Godino me explicó la historia, no sin prometerme que me contaría otras aún más sabrosas: las figuras del trono, como casi todas las de nuestra Semana Santa, fueron esculpidas por el célebre maestro Utrera, según Godino uno de los artistas más importantes del siglo, que no obtuvo el reconocimiento que se merecía por haber preferido quedarse en una ciudad tan hospitalaria, aunque tan apartada, como la nuestra. Siendo un escultor genial, Utrera también fue un tremendo bohemio, y andaba siempre comido de deudas y perseguido por los acreedores, uno de los cuales, el más constante y también el más perjudicado, era aquel sastre del Real, que le hacía a medida sus camisas con monogramas, sus chalecos ceñidos, sus trajes con una hechura como los de Fred Astaire y hasta los batones flotantes que se ponía Utrera para trabajar en el taller. Cuando la deuda ya alcanzaba una cuantía inaceptable, el sastre se presentó en el café Royal, donde se reunía cada tarde la tertulia literaria y artística capitaneada por Utrera, y llamó en público al escultor sinvergüenza y ladrón, agitando vanamente en su cara el puñado de facturas impagadas. Muy digno, pequeño y recto, como empaquetado de tan elegante en el traje a lo Fred Astaire que no había pagado ni pensaba pagar, el escultor miró hacia otra parte mientras camareros y amigos sujetaban al sastre, que tenía los ojos saltones y la cara sudorosa por la ira, y que acabó marchándose tan de vacío como había venido, no sin haber recogido ignominiosamente del suelo del café las facturas que se le habían caído de las manos en el calor de su berrinche, como valiosas pruebas de una injuria que según amenazó sería reparada por los tribunales. Cuál no sería su sorpresa, me dijo Godino, anticipando el golpe con una gran sonrisa en su cara astuta y jovial, cuando unas semanas más tarde, el primer miércoles de Semana Santa en que desfilaba el nuevo grupo escultórico de la Santa Cena (el antiguo, como casi todos, lo habían quemado los rojos durante la guerra), el sastre vio con sus propios ojos lo que personas veloces y malévolas ya le habían contado, lo que ya corría por toda la ciudad, en palabras de Godino, «como un reguero de pólvora»: la cara torcida de Judas, la cara verde que se apartaba de la mirada bondadosa y acusadora del Redentor para examinar con codicia una bolsa mal escondida de monedas, era su vivo retrato, exactamente fiel a pesar de la exageración cruenta de la caricatura: aquellos mismos ojos saltones que miraron al escultor en el café como queriendo taladrarlo, «o petrificarlo, como los ojos de la Medusa», dijo Godino, que al enardecerse en sus relatos declamaba sus palabras preferidas: «¡Y la nariz semítica!». Al decir ese adjetivo Godino hacía un gesto adelantando la cara y mirando como debió de mirar el sastre al descubrir su retrato en la figura de Judas, y torcía o fruncía su nariz, que era pequeña y más bien chata, como si la enunciación de la palabra «semítica», en la que se deleitaba tanto que la repitió dos o tres veces, tuviera la virtud de volverle también a él tan narigudo como el sastre y como Judas, y como todos los sayones y fariseos de los pasos de Semana Santa, los judíos que le escupieron al Señor, según decíamos los niños en nuestros juegos de tronos y desfiles: había, en las calles empedradas o de dura tierra de entonces, otras semanas santas infantiles, y los niños desfilábamos en ellas tocando tambores hechos con grandes latas de conservas vacías, y trompetillas de latón o de plástico, y hasta paseábamos tronos que eran cajones de madera o cartón, y nos poníamos capirotes de papel de periódico.
Los dos llevan muertos ya mucho tiempo, el sastre irascible y el escultor bohemio y moroso, pero el bromazo vengativo del uno contra el otro perdura en las facciones torvas y todavía iluminadas de verde del Judas de la Santa Cena, aunque cada vez queda menos gente que pueda identificarlas, o que se acuerde de esas historias del pasado que cuenta Godino, no sé si inventándolas enteras, de tanto como las redondea y las adorna. Tampoco habrá muchos que reconozcan el modelo real de otro de los apóstoles, el San Mateo que se vuelve hacia Cristo entre devoto y asustado, las altas cejas subrayando el asombro de los ojos, porque es el momento en que su maestro acaba de decir que esa noche uno de los doce le va a traicionar, y todos se asustan y se escandalizan, hacen gestos ampulosos de dignidad herida, preguntando, «Maestro, ¿soy yo?», y entre tanto barullo ninguno se da cuenta de la cara verde y rencorosa de Judas, ni repara en el bolsón hinchado de monedas que nuestras madres nos señalaban cuando éramos niños y nos subían en brazos cuando pasaba por delante el trono de la procesión.
No me hacía falta que Godino me explicara que aquel noble San Mateo, recio de cuerpo y colorado de carrillos, era el vivo retrato de Mateo Zapatón, que tuvo así su instante de gloria pública la misma noche de Semana Santa que el sastre acreedor se hundía en el ridículo. Después de tomarse las medidas de los trajes en la sastrería, el escultor Utrera cruzaba la calle Real y le encargaba a Mateo sus zapatos hechos a mano, cuando tenía dinero o perspectivas de cobrar, y le llevaba los pares viejos para que se los remendara en los tiempos difíciles. Pero a diferencia del sastre, Mateo Zapatón jamás le recordaba a Utrera las cuentas atrasadas, en parte por el fatalismo algo poltrón de su carácter, que le inclinaba a acomodarse a todo, y en parte también porque le tenía al escultor una admiración fervorosa, que se acentuaba hasta la rendida gratitud cada vez que el maestro pasaba por la zapatería y se quedaba horas charlando con él, ofreciéndole sus cigarrillos rubios, contándole historias de sus viajes por Italia y de su vida en los círculos artísticos de Madrid de antes de la guerra. «Amigo Mateo», le decía el escultor, «tiene usted una cabeza clásica que merecería ser inmortalizada por el arte». Dicho y hecho: Mateo nunca llegó a cobrarle ni un céntimo, pero dio por cancelada la deuda cuando vio con un golpe de vanidad y de pudor su cara indudable entre las de los apóstoles, y también la hechura corpulenta de sus hombros y aquel gesto tan suyo de mirar de lado, hacia arriba, desde la altura tan escasa del taburete en el que se pasaba la vida. Siendo él penitente y directivo de la cofradía de la Ultima Cena, ¿podía imaginar una honra más grande que la de ser incluido entre los comensales? Cada rasgo, la actitud entera del santo evangelista, era de una fidelidad portentosa, salvo la barba, que el Mateo de carne y hueso no llevaba, aunque parece que estuvo a punto de dejársela, lo cual habría sido un atrevimiento inconcebible en aquellos años de bigotes finos y caras rasuradas. La sastrería estaba casi enfrente de su portal de zapatero, pero el sastre agraviado, cuando se cruzaba con él por la otra acera, bajaba la cabeza o miraba hacia otro lado, la cara más verdosa y la nariz más semítica que nunca, y a Mateo, como a tantos otros, le entraba tal gana de reír que se tapaba la boca para aguantarse, y se le ponían colorados los carrillos, más propios de un muñecón de falla valenciana que de la imagen piadosa de un evangelista.
Con un sobresalto de alegría vi en medio de la ciudad hostil esa cara venida de mi infancia, vinculada a los recuerdos más dulces de mi ciudad y de mi vida. De niño mi madre me mandaba muchas veces al portal de Mateo Zapatón, que sin conocerme de nada solía darme una palmadita en la cara y me llamaba «sacristán». «Vaya, sacristán, poco te han durado esta vez las medias suelas»; «Dile a tu madre que no tengo cambio, sacristán, que ya me pagará ella cuando venga». El portal era muy alto y estrecho, casi como un armario, y estaba separado de la calle por una puerta de cristales, que Mateo sólo cerraba en los días más rigurosos de invierno. Todo el espacio disponible, incluidos los laterales del cajón que usaba como mesa de trabajo y mostrador, estaba cubierto de carteles de toros y de Semana Santa, las dos pasiones del maestro zapatero: carteles pegados con engrudo, ya amarillos por los años, superpuestos algunos encima de los otros, anuncios de corridas celebradas a principios de siglo o en la feria del año anterior, en una confusión de nombres, lugares y fechas que alimentaba la erudición charlatana de Mateo, casi siempre rodeado de contertulios, con un cigarro o una tachuela entre los labios, o las dos cosas a la vez, narrador incansable de faenas históricas y de anécdotas del mundo taurino, que él conocía muy de cerca, porque los presidentes de las corridas de toros solían pedirle que les hiciera oficiosamente de consejero o asesor. Se le quebraba la voz y los ojos se le llenaban de lágrimas cuando rememoraba ante sus contertulios la tarde de luto en que vio, desde una grada de sol de la plaza de Linares, cómo el toro Islero embestía a Manolete. «Que te va a coger, no te arrimes tanto», decía que le había gritado él desde su grada, y se inclinaba como si estuviese en la plaza y hacía bocina con las manos, poniendo una cara trágica de anticipación, viviendo otra vez el instante en que Manolete aún podía haberse salvado de la cornada homicida, «la cornada fatídica», como decía Godino al imitar el relato y los aspavientos del zapatero apasionado, del que siempre me prometía que iba a contarme una gran historia misteriosa, un secreto que sólo él conocía en sus detalles más picantes.