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No me mires así, como si estuviera robándote lo que te queda de tu padre. La voz era clara y seca, sin entonación, quizás la misma que un cuarto de siglo antes había negado sordamente mientras el hombre de bigote y uniforme y la mujer alta y enlutada intentaban persuadir, enunciaban inminentes desgracias. Tu padre está vivo, y no quiere saber nada de ti ni de ninguno de nosotros. Cuando terminó la guerra el gobierno francés le dio una condecoración y una buena paga, pero nunca se molestó en mandarnos ni un céntimo. La última vez que me escribió fue para decirme con toda tranquilidad que había empezado una nueva vida, y que por lo tanto rompía todo trato con nosotros. Esa carta no quise que la vieras. Entonces eras todavía una niña y estabas siempre fantaseando sobre él. Vive en Francia, tiene otra familia, hasta se cambió el nombre. Ahora es un hombre de negocios francés. Por eso los alemanes no lo encontraban. Si me he pasado la vida esperando cartas cómo no iba a ver la que llegó el otro día. No había querido volver nunca a España, me dijo mi madre, pero procuraba vivir siempre lo más cerca que pudiera. Si quieres ver al que era tu padre toma un tren y bájate en un pueblo de la frontera francesa que se llama Cerbére.

Doquiera que el hombre va

La casa nueva, recién ocupada, con unos pocos muebles, todavía resonando de ecos en los espacios vacíos, con la pintura todavía fresca en las paredes y la tarima del suelo oliendo poderosamente a madera y barniz, sin rastros de quienes vivieron en ella hasta unos meses antes, presencias de largos años abolidas de un día para otro como esos rectángulos más claros donde hubo cuadros colgados y que borraron los pintores. Un solo rasgo define la utilidad austera de cada habitación, ahora que todavía no hay nada accesorio: en el dormitorio no hay nada más que la gran cama de hierro, y una mesa desnuda y una silla en el cuarto de trabajo. Las cosas, los espacios, tienen una presencia tan nítida como los pasos y las voces.

La casa nueva, la vida nueva, recién comenzada a vivir, en otra ciudad, lejos de la provincia melancólica, en un barrio hasta ahora desconocido de Madrid, o más bien en una ciudad pequeña situada en el corazón de Madrid, que en estas calles se volvía menestral y recóndita, desastrada, popular, confusa de gentes raras y diversas, de tres o cuatro sexos, tonos de piel y rasgos faciales llegados de muy lejos, idiomas escuchados al pasar que traen un sonido de suburbios asiáticos, de alcazabas musulmanas y mercados tropicales de África, de aldeas andinas.

Salir cada mañana a la calle era un viaje de descubrimiento, y las tareas literales y necesarias acababan siempre difuminándose en caminatas sin propósito, en la simple inercia de caminar y mirar, de escuchar muchas voces, lenguas indescifrables habladas en las cabinas de teléfonos de Augusto Figueroa, palabras en el vocabulario circular y siniestro de la heroína, voces inmemoriales y rotundas de vecinas gritonas, de señoras que salían a la compra forradas en sus batas de casa y miraban con asombro resignado a su alrededor o elegían no ver el modo en que su barrio de siempre había cambiado en los últimos años, voces impostadas de hombres parcialmente transformados en mujeres, aunque no por completo y no con mucho éxito, porque a veces una barba hombruna negreaba bajo unos pómulos hinchados de silicona, o un principio de calvicie del todo masculina se insinuaba en una melena rubia, cardada tempestuosamente, o unos pies demasiado anchos y nervudos deformaban sin remedio unos tacones altos de charol.

Se veía de espaldas, encuadrada en la concavidad de una cabina de teléfono, una figura alta de mujer, pero la voz que se oía era una oscura voz de hombre: por un momento parecía que en la cabina hubiera simultáneamente dos personas, hombre y mujer, y que una de ellas fuese invisible.

En las esquinas esperaban inmóviles los muertos en vida, y ellos si que llegaban a ser casi del todo invisibles, tan pálidos que se les transparentaban las venas tortuosas de los antebrazos, tan habituales y quietos en su espera que enseguida se aprendía a no mirarlos, a pasar junto a ellos como si no existieran, como si ya estuvieran en el otro mundo, al que pertenecían más que a éste, el mundo diario y real de los vivos. Miraban al vacío o tenían los ojos fijos de vigilancia y espera en las esquinas más próximas, en las que aparecería más tarde o más temprano un camello o un coche de la policía. Empezaban a moverse entonces, siempre despacio, con una arrastrada lentitud de saurios, procuraban sin éxito y sin verdadera convicción disimular ante los guardias que les pedían los documentos, como si no conocieran de sobra la identidad de cada uno de ellos, sus caras de muertos y sus nombres, que comunicaban por el transmisor del coche patrulla, dejándolos marchar luego o llevándose a alguno esposado, siempre con la desgana de una mala función teatral repetida muchas veces.

Uno de ellos, hombre o mujer, caminaba detrás de un individuo con gafas oscuras y barba rala, muy erguido, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros, apresurando el paso adrede para que el otro, el casi muerto, quedara rezagado y tuviera que esforzarse en seguirle, encorvado y abyecto como un mendigo antiguo, extendiendo hacia él la mano en la que había un puñado sucio e insuficiente de dinero, que el camello tiró al suelo de un manotazo, sin volverse siquiera hacia el otro, que ahora se arrodillaba para recoger monedas y billetes caídos entre los coches, en la mugre de la acera, y que enseguida lograba ponerse en pie, las fuerzas recobradas por la urgencia de lograr una dosis que el otro no quería darle, o cuya entrega retrasaba por el gusto de verlo humillarse y sufrir.

Al principio eran desconocidos inquietantes, figuras amenazadoras que aparecían a la vuelta de la esquina o al final de la acera, encogidos entre dos coches, defecando o pinchándose, cobijados en el escalón de una casa o en el interior de un portal. Pero muy pronto se volvían presencias familiares, también ellos, figuras tan usuales del barrio como los hombres mujeres y las señoras con bata de felpa y los oblicuos y afilados camellos que también aguardaban, aunque de otra manera, con una instantaneidad de animales de presa en sus movimientos o en la manera en que se quedaban quietos. Se alejaban con una cierta oscilación de los hombros, mirando de lado, las manos en los bolsillos traseros del pantalón, desaparecían en un portal o se inclinaban detrás de un seto en la plaza de Chueca, en el pobre jardín que había junto a la boca del metro. Volvían con algo que no llegaba a verse, decían palabras que apenas se escuchaban, sucedía algo en el contacto de las manos, algo tan rápido y sinuoso como el chispazo entre dos neuronas, una bolsa pequeña en la palma de una mano y un puñado de billetes sucios en la otra, y se iban rápido, se inclinaban sobre la ventanilla abierta de un coche parado con el motor en marcha, los codos apoyados con cierta desgana y la mirada rápida y ajena.

Tantas voces y vidas, tantos mundos yuxtapuestos los unos a los otros en el espacio angosto de las calles, y todo enseguida habitual, hasta lo más raro y lo más siniestro, todo apelmazado y enredado, y a la vez sin mezclarse, cada presencia girando en la gravitación de su propio mundo parcialmente invisible para los habitantes de los otros, cada uno llevando consigo su novela: el hombre joven que deambulaba buscando heroína cruzándose en la acera muy estrecha y asediada de coches con la vecina que ha bajado en zapatillas y bata a comprar el pan y que ha aprendido a no mirarlo como él no la mira a ella; los hombres parcialmente convertidos en mujeres que parlotean con mucho juego de gritos agudos y gesticulación de manos y los ciegos que se abren paso entre ellos tanteando el suelo y las paredes con sus bastones blancos; los chinos que se cobijan hacinados en pisos oscuros y sótanos sin ventilación; las indias diminutas que a las tres o las cuatro de la madrugada se congregan junto a las cabinas de teléfonos y mantienen luego conferencias en aimará o guaraní o quechua quién sabe con qué parientes que se quedaron en el Altiplano o en la selva; el hombre en pijama que cada tarde se sentaba en un balcón, en una silla de anea, junto a una bombona de butano, y miraba inmóvil y sufría golpes cavernosos de tos que le obligaban a doblarse, a apoyar la frente húmeda en el hierro del balcón.

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