busca con cierto nerviosismo sus documentos, y al llegar a la estación de Gmünd se asoma enseguida al andén, como esperando ver a alguien en la solitaria oscuridad de esa hora de la noche.
Nadie sabe quién es. Si viajas solo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia, ni el motivo de tu nerviosismo mientras aguardas en el café de la estación, aunque tal vez sí el nombre de tu enfermedad, cuando observan tu palidez y escuchan el ruido de tus bronquios, cuando advierten el disimulo con que vuelves a guardar el pañuelo con el que te has tapado la boca. Pero al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje, de una lengua que disfruto comprendiendo y hablando, ahora más hermosa porque no es la mía. Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo.
Pero no necesito irme muy lejos para que me suceda esa transformación. A veces, en cuanto salgo de casa y doblo la primera esquina o bajo los escalones del metro, dejo atrás lo que soy, y me aturde y me excita el gran espacio en blanco en el que se convierte mi vida, sobre el que parece que van a imprimirse con más brillo y más nitidez las sensaciones, los lugares, las caras de la gente, las historias que escuche. En la literatura hay muchas narraciones que fingen ser relatos contados a lo largo de un viaje, en un encuentro al azar de un camino, en torno al fuego de una posada, en el vagón de un tren. Es en un tren donde un hombre le cuenta a otro la historia que cuenta Tolstoi en sonata a Kreutzer. En El corazón de las tinieblas, un marinero, Marlow, cuenta un viaje hacia lo desconocido por el río Congo mientras viaja en una gabarra que remonta el Támesis, y al ver tras la niebla, en la noche, el resplandor todavía lejano de las luces de Londres, se acuerda de las hogueras que vio en las orillas del río africano, y se imagina hogueras mucho más antiguas, las que verían los navegantes romanos cuando entraron por primera vez en el Támesis hace dos mil años. En el tren donde lo llevaban deportado a Auschwitz Primo Levi encontró a una mujer a la que había conocido años atrás, y dice que durante el viaje se contaron cosas que no cuentan los vivos, que sólo se atreven a decir en voz alta los que ya están del otro lado de la muerte.
En la cafetería de un tren, yendo de Granada a Madrid, un amigo me contó otro viaje en ese mismo tren en el que había conocido a una mujer con la que no tardó ni una hora en empezar a besarse. Era en verano, a plena luz, en el Talgo que sale cada día a las tres de la tarde. La novia de mi amigo había ido a despedirle al andén. Luego él y la desconocida se encerraron en un lavabo con una urgencia temeraria y una felicidad y un deseo que ni las incomodidades ni los problemas de equilibrio ni los golpes en la puerta de viajeros irritados lograron malograr. Pensaban que se despedirían para siempre cuando llegaran a Madrid. Mi amigo, que estaba haciendo la mili, no tenía oficio ni beneficio, y ella era una mujer casada y con un hijo pequeño, un poco desequilibrada, tan propensa a los arrebatos de entusiasmo atolondrado como a las negruras de la depresión. Mi amigo me dijo que le gustaba mucho y que le daba miedo, y que nunca había disfrutado tanto con ninguna mujer. La recordaba con más claridad y gratitud porque era la única mujer con la que se había acostado aparte de la suya, con la que se casó muy poco tiempo después de regresar del ejército.
Estuvieron viéndose en secreto durante varios meses, repitiendo la ebriedad sexual del primer encuentro en cuartos de pensión, en la oscuridad de los cines, algunas veces en casa de ella, en la misma cama en la que se acostaba con su marido, contemplados desde la cuna por los ojos grandes y tranquilos del niño, que se sujetaba en los barrotes para mantenerse en pie. Cuando mi amigo se licenció acordaron que ella no iría a despedirlo al expreso de medianoche en el que se volvería a Granada. En el último momento la mujer apareció y mi amigo se bajó del tren y sintió tanto deseo al abrazarla que no le importó perderlo. Pero lo tomó al día siguiente y ya no se vieron nunca más. Me da miedo pensar qué habrá sido de ella, con lo trastornada que estaba, decía mi amigo, acodado en la barra de la cafetería del Talgo, delante del café que aún no había tocado, mirando el paisaje desértico del norte de la provincia de Granada, al otro lado de los cristales, o volviéndose hacia la puerta batiente que daba a los otros vagones, como con la esperanza imposible de que esa mujer apareciera, tantos años más tarde, y escuchándole yo le tenía envidia, envidia y tristeza de que a mí no me hubiera ocurrido nunca una historia así ni pudiera acordarme de una mujer como aquélla. Fumaba porros, tomaba pastillas, se aficionó a la coca, y a mí todo aquello me daba miedo, pero la seguía en su trastorno, cuanto más miedo le tenía la deseaba más. No me extrañaría nada que acabara enganchada a la heroína. Hay temporadas en las que me despierto cada mañana recordando que he soñado con ella. Sueño que me la encuentro por Madrid, o que estoy sentado en este mismo tren y la veo venir por el pasillo. Era muy alta, como una modelo, tenía el pelo castaño y rizado y los ojos verdes.