Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pero lo que ahora tengo delante de mí, en mi cuarto de trabajo, junto al teclado del ordenador y a la concha blanca y pulida por el agua que Arturo encontró hace dos veranos en la playa de Zahara, es una de las postales que compramos en la tienda de la Hispanic Society, el retrato de esa niña morena, delicada, solitaria, perfilada contra un fondo gris, que me mira ahora como aquel mediodía, cuando fuimos a mirarla por última vez antes de marcharnos, en la víspera de nuestro viaje de regreso, cuando ya casi no estábamos en Nueva York aunque todavía nos faltara un día entero para volar hacia Madrid y el tiempo se nos deshacía entre los dedos con una inconsistencia de papel quemado, de hojas de ceniza, minutos y horas sin sosiego, como el tiempo atribulado y fugaz de los amantes clandestinos que nada más verse ya saben que ha empezado para ellos la cuenta atrás de la separación. Al inventar uno tiene la vana creencia de que se apodera de los lugares y las cosas, de la gente acerca de la que escribe: en mi cuarto de trabajo, bajo la luz de la lámpara, que ilumina mis manos y el teclado, el ratón, la concha cuyas acanaladuras me gusta acariciar distraídamente con las yemas de los dedos, la postal de la niña de Velázquez, puedo tener la sensación de que nada de lo que invento o recuerdo está fuera de mí, de este espacio cerrado. Pero los lugares existen aunque yo no esté en ellos y aunque no vaya a volver, y las otras vidas que viví y los hombres que fui antes de llegar a ser quien soy contigo quizás perduran en la memoria de otros, y en este mismo momento, a seis horas y seis mil kilómetros de distancia de este cuarto, la niña que me mira desde la pálida reproducción de una postal mira y sonríe levemente en un lienzo verdadero y tangible, pintado por Velázquez hacia 1640, llevado a Nueva York hacia 1900 por un multimillonario americano, colgado en un gran salón medio en penumbra de un museo que visita muy poca gente. Quién sabe si ahora mismo, cuando en Nueva York son las dos y cuarto de la tarde y aquí empieza un anochecer de diciembre, habrá alguien mirando la cara de esa niña, alguien que advierta o reconozca en sus ojos oscuros la melancolía de un largo destierro.

Sefarad. Una novela de novelas - pic_2.jpg

Retrato de niña , Velázquez, ca.1640.

Hispanic Society of America, Nueva Cork

Notas de lecturas

He inventado muy poco en las historias y las voces que se cruzan en este libro. Algunas las he escuchado contar y llevaban mucho tiempo en mi memoria. Otras las he encontrado en los libros. A Willi Münzenberg lo descubrí leyendo El fin de la inocencia, de Stephen Koch (Tusquets, 1995) y le seguí la pista en El pasado de una ilusión (Fondo de Cultura Económica), de Francois Furet, libro tan admirable como su título, y en el segundo volumen de las memorias de Arthur Koestler, The invisible writing, así como en un número sorprendente de páginas de Internet. El hermoso nombre de Milena Jesenska lo vi por primera vez en las sobrecogedoras Cartas a Milena, de Franz Kafka, en un volumen de bolsillo de Alianza que ha ido mucho tiempo conmigo. Fue ese nombre solo en el título de un libro, Milena -de nuevo Tusquets- el que me llevó a descubrir a su autora, Margarete Buber-Neumann, de quien había encontrado algunas pistas en Koch y en Furet, como un personaje menor de nota a pie de página. Los dos volúmenes de su autobiografía, cuya versión francesa rastreé en el catálogo de Seuil -Déportée en Sibérie, Déportée á Ravensbrück- me los envió velozmente desde París mi editora Annie Morvan. Es curioso que en este sombrío asunto de los infiernos erigidos por el nazismo y el comunismo abunden tanto los testimonios de mujeres: me han sido vitales Contra toda esperanza (Alianza Editorial), de Nadezhda Mandelstam, y sobre todo Journey into the whirlwind, de Evgenia Ginzburg, cuyo nombre había leído por primera vez en un libro extraordinario de Tvestan Todorov que descubrí en traducción inglesa, Pacing the extreme -moral life in the concentration camps. De Todorov aprendí mucho leyendo en Taurus El hombre desterrado. Sobre la situación de los judíos de España leí extensamente en Los orígenes de la Inquisición , el tendencioso y ciclópeo estudio de Benzion Netanyahu, y del mucho más breve y también más equilibrado clásico de Henry Kamen, La Inquisición Española(Crítica), sin olvidar un libro que a mí me parece extraordinario, a pesar de su extrema concisión, Historia de una tragedia, de Joseph Pérez, también publicado en España por la editorial Crítica. Mi amigo Emilio Lledó ha leído en el original alemán los extensísimos diarios del profesor Víctor Klemperer: yo sólo conozco la versión inglesa en dos volúmenes que se ha publicado con el título de I will bear witness: a diary of the nazi years. Es triste pensar que libros de tanta hondura no son casi nunca accesibles al lector en español.

Pero casi me olvidaba de citar a dos de los escritores más decisivos en mi educación de los últimos años, sin los cuales es muy probable que ni este libro se me hubiera ocurrido ni yo habría encontrado el estado de espíritu necesario para escribirlo. Me refiero a Jean Améry y a Primo Levi. El libro de Jean Améry sobre Auschwitz lo descubrí por azar, y sin haber tenido antes la menor noticia de su existencia, en una librería de París, en 1995. Lo publicó Actes Sud con el título de Par delà le crime et le châtiment, y no tengo noticia de que se haya interesado por él ninguna editorial española. Gracias a Mario Muchnick, sin embargo, el lector español tiene acceso a la gran trilogía memorial de Primo Levi, que incluye Si esto es un hombre, La Tregua y Los hundidos y los salvados. Lo que se puede aprender sobre el ser humano y sobre la historia de Europa en el siglo XX en esos tres volúmenes es terrible y también aleccionador, y honradamente no creo que sea posible tener una conciencia política cabal sin haberlos leído, ni una idea de la literatura que no incluya el ejemplo de esa manera de escribir.

Hay otros libros, pero estos que he nombrado son los que más me alimentaron mientras escribía Sefarad. También he procurado prestar atención a muchas voces: entre ellas, debo nombrar con gratitud y emoción las de Francisco Ayalay José Luis Pinilbs, y la voz sonora y jovial de Amaya Ibárruri, que una tarde de invierno me invitó a café y me contó algunos episodios de la novela extraordinaria de su vida, la de Adriana Seligmann, que me habló de las pesadillas en alemán de su abuelo, y la de Tina Palomino, que vino a casa una tarde en la que yo ya creía tener terminado este libro y me hizo comprender, escuchando la historia que sin darse ella cuenta me estaba regalando, que siempre queda algo más que merecía ser contado.

Madrid, diciembre de 2000

99
{"b":"100481","o":1}