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Sherezade

Estaba tan nerviosa según cruzábamos aquellos salones dorados que me temblaban las piernas y hubiera querido apretar la mano de mi madre, que iba un poco delante de mí, muy seria y callada, como todos los de la comitiva, ella vestida de negro, de luto por mi padre y mi hermano, y los demás con sus trajes oscuros, muy tiesos, muy formales, algunos con uniformes, con medallas, todos igual de nerviosos que yo, aunque lo disimularan, igual de emocionados, tan en silencio que no se oían nada más que los pasos de todos en los suelos de mármol, como si anduviéramos por las naves de una catedral, y yo al lado de mi madre, como casi siempre en mi vida, emocionada y asustada, con un nudo en la garganta, mirándole el perfil que no se volvía ni un momento hacia mí, tan recta como iba, más alta y más fuerte que yo, y con su orgullo de viuda y madre de héroes, mi madre que me habría mirado con su cara entre severa y de burla si no me hubiera contenido y hubiera intentado apretar su mano, dejarme llevar y sostener por ella, como cuando era niña y me llevaban en una manifestación y yo apretaba su mano tan fuerte que me dolían los dedos, porque tenía miedo de que empezara el tumulto y mi madre y mi padre se apartaran de mí, de que cargaran los guardias y me pisoteara la gente que huía y los caballos que oíamos relinchar y golpear en el suelo con los cascos antes de que sus jinetes les espolearan para saltar contra nosotros. Unos soldados o ujieres nos guiaban por aquellos pasillos y pasaban delante de nosotros para abrir las puertas, que eran altísimas y doradas unas veces, y otras tan normales como puertas de oficina, y cada vez que cruzábamos una a mí se me encogía el corazón y pensaba, ahora es cuando vamos a verlo, cuando lo voy a tener tan cerca que estrecharé su mano, si es que no me desmayo, o si no me echo a llorar como una tonta, como dice mi madre, que tengo reacciones de chiquilla, aunque entonces ya no lo era, ni mucho menos, iba a cumplir muy pronto veinticinco años, en enero, y estábamos en diciembre, el 21 de diciembre de 1949, el día del cumpleaños de Stalin, y todos nosotros íbamos a tener la oportunidad de felicitarlo, en nombre de nuestro partido y de los obreros españoles, con más solemnidad que otras veces, porque eran setenta años los que cumplía, y aquel aniversario fue una gran fiesta para todos los comunistas y los trabajadores del mundo. Había gente de otros países en aquella visita, me parece, más camaradas de partidos extranjeros, porque me acuerdo que el salón adonde nos llevaron era grande y estaba lleno de gente, aunque no se levantaban mucho las voces, sólo un poco, para los discursos, y ni siquiera mucho entonces, yo creo que estábamos todos igual de emocionados, sobrecogidos, no sé si es la palabra española, muchas veces voy a decir algo y cuando he empezado a hablar me doy cuenta de que estoy diciéndolo en ruso, y que me faltan las palabras en español. Estaban encendidas unas arañas enormes, pero no daban mucha luz, o es que había humo, o que el cielo estaba muy oscuro detrás de los ventanales, aunque era de día, lo recuerdo todo un poco brumoso, y también que no pude acercarme mucho a Stalin, no le estreché la mano, no sé si porque mi madre me hizo un gesto para que no me pusiera en la fila, o porque alguien me echó hacia atrás, y me quedé en otro grupo, al fin y al cabo yo no era nadie, me había permitido unirme a nuestra delegación porque le supliqué a mi madre que me llevara con ella, que cuando yo tuviera hijos y nietos quería poder contarles que una vez en mi vida había visto de cerca y con mis propios ojos a Stalin.

Estaba tan nerviosa que no me fijaba mucho en lo que pasaba a mi alrededor, o no lo entendía, lo veía todo casi tan borroso como lo recuerdo ahora, con aquella poca luz, con las voces que se escuchaban tan bajo. Pero a Stalin sí que lo pude ver bien, a pesar de ese humo o esa niebla que había, y de la luz tan mala que daban las arañas, estaba sentado en el centro de una mesa muy larga, charlaba con alguien, sin ninguna formalidad, fumaba y se reía, y yo casi tenía que pellizcarme para creer que era verdad que estaba viéndolo, en carne y hueso, inconfundible, como alguien de mi familia, como cuando era niña y veía a mi padre entre los demás hombres, pero también muy distinto, no sé cómo explicarlo, porque era como los retratos suyos que habíamos visto desde siempre en todas partes y sin embargo no se parecía demasiado a ellos: era mucho más viejo, y más pequeño, yo me fijé y vi sus piernas cortas debajo de la mesa y sus botas cruzadas, y cuando se reía la cara se le llenaba de arrugas y tenía los dientes muy pequeños y estropeados, o muy negros del tabaco, y el uniforme le venía un poco grande, pero precisamente por eso me emocionó mucho más de lo que yo había esperado, y de otra manera, porque había creído que vería a un gigante en la plenitud de su fuerza y resultaba que Stalin era un hombre viejo y cansado, como lo había sido mi padre al final de su vida, y que siendo más frágil de lo que yo nunca pude imaginar había tenido la fortaleza inmensa que hizo falta para luchar contra el zar, para dirigir la construcción del socialismo y para ganar la guerra contra los nazis, y se veía que tantos años de esfuerzo y de sacrificio le habían agotado, como agotaron a mi padre los años en la mina y en la cárcel, y tenía cara de dormir mal y se quedaba de vez en cuando ausente, como pensando en otra cosa mientras alguien le hablaba, o mientras escuchaba un discurso, hasta me daba pena de él, con ese color de piel tan desmejorado que tenía, tantos años sin descansar nunca, desde que era un muchacho en tiempos de los zares y lo deportaron a Siberia. Luego mi madre me decía, burlándose de mí, tenías que haber visto la cara que ponías mirándolo, se te quedaba la boca abierta, como si estuvieras viendo a un artista de cine. Pero entonces pasó una cosa, mientras yo miraba tan fijamente a Stalin, sin darme cuenta de que no apartaba los ojos de él, de que no veía a nadie más, ni siquiera a las personas que había a mi lado en la mesa, que se me han olvidado por completo. Miraba a Stalin queriendo quedarme con todos los detalles de su cara y sintiendo un poco de lástima por él, por lo fatigado que me parecía, por lo grande que le quedaba la chaqueta del uniforme, y entonces sentí como una punzada, como cuando se toca un cable suelto y te da una descarga eléctrica. Alguien estaba mirándome, muy fijo, con mucha frialdad, pero también con mucha rabia, como reprobando mi mala educación por mirar tan descaradamente a Stalin, un hombre pequeño y calvo que estaba sentado muy cerca de él, con gafas, con unas gafas antiguas, de pinza, y un corbatín y un cuello alto postizo también antiguos. Me quedé helada, me acuerdo y todavía me viene un escalofrío, era Lavrenty Beria el que me estaba mirando, pero a mí no me dio miedo porque fuera el jefe del NKVD, sino por cómo eran sus ojos, que parecía que atravesaban la distancia que nos separaba como si no hubiera nada en medio, detrás de aquellos cristales redondos y pequeños, sujetos con una pinza a la nariz. Me miraba igual que miraría a un insecto, como diciéndome, quién te has creído que eres tú para mirar a Stalin con esa desvergüenza, cómo has podido colarte en este lugar, pero había algo más, y yo era entonces tan tonta que no me daba cuenta, aunque por instinto sentí un poco de asco, como el que me daban esos hombres que se me quedaban mirando cuando vivía en la residencia de niñas y yo no entendía por qué respiraban tan fuerte y me miraban tan fijo o los que se rozaban contra mí aprovechando la bulla de un tranvía. Fue un instante, y yo enseguida aparté los ojos, y ya no me atreví a mirar de nuevo hacia Stalin, y todo el rato estuve sintiendo esa mirada que a lo mejor seguía fija en mí, que había bajado con toda frialdad y descaro de mis ojos a mi boca y luego a mi cuello y a mi escote. Ahora que lo pienso, ya no quedará mucha gente en el mundo que se acuerde de los ojos de Beria, que dejaban de verse cuando la luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.

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