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Si hubiera estado tu madre seguro que le habría hablado a ella de la carta, pero vosotros aún no habíais llegado al barrio, y aunque yo tenía ya amistad con algunas vecinas no me habría gustado que supieran el pasado de mi familia, no porque me avergonzara de él, cuidado, sino por precaución, porque ya te digo que entonces todavía nos duraba el miedo. Tu madre, tan distinguida, tan joven, me acuerdo siempre así de ella, no como era al final, aunque ni siquiera con la enfermedad perdió aquella elegancia que tenía, sino mucho antes, las primeras veces que la vi, cuando llegasteis al barrio, tú tan pequeña que aún te llevaban en brazos o en el cochecito. Me acuerdo de cuando llegasteis: me asomé a la terraza al escuchar el ruido de un motor y vi el coche negro y grande que tenía entonces tu padre, el mil quinientos, y al veros salir de él me dio mucha alegría, porque erais tantos, y el bloque y el barrio estaban muy despoblados aún. Empezaron a salir niños del coche, y bultos del maletero, y luego salió tu madre con un vestido claro y se quedó parada en la acera, quizás un poco mareada del viaje, y no me dio la impresión de que le gustara mucho lo que veía, los descampados con zanjas y grúas y Madrid tan lejos, las calles tan anchas, los árboles tan poco vistosos como las farolas. Te tomó en brazos, miró hacia arriba, hacia donde yo estaba, y yo enseguida la saludé, y me dio mucha alegría que fuera tan guapa y tan joven, y que hubiera venido a mudarse al piso que estaba justo encima del mí. Todavía no estaba enferma, o por lo menos no lo sabía, o no le daba importancia a las primeras molestias, pero yo la recuerdo un poco pálida, más frágil que las otras vecinas de nuestra edad o que yo misma, aunque ella trabajaba en su casa y bregaba con vosotros igual que cualquiera, y ponía la misma sonrisa de disfrutar de la vida que tienes tú ahora mismo. Muchas veces, por el patio de luces, la oía cantar mientras estaba en la cocina o reírse a carcajadas de algo que tu padre estaba diciéndole en voz baja. A ella sí le conté cómo había sido mi vida y la de mi madre cuando acabó la guerra, y hasta que la Pasionaria me había acunado en su regazo y me había cantado una nana, y el miedo que pasé aquella vez que nos llegó la carta de la embajada de Alemania, con varios meses de retraso, después de dar vueltas por todo Madrid. Temía que mi marido se enfadara si se la enseñaba, y tu madre se reía cuando se lo conté, al cabo de varios años: pero mujer, cómo iba a enfadarse, con el carácter tan bueno que tiene. No me atrevía a hacerme la ilusión de que en la carta pusiera que mi padre estaba vivo. En cuanto mi marido llegó del trabajo esa tarde me encerré con él en el dormitorio y le enseñé la carta, y él me tranquilizó enseguida, no podía ser nada malo viniendo de un gobierno extranjero, porque al gobierno al que había que temerle era al nuestro, pero mejor no se lo decimos todavía a tu madre, hasta que no sepamos con seguridad de qué se trata.

Fueron a la mañana siguiente, en el coche nuevo, que tenía un olor tan fuerte a nuevo todavía, un olor delicioso a plástico y metal, a gasolina, llegaron a Madrid como dos turistas y durante todo el camino ella apretaba en el regazo el bolso donde guardaba la carta. Quizás van a decirme que mi padre está vivo, que perdió la memoria por culpa de una herida en la cabeza y por eso no vino nunca a buscarnos, pensaba, porque había visto historias así en las películas, pero también temía que fueran a certificarle la muerte de su padre, uno más entre tantos millones de cadáveres sin nombre tirados por las cunetas y las fosas comunes de Europa, en el tiempo en que se había perdido su rastro, cuando llegó su última carta desde el campo alemán, unas pocas líneas y en el reverso el dibujo a lápiz de un pueblo alpino con campanarios bulbosos y tejados en punta. Yo solía ir siempre bien agarrada del brazo de mi marido, pero esa vez era él quien me llevaba, quien dio mi nombre en la portería de la embajada y enseñó la carta y mi carnet de identidad, y yo tan asustada de encontrarme en aquel sitio, entre aquellas personas muy educadas y rubias y con ojos azules que me hablaban con un acento raro, muy amables, no como los funcionarios españoles de entonces, que ladraban más que hablaban y siempre estaban de mal humor. Por fin nos recibió un señor, en una habitación que tenía en el centro una mesa muy grande, un hombre que me hablaba como tranquilizándome, igual que un médico, y yo me atreví a preguntarle si mi padre vivía o estaba muerto, y él me contestó, eso quisiéramos nosotros saber, porque llevamos años buscándolo para devolverle sus pertenencias. Y entonces levantó del suelo y puso encima de la mesa, en medio, una caja grande de cartón, que también debía de haber dado muchas vueltas, una caja atada con unas cintas rojas y sellada con un lacre. Mi marido y yo la miramos sin saber qué hacer, y el hombre nos dijo, es suya, pueden llevársela, en esa caja están las cosas que tenía su padre la segunda vez que se escapó de un campo de prisioneros en Alemania. Era una caja de cartón recio, con muchos sellos, como de haber pasado por muchos sitios, y tenía los cantos muy estropeados. Yo la miraba sin atreverme a tocarla, miraba a mi marido, que se encogía de hombros, nervioso también, aunque luego no quisiera reconocerlo. Presenté mi carnet, me hicieron firmar unos papeles. Tomé la caja pensando que pesaría mucho y me sorprendió que fuese tan ligera. Salimos a la calle y bajamos por la Castellana buscando el sitio donde habíamos dejado el coche. Yo llevaba la caja entre las manos como si contuviera algo muy frágil, y mi marido iba a mi lado, me decía que se la dejara a él. Era uno de esos días de mucho frío y mucho sol de Madrid. Yo no tenía paciencia para llegar a mi casa con la caja cerrada y no quería que la viera mi madre sin saber yo antes lo que había en ella. Pesaba tan poco, y había cosas que se movían dentro. Nos paramos en un banco y mi marido la abrió. A mí me temblaron las piernas, me senté en el banco y me eché a llorar mientras él iba sacando las cosas, lo que había tenido mi padre en aquel campo de concentración. Estaban todas las cartas que le había mandado mi madre, que se las dictaba a una vecina, y las que le había escrito mi hermano en el papel rayado de la escuela, y las que le había escrito yo cuando era muy pequeña, cuando estaba empezando a aprender a escribir, y los dibujos que mi hermano y yo le hacíamos, y las fotos nuestras que le mandaba mi madre, algunas con nuestros nombres escritos por detrás, con mi letra tan torpe de cuatro o cinco años. Qué caras de pobres teníamos, de hambre y de miedo, y cómo se me había olvidado todo, en tan pocos años. Había una foto de mi padre vestido de uniforme, con una niña en brazos, tan pequeña que no estaba segura de ser yo, y otra de su cara tan sólo en la que estaba muy flaco y con la cabeza pelada y las orejas muy grandes, y con un número debajo, y había también papeles en francés y en alemán, todos amarillos, tan gastados en los dobleces que se rompían cuando intentábamos abrirlos, y muchos dibujos, hechos sobre cualquier cosa, sobre un trozo de cartón o en el revés de un impreso alemán, dibujos de pueblos con torres de iglesias y trenes y montañas al fondo, y retratos de gente, de hombres con uniformes a rayas y cabezas peladas, y un dibujo muy bonito de la plaza Roja de Moscú, muy grande, coloreado, que parecía una foto, en una hoja cuadriculada de bloc. Cerramos la caja otra vez, la guardamos en el maletero del coche, y todo el camino de vuelta a casa fui llorando como hacía años que no lloraba, como una tonta, viéndolo todo borroso, y mi marido, aunque todavía no era un conductor muy experto, soltaba una mano del volante para acariciarme la mano, y me decía, venga, mujer, tranquilízate, a ver qué explicación vas a darle a tu madre cuando se dé cuenta de que has llorado, pensará que es por culpa mía.

Se aseguró de que su madre no los veía entrar con la caja y la escondió en lo más hondo de su armario. Se desvelaba por las noches queriendo imaginar qué habría sido de su padre después del día de su segunda fuga del campo alemán, en noviembre de 1944, le había dicho, traduciendo un papel, el empleado tan amable de la embajada. Quizás una explosión le desfiguró la cara y su cuerpo se corrompió sin que nadie pudiera identificarlo, quizás encontró la muerte ahogado en un río, intentando cruzarlo, aplastado bajo las ruedas de un tren, bajo la oruga de un carro de combate. Se desvelaba por las noches imaginando agonías minuciosas y sucesivas para su padre, huidas por espectrales paisajes de guerra, disparos de metralla, ladridos de perros. Una mañana volvió a casa de la compra y le extrañó no encontrar a su madre. Antes de entrar en el dormitorio y ver abiertas de par en par las puertas del armario ya había tenido una corazonada de alarma. Recorrió el piso entero buscando a su madre, llamándola, se asomó a la terraza y vio su silueta negra en el descampado que había frente a la casa, en el que ya habían empezado las excavadoras a abrir grandes zanjas para los cimientos de un nuevo bloque. Al verla de lejos, encorvada, de luto, se acordó de cuando la veía salir al amanecer camino del cementerio del Este. Su madre estaba junto a una hoguera a la que iba arrojando cosas. Se volvió al escuchar la llamada de su hija, pero sólo un momento, y siguió mirando la hoguera, en la que había más humo que llamas: era una mañana nublada y húmeda, y cuando cruzó el descampado para ir en busca de su madre los tacones se le hundían en el barro. Al verla de muy cerca se dio cuenta de lo vieja que estaba. Con los cartones de la caja había encendido una hoguera, a la que iba arrojando los papeles, las fotos, los dibujos, con una ensimismada deliberación que no se interrumpió por la llegada de su hija.

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