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Al cabo de unos días idénticos llaman a la puerta. Las caras tensas y pálidas de Münzenberg y Babette se encuentran después de un instante de incertidumbre con las caras tan familiares y sin embargo ahora tan extrañas de Heinz y Margarete Neumann, los únicos que se han decidido o se han atrevido a visitarles. Quizás se atreven porque ya se saben condenados, porque ellos también viven aislados en una soledad de enfermos contagiosos. Al infectado sólo se acerca sin recelo quien lleva consigo la misma infección. Los cuatro juntos, las dos hermanas rubias y los dos hombres de origen obrero, las cuatro vidas atrapadas. Hablan en voz baja, muy cerca los unos de los otros, los cuatro con los abrigos puestos, en la habitación helada del hotel de Moscú, susurrando por miedo a los micrófonos, tantas cosas que contarse al cabo de tantos años de separación, tan poco tiempo para decirlo todo, para intercambiar advertencias, en cualquier momento hombres con gabardinas de cuero negro muy semejantes a las de la Gestapo pueden golpear en la puerta de la habitación o derribarla a patadas.

Se despiden y saben que no volverán a verse los cuatro juntos nunca más, y a los pocos meses Heinz Neumann es arrestado y desaparece en las oficinas y en los calabozos de la prisión Lubianka, delante de la cual hay una estatua gigantesca de Feliz Dzerzinsky, el aristócrata polaco que fundó la policía secreta de Lenin, y al que Münzenberg conoció muy bien en los primeros tiempos de la Revolución.

Pero el pasado ya no cuenta, incluso puede convertirse en un atributo de la culpabilidad. Dice Arthur Koestler que ministros y duques se indinaban ante la enérgica y ruda autoridad de Willi Münzenberg, pero en Moscú nadie lo recibe, nadie responde a sus llamadas. Lo fue todo y no es nadie: el pasado es tan remoto, tan irreal en la distancia, como las luces nocturnas de Paris y recordadas en la monotonía lóbrega de las noches de Moscú, en las que no hay más faros que los de los automóviles negros de la policía secreta.

Él, Münzenberg, organizó la formidable campaña internacional que convirtió a Dimitrov en un héroe, no del comunismo, sino de la resistencia popular y democrática contra los nazis. Gracias a él los jueces alemanes tuvieron que dejar en libertad a Dimitrov, que ahora, en Moscú es el jefe máximo del Komintern. Pero Dimitrov no responde a los mensajes de Münzenberg, no está nunca en su despacho cuando él intenta visitarlo y no se sabe cuánto tardará en regresar a Moscú.

El club de los inocentes, de los crédulos, de los idiotas de buena voluntad, de los engañados y sacrificados sin recompensa: yo he sido uno de ellos, piensa Münzenberg en sus insomnios en la habitación del hotel, yo he ayudado a que Hitler y Stalin arrasen Europa con idéntica bestialidad, he contribuido a inventar la leyenda de su enfrentamiento a muerte, he sido un peón cuando imaginaba en mi ebriedad de soberbia que dirigía el juego en la sombra.

Tal vez no le importa mucho su vida, menos aún que todo el dinero, todo el poder y el lujo que ha manejado y perdido: le importa que pueda sufrir Babette, que sea arrastrada y sucumba a las consecuencias de los errores que él ha cometido, de todas las mentiras que él ha contribuido a difundir, manipulando y profanando los impulsos más generosos, las vanidades más grotescas, la candidez inextinguible de los inocentes.

Por salvar a Babette no se rinde, asedia a los dirigentes del Komintern que en otro tiempo fueron amigos o subordinados suyos y ahora fingen no conocerlo, esgrime viejas credenciales que ya no sirven de nada, su campaña mundial de socorro a los obreros soviéticos en los años del hambre, su bolchevismo de la primera hora, de los primeros tiempos mitológicos de la Revolución, la confianza con que lo distinguía Lenin. Usted morirá siendo de izquierdas. En el mausoleo siniestro y helado como un frigorífico de la Plaza Roja, con una iluminación tenue de capilla, ha mirado de cerca la momia de su antiguo protector, su cara irreconocible, con una consistencia mate de cera, los párpados cerrados de sus ojos asiáticos. Hemos venido al reino de los muertos y no quieren dejarnos volver.

Por fin consigue una cita con un burócrata poderoso, protegido de Stalin: en el despacho de Togliatti, Münzenberg grita, se vindica a sí mismo, da golpes en la mesa, organiza el espectáculo impresionante de su cólera de magnate, como si aún poseyera periódicos que tiran millones de ejemplares y automóviles de lujo, como si los hubiera poseído de verdad alguna vez. Tiene que volver cuanto antes a Paris, dice, va a organizar la mayor campaña de propaganda que haya existido nunca, el reclutamiento de voluntarios, la recogida de fondos, de medicinas, de alimentos, el suministro de armas, la solidaridad de los intelectuales de todo el mundo con la República Española.

Togliatti, que es romo y manso, torcido y cobarde, un héroe de la resistencia comunista democrática contra Mussolini casi completamente inventado por la maquinaria de publicidad de Münzenberg, accede o finge acceder a su petición de regreso: señala un día para el viaje y le asegura a Münzenberg que su pasaporte y el de Babette estarán esperándoles en el cuartel de policía de la estación. Tal vez Münzenberg le pregunta sabe algo de Heinz Neumann, si es posible algo por Heinz y Greta Neumann: Togliatti acaso servicial pero también reservado, mostrando con cautelosa vileza su superioridad de ahora sobre el antiguo dirigente poderoso de la Internacional, dice que nada puede hacerse, o que no pasará que todo se arreglará pronto, sugiere que a Münzenberg no le conviene preguntar, precisamente ahora, cuando está a punto de marcharse.

De nuevo el hombre y la mujer con costosos abrigos y sombreros en el andén de la estación, con zapatos brillantes, con una gran pila de equipaje junto a ellos, raros y sin duda insolentes, solapas anchas y embozos de pieles, mirados de soslayo, vigilados, llenos de miedo, impacientes, inseguros de que de verdad vayan a dejarlos marcharse.

Se acerca la hora de la salida del tren pero los pasaportes no están en el cuartel de la policía según prometió Togliatti. A su alrededor se extiende la malla de una trampa y no saben si a cada paso que dan están más cerca de caer en ella, o si cada minuto o día de dilación es un plazo previsto en la culminación de su condena. Pero no van a volver al hotel, ahora que el tren ya ha anunciado su salida, no van a claudicar y encerrarse, a seguir esperando. Münzenberg toma del brazo con fuerza a su mujer, tan alta y grácil a su lado, y la guía hacia el estribo, da instrucciones para que suban el equipaje a su departamento. Si van a detenerles que lo hagan ahora mismo. Pero nadie se acerca, nadie les corta el paso en el pasillo del tren, que se pone lentamente en marcha a la hora prevista.

En cada estación, en cada una de las paradas, miran hacia el andén buscando a los soldados o a los hombres de paisano que subirán a detenerles, que les pedirán los pasaportes y les harán bajar del tren a gritos y con malos modos, o en silencio, cercándolos, guiándolos con suavidad, para no sembrar una alarma innecesaria entre los pasajeros.

Fue el viaje en tren más largo de nuestras vidas, le cuenta Babette Gross al periodista americano cincuenta y tres años más tarde. A la luz sucia del segundo amanecer llegaron a la estación fronteriza. Creíamos que era allí donde nos estarían esperando, para prolongar al máximo su cacería. Con paso firme, mientras los viajeros hacían cola en el andén nevado para el control de pasaportes, Willi Münzenberg se dirigió al cuartel de policía, con el cinturón del abrigo bien ajustado y las solapas subidas contra el frío, el ala del sombrero terciada sobre su cara alemana rústica y carnosa.

Los dos pasaportes le estaban esperando en un sobre cerrado.

Estoy muy dotado para intuir esa clase de angustia, para perder el sueño imaginando que vamos tú y yo en ese tren. Me aterran los papeles, pasaportes y certificados que pueden perderse, puertas que no logro abrir, las fronteras, la expresión inescrutable o amenazadora de un policía de alguien que lleve uniforme o esgrima ante mí alguna autoridad. Me da miedo la fragilidad de cosas, del orden y la quietud de nuestras vidas siempre en suspenso, pendiendo de un hilo que puede romperse, la realidad diaria tan segura y con que de pronto puede quebrarse en un cataclismo de desastre.

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