Me acerqué a Mateo en la plaza de Chueca y me miró con la misma sonrisa ancha y benévola con que recibía a los parroquianos y a los contertulios en su portal de remendón. Me emocionó pensar que me reconocía a pesar de los años y de todo lo que yo habría cambiado desde las últimas veces que nos viéramos. Reparé entonces en otra circunstancia casual que lo vinculaba a mis recuerdos más antiguos y lo convertía sin que él lo supiera en parte de mi vida infantil: en el portal contiguo al de Mateo Zapatón estaba la barbería a la que me llevaba mi padre, y en la que también se había pelado y afeitado siempre mi abuelo, la de Pepe Morillo, que fue quedándose vacía según iban muriendo los clientes más viejos y los jóvenes adoptaban la moda del pelo largo. Ahora su puerta está tan cerrada como la de Mateo Zapatón y la del sastre con la cara de Judas, y como la de tantas tiendas que había en la calle Real antes de que la gente se fuera olvidando poco a poco de pasear por ella, dejándola convertida, sobre todo de noche y en los días de lluvia, en una calle deshabitada y fantasma. Pero entonces la barbería de Pepe Morillo estaba tan animada como el portal de Mateo Zapatón, y muchas veces, en las tardes templadas de abril y mayo, los parroquianos de la una y de la otra sacaban sillas a la acera, y fumaban y conversaban en una sola tertulia, observados desde el otro lado de la calle, desde la penumbra de su taller vacío, por el sastre huraño que se frotaba las manos detrás del mostrador y hundía entre los hombros la cabeza cada vez más idéntica a la del Judas de la Santa Cena, el misántropo de cara verdosa y nariz ganchuda al que empujaba lentamente a la quiebra la irrupción irresistible de la ropa confeccionada en serie.
Mi padre me llevaba de la mano a la barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe Morillo me decía, «cierra bien los ojos», y era que iba a cortarme el flequillo recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él.
De todo eso me acordé como si volviera a vivirlo al ver de improviso a Mateo Zapatón en la plaza de Chueca, y también de algo más que hasta ese momento no supe que estaba en mi memoria: una vez, mientras guardaba turno leyendo un tebeo que mi padre acababa de comprarme, me dio sed y le pedí permiso a Pepe Morillo para beber agua. Me señaló un patio interior, pequeño y umbrío, al fondo de la barbería, tras una puerta de cristales y un pasillo oscuro. Cuando uno era niño los lugares remotos podían encontrarse a unos pocos pasos. Empujé la puerta, creo que un poco mareado, quizás empezaba a tener fiebre y por eso tenía tanta sed. Las baldosas eran blancas y grises, con flores rojizas en el centro, y resonaban al pisarlas. Sobre una repisa, en una esquina del patio diminuto, con plantas de grandes hojas que acentuaban la humedad, estaba el botijo, sobre una repisa cubierta con un paño de ganchillo, uno de aquellos botijos de invierno que había entonces, de cerámica policromada y vidriada, un botijo en forma de gallo, recordé con toda exactitud, de los que hacían los alfareros en la calle Valencia. Bebí y el agua tenía una consistencia de caldo y un sabor de fiebre. Volví por el pasillo y de pronto me vi perdido: no estaba en la barbería, sino en un sitio que tardé en identificar como el portal del zapatero, y a quien vi fue al apóstol San Mateo en carne y hueso, aunque con un mandil de cuero y no una túnica de cofrade o de santo, sin barba, con un puro chato y apagado en un lado de la boca y una tachuela en el otro. «Anda, sacristán, pero qué haces tú aquí, vaya susto que me has dado.»
Como aquella vez, ahora lo miraba y tampoco sabía qué decirle. De cerca era mucho más viejo y ya no se parecía al San Mateo inmutable de la Ultima Cena. Ni su mirada ni su sonrisa estaban dirigidas a mí: permanecieron idénticas cuando dije su nombre y adelanté la mano para saludarlo, cuando le conté torpe y embarulladamente quién era yo, y quise recordarle los nombres de mis padres y el apodo que en otros tiempos tenía mi familia. Apretando flojamente mi mano asentía y miraba hacia mí, aunque no daba la impresión de que estuviera viéndome, o concentrando en algo la atención de sus ojos, que hasta un momento antes me habían parecido observadores y vivaces. Más que ladeado, llevaba el sombrero torcido, como si se lo hubiera puesto de cualquier modo al salir de su casa, o con el desaliño de quien ya no se ve bien en los espejos. Le recordé que mi madre fue siempre parroquiana de su zapatería -entonces las tiendas tenían parroquianos, no clientes- y que mi padre, también muy aficionado a los toros, participó muchas veces en sus tertulias, y en las de la barbería contigua de Pepe Morillo, la que estaba comunicada con su portal por un patio interior. Mateo escuchaba esos nombres de personas y lugares con el gesto de quien no llega a acordarse del todo de algo muy lejano. Inclinaba la cabeza y sonreía, aunque también me pareció advertir en su cara una expresión de recelo o alarma, o de incredulidad, quizás temía que yo quisiera timarlo o atracarlo, como cualquiera de los maleantes que rondaban por las cercanías, que intercambiaban furtivamente cosas acuclillados en grupos junto a la entrada del metro. Yo tenía que irme, se me hacía muy tarde para una cita que ya quizás estaba fracasada de antemano, no había desayunado, tenía el coche aparcado en doble fila, y Mateo Zapatón seguía sujetando mi mano con distraída cordialidad y me sonreía con la boca entreabierta, con la mandíbula inferior un poco caída y un brillo de saliva en las comisuras de los labios.
– ¿No se acuerda, maestro? -le dije-. Usted me llamaba siempre sacristán.
– Claro que sí hombre, cómo no -guiñó los ojos, se adelantó un poco hacia mí, y entonces me di cuenta de que ahora yo era más alto que él, me puso la otra mano en el hombro, como en una tentativa benévola de no defraudarme-. Sacristán.
Pero ni siquiera parecía que recordara el significado de esa palabra, que repitió de nuevo mientras seguía sujetándome la mano que yo ahora quería desprender, atrapado, angustiado por irme. Me aparté de él y siguió quieto, la mano de palma blanda y húmeda que había sujetado la mía aún ligeramente levantada, el sombrero con la pequeña pluma verde torcido sobre la frente, solo como un ciego en mitad de la plaza, sustentado sobre la gran peana de sus zapatones negros.