En los años que le quedan de vida Münzenberg huye y no se rinde, cobra conciencia de la magnitud y la cercanía cada vez más segura del horror, sus ojos claros dilatados de lucidez y espanto, su inteligencia todavía alimentada por voluntad incesante. En 1938 le expulsan del Partido Comunista Alemán acusándole de espía y provocador al servicio de la Gestapo y nadie sale en su defensa. Aún le queda energía para fundar un periódico, para denunciar en sus páginas la doble amenaza del comunismo y el fascismo y urgir a la resistencia popular contra ellos, al despertar urgente del letargo idiotizado y cobarde de las democracias, que han abandonado a la República Española y tolerado el rearme agresivo y la brutal chulería de Hitler, que le han entregado Checoslovaquia creyendo que lograrían saciarlo, apaciguarlo temporalmente al menos. En su periódico Willi Münzenberg vaticina que Hitler y Stalin firmarán un pacto para repartirse el dominio de Europa, y también que al cabo de no mucho tiempo Hitler se revolverá contra su aliado e invadirá la Unión Soviética, pero nadie lee ese periódico, nadie da crédito a esos delirios de un hombre que parece enloquecido, dedicado a confirmar con la extravagancia de su comportamiento y de sus palabras las peores sospechas que se venían formulando contra él, a labrarse el descrédito y la ruina con la misma desatada energía con que en otros tiempos levantó un imperio económico y un laberinto de organizaciones internacionales.
Tan raro como que existiera alguna vez ese hombre es que casi no queden rastros de su presencia en el mundo. Quién sabe si quedará vivo alguien que lo conociera y lo recuerde. Babette Gross, que le sobrevivió tantos años, también es una sombra. En una cinta grabada por Stephen Koch suena todavía su voz que hablaba inglés con un acento rancio y exquisito, y en el recuerdo de ese hombre queda el brillo fiero de sus ojos al fondo de los cuévanos que ya traslucían la forma de la calavera.
Pero hay una parte final de la historia que esa mujer no sabía y que no puede contar nadie, a no ser que viva todavía el hombre que ató una cuerda alrededor del cuello fornido de Willi Münzenberg y lo colgó luego de la rama de un árbol, en medio de la espesura de un bosque francés, en la primavera de 1940. No hay testigos, nunca llegó a saberse quiénes eran los dos hombres que estaban con Willi Münzenberg la última vez que alguien lo vio, sentado a la puerta de un café, en un pueblo francés, en un atardecer templado de junio, bebiendo algo y conversando, en una actitud perfecta de naturalidad, como si no existiera la guerra, como si no avanzaran torrencialmente por las carreteras que van hacia Paris los carros de combate alemanes.
Los tres hombres se fueron del café y nadie recuerda haberlos visto, tres desconocidos sin nombre en la gran riada de la guerra y la vergüenza de la capitulación. Meses más tarde, en noviembre, un cazador que se interna en el bosque con la primera luz del día, sigue a su perro que husmea excitadamente con el hocico muy cerca del suelo y encuentra un cadáver medio oculto por las hojas otoñales encogido en una posición muy peculiar, las rodillas dobladas contra el pecho, el cráneo medio seccionado por el roce de una cuerda que se ha ido hendiendo en él durante el proceso de la descomposición. Con los ojos abiertos en la oscuridad de mi insomnio imagino una luz tenue, entre azulada y gris, desleída en la niebla, el ruido de las hojas rozando contra las botas mojadas del cazador, el jadeo y los gruñidos, la impaciencia lastimera, la respiración sofocada del perro mientras hunde el hocico en la tierra blanda y porosa. Me pregunto qué rastros permitieron atribuir a ese cadáver desfigurado y anónimo la identidad de Willi Münzenberg, y si la estilográfica que yo he visto en la foto del libro de Koestler estaba todavía en el bolsillo superior de su chaqueta.
Olympia
Días antes de irme ya vivía trastornado por el imán del viaje, atraído por su influjo magnético hacia la fecha y la hora de la partida, que se acercaban con tanta lentitud. Aún no había empezado a irme y ya estaba yéndome, tan imperceptiblemente que nadie hubiera podido advertir mi ausencia de los lugares y las cosas, los lugares donde vivía y donde trabajaba y las cosas que eran prolongaciones de mí mismo y signos y rastros de mi existencia, de mi vida inmóvil de entonces, circunscrita a una sola ciudad y dentro de ella a unas pocas calles, la ciudad en la que había acabado instalándome más bien por azar y las calles que recorría a horas fijas entre mi casa y la oficina, o entre ésta y los bares adonde iba a desayunar cada mañana con mi amigo Juan, en la media hora justa de libertad que me concedían los reglamentos laborales y que administraban los relojes donde introducíamos al salir nuestra ficha personal como si fuera un ábrete sésamo.
Nunca he vivido tan obsesionado por viajes imposibles como entonces, tan enajenado de mí mismo, de todo lo tangible, lo real, lo que tenía cerca. No es que una parte decisiva de mí permaneciera siempre oculta a los ojos de todos: yo era lo que estaba escondido, yo consistía en mi secreto y en mi trivial clandestinidad, y el resto, lo exterior, la cáscara, lo que veían los otros, no me importaba nada, no tenía nada que ver conmigo. Un empleado municipal de muy pobre cualificación, auxiliar administrativo, aunque con mi plaza en propiedad, casado, con un hijo pequeño. Con vanidad literaria quería refugiarme en mi condición de desconocido, de escondido, pero lo cierto es que también había en mí una propensión a la conformidad tan acentuada al menos como mi instintiva rebeldía, con la diferencia de que la conformidad era práctica y real, mientras que de la rebeldía llegaba a traslucirse ocasionalmente de cara a los demás una confusa actitud de disgusto, si exceptúo mis conversaciones de cada mañana con Juan que tenía entonces una vida muy semejante a la mía y trabajaba unos cuantos despachos más allá.
Iba a mi Oficina, y aunque no tenía nada que ver con mis compañeros, me complacía que me consideraran uno de ellos. Había aprobado oposiciones, me había casado por la iglesia, y a los nueve meses de la boda había nacido mi hija. A veces me asaltaba de golpe el remordimiento por no haber sabido o podido atreverme a otra clase de vida, una nostalgia aguda de otras ciudades y de otras mujeres, ciudades en las que no había estado nunca, mujeres que recordaba o inventaba, de las que me había enamorado en vano o a las que imaginaba haber perdido por falta de coraje. Una mujer, sobre todo, de la que seguía acordándome aunque llevaba cinco años sin verla, y que ahora vivía en Madrid, casada también, con uno o dos hijos, no estaba seguro, porque sólo recibía muy de tarde en tarde noticias indirectas de ella, estremeciéndome aún cuando alguien me decía su nombre.
Había dos mundos, uno visible y real y otro invisible y mío, y yo me adaptaba mansamente a las normas del primero para que me dejaran refugiarme sin demasiada molestia en el segundo. De vez en cuando, tantos años después, sueño con aquellos tiempos en la oficina, y la sensación que tengo no es de agobio, sino de placidez y melancolía. Sueño que me incorporo al trabajo después de una ausencia muy larga, y lo hago sin angustia, sin que haya quedado en esa parte de la inconsciencia que alimenta los sueños ningún rastro de las amarguras y las estrecheces de entonces.
Ahora, al cabo de los años, entiendo que mi apariencia dócil no era sólo una máscara, la identidad falsa de un espía, sino también una parte sustancial y verdadera de mí mismo: la parte amedrentada y obediente que siempre ha existido en mi carácter, la satisfacción de tener ante los demás una presencia respetable, hijo y alumno y luego empleado y marido y padre modelo. En mis sueños de regreso a la oficina municipal de la que me marché hace tanto tiempo mis compañeros me reciben muy afectuosamente, y no se extrañan de que haya vuelto ni me preguntan los motivos de una ausencia tan larga. Durante años me gustó recordar, fabulándolas, las rebeldías turbulentas de mi adolescencia, pero ahora no creo que formasen más parte de mi carácter que el afán de conformidad que me guió tan poderosamente hasta el final de la infancia, y que volvió sin duda a actuar sobre mí en la vida adulta cuando acepté casarme y no me negué a cumplir un cierto número de obligaciones o humillaciones laterales que en el fondo me provocaban una sorda hostilidad: la boda por la iglesia, el simulacro de comunión, el banquete familiar, todo lo que estaba prescrito desde siempre y yo obedecía sin resistencia al pie de la letra. Sabía que estaba equivocándome, pero no me costaba nada dejarme llevar, y había momentos en los que me engañaba con cierto éxito a mí mismo, igual que engañaba o estafaba a la mujer con la que estaba casándome sin verdadera convicción y a los parientes que en ambas familias se congratulaban de que por fin hubiese terminado un noviazgo tan dudoso, tan errático y largo. Nunca pensaba en la responsabilidad de ese silencio, en la amargura y la dosis de mentira que yo estaba sembrando, fuera de mí mismo, del ámbito secreto de mis fantasmagorías, en la vida real de quien estaba a mi lado.