__Te dije que no echaras la llave -repetía-. Y tú no me quisiste hacer caso.
– ¿Por qué no pedimos ayuda?
– Se reirán de nosotras, dos judías ridículas. A quién se le ocurre quedarse encerrado de este modo en una habitación.
Pero tuvieron que pedir ayuda: unos minutos después, su madre, ya fuera de control, con la boca desencajada y los ojos vidriosos de miedo, el miedo que tuvo en la huida de cuatro años atrás y del que había salvado a su hija, golpeaba la puerta con desesperación y pedía socorro a gritos. Habían intentado abrir la ventana: también era imposible, aunque no se veía ningún cerrojo, y desde luego no había cerradura.
Oyeron con alivio pasos que subían la escalera y se acercaban por el corredor. El dueño del hotel, con la ayuda de un alambre, logró extraer de la cerradura el trozo de llave que se había quedado en ella, pero cuando introdujo la llave maestra la puerta tampoco se abrió. Desde un lado y el otro era empujada, sacudida, golpeada, pero la puerta permanecía firmemente cerrada, y era de una madera demasiado gruesa y con goznes muy sólidos para que pudieran derribarla.
Su madre se ahogaba, me dijo Camille Safra. Se había sentado en la cama, con su vestido negro de viaje, su abrigo viejo y su pequeño sombro, con sus zapatos anchos y torcidos, y respiraba con la boca muy abierta y agitando mucho las aletas de la nariz, y se estrujaba las manos o se cubría la cara con ellas, como cuando bajaban a los refugios, en las alarmas del principio de la guerra. No vamos a salir nunca de aquí, repetía, no teníamos que haber vuelto, esta vez no van a dejarnos salir. La niña tomó entonces una decisión de la que cuarenta y tantos años después aún estaba orgullosa. Tiró la jarra del lavabo contra la ventana, y al romperse el cristal entró en la habitación el aire fresco y húmedo de la mañana. Pero había demasiada altura como para que pudieran saltar hacia el patio, y no acababa de aparecer la escalera de mano que alguien había ido a buscar.
La puerta no pudieron abrirla: una hora después abrieron otra puerta condenada que había en la habitación, oculta detrás de un armario que la madre y la hija debieron agotadoramente apartar.
Aún lograron alcanzar un tren hacia París esa misma mañana. Su madre la llevaba de la mano, apretándosela mucho, y le decía que iban a volver enseguida a Dinamarca, y que ella nunca más pisaría Francia. En el departamento del tren estaba tan pálida y tenía un aire tan gastado como si llevara viajando mucho tiempo, igual que tantos refugiados y apátridas que se veían entonces deambulando por las estaciones, aguardando días y semanas enteras a que llegasen trenes que no tenían horarios ni destinos precisos, porque en muchos lugares las vías estaban reventadas y los puentes habían sido destruidos por los bombardeos o los sabotajes. Un caballero que tenía un aire de penuria digna muy parecido al de ellas dos le ofreció a la niña la mitad de una naranja que había extraído de un pañuelo muy limpio y pelado con suma pulcritud mientras ellas intentaban no mirar ni percibir aquel aroma ácido y tentador que llenaba el aire borrando los hedores usuales de ropa sudada y humo de tabaco. Era la primera persona que les sonreía abiertamente desde que llegaron a Francia. Trabaron conversación, y la madre dijo el nombre del pueblo y el del hotel en el que habían pasado la noche. Al escucharlo, el hombre dejó de sonreír. También era la única persona que habían encontrado que hablara sin cautela ni miedo.
– Era un buen hotel antes de la guerra -les dijo-. Pero yo no lo pisaré nunca más. Durante la ocupación los alemanes lo convirtieron en cuartel de la Gestapo. Ocurrieron cosas terribles en esas habitaciones. La gente pasaba por la plaza del pueblo y escuchaba los gritos, yhacía como si no escuchara nada.
Cuando dejó de hablar, Camille Safra movió despacio la cabeza, sonriendo, con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos y los tenía húmedos y muy brillantes. Habrían sido unos ojos muy hermosos en su juventud, o cuando viajaba con su madre a través de Francia en aquel tren y ella miraba con disimulo y envidia la naranja que el hombre del vagón pelaba tan cuidadosamente sobre un pañuelo blanco. Me contó que su madre, al final de su vida, en la habitación del hospital donde ella pasaba las noches haciéndole compañía, se despertaba a veces de una pesadilla y le pedía que no cerrara la puerta con llave, respirando con la boca abierta, mirándola con los ojos dilatados por un miedo que no era sólo el de su muerte próxima sino también, y quizás más angustiosamente, el de la muerte de la que ella y su hija habían escapado hacía cuarenta y cinco años.
Al final de la comida en la Unión de Escritores hubo varios brindis de un fervor etílico muy acentuado, pero no recuerdo si alguno fue en mi honor, o si lo hicieron en danés y yo no llegué a enterarme. De aquel viaje a Copenhague el recuerdo más preciso que me queda, aparte de la estatua misántropa de Kierkegaard y el tejadillo andaluz del Pepe's Bar, es el del viaje de aquella señora llamada Camille Safra en el otoño lluvioso y lúgubre del final de la guerra en Europa. En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes. Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Pero yo, algunas veces, mirando a algunos viajeros que no hablan con nadie, que permanecen callados y herméticos junto a mí en su butaca del avión o beben su copa en la cafetería del tren o miran fijamente el monitor donde transcurre una película, me pregunto que historias sabrán y no cuentan, qué novelas lleva cada uno consigo, de qué viajes vividos o escuchados o imaginarios se estarán acordando mientras viajan en silencio a mi lado, un poco antes de desaparecer para siempre de mi vista, caras ni siquiera recordadas, como la mía para ellos, como la de Franz Kafka en el expreso de Viena o la de Niceto Alcalá Zamora en un autobús que recorre los paisajes desolados del norte de Argentina.
Quien espera
Y tú qué harías si supieras que en cualquier momento pueden venir a buscarte, que tal vez ya figura tu nombre en una lista mecanografiada de presos o de muertos futuros, de sospechosos, de traidores. Quizás ahora mismo alguien ha trazado una señal a lápiz al lado de tu nombre, ha dado el primer paso en un procedimiento que llevará a tu detención y acaso a tu muerte, o a la obligación inmediata del destierro, o por ahora tan sólo a la pérdida del trabajo, o a la de ciertas ventajas menores a las que en principio no te cuesta demasiado renunciar.
A Josef K. le notificaron su procesamiento y nadie lo detuvo ni pareció que estuvieran vigilándolo. Tú lo sabes, o al menos deberías imaginarlo, has visto lo que les ocurría a otros muy cerca de ti, vecinos que desaparecen, o que han tenido que huir, o que se han quedado como si no hubiera ningún peligro, como si la amenaza no fuera con ellos. Has oído de noche pasos en la escalera y en el corredor que llevan a la puerta de tu casa y has temido que esta vez vinieran por ti, pero han cesado antes de llegar o han pasado de largo, y han sonado en otra puerta los golpes, y el coche que has oído alejarse más tarde se ha llevado a alguien que podías haber sido tú, aunque prefieras no creerlo, aunque te hayas dicho a ti mismo, queriendo en vano serenarte, que a ti no tienen motivo para detenerte, que ni tú ni los tuyos estáis incluidos en el número de los condenados, al menos por ahora. De qué podrán acusarte, si tú no has hecho nada, si no te has señalado nunca. En ningún momento, a Josef K. lo acusaron de nada, salvo de ser culpable. Perteneces al Partido desde que eras muy joven y admiras sin reserva al camarada Stalin, cuyo retrato tienes colgado en el comedor de tu casa. Eres judío, pero sólo de origen, tus padres te educaron en la religión protestante, en el amor a Alemania, te alistaste voluntario en el verano en cuanto se declaró la guerra, te concedieron cruz de hierro por bravura en el combate, no perteneces a ninguna organización judía, no sientes la menor simpatía hacia el sionismo, pues íntimamente, por tu educación, por tu lengua, hasta por tu aspecto físico, eres sólo alemán.