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Ahora vuelvo a escuchar su voz, y aunque habla tan bajo que casi no distingo nada más que un rumor, tiene el mismo tono de monotonía y de súplica que cuando me hablaba a mí esta tarde. Niet, dice, Niet. La linterna se enciende y se apaga y es el cuerpo grande de la mujer el que ha bloqueado la luz. Si logro que se me desentumezcan las manos y acierto a coger la pistola y a amartillarla antes de que irrumpan los que van a matarme, podré acabar al menos con uno o dos de ellos. Empujarán la puerta y yo permaneceré inmóvil, sosteniendo la pistola debajo de las mantas, y cuando dirijan la linterna a mí, yo levantaré mi mano y les dispararé a bocajarro, y en la confusión tal vez logre salvarme. Pero ese simple acto es tan imposible como si me lo propusiera en un sueño. No hago nada, sigo rígido, aplastado sobre el suelo, medio incorporado contra la pared, escuchando esas voces murmuradas, contando los segundos que me faltan para morir en esta región nórdica y desolada del mundo, a menos de un kilómetro de Leningrado, la ciudad que siempre estábamos a punto de conquistar y a la que nunca llegamos, a la que yo ya no llegaré, aunque en los días claros vemos sus cúpulas doradas brillando a lo lejos, en el filo de la llanura.

Pero no encuentro miedo en mí, ni siquiera ahora, tan sólo una especie de alivio. Que entren pronto, que no dure demasiado el suplicio. La linterna se apaga, vuelve a encenderse y a mí me da un vuelco el corazón de pensar que ahora si que van a empujar la puerta. Niet, ha dicho la mujer, y tras un rumor oscuro de voz masculina he escuchado algo semejante al maullido de un gato, y era un llanto, el del niño.

Las voces cesan. Van a entrar y yo no puedo mover la mano paralítica y buscar mi pistola. Se abre una puerta, pero no es la que hay delante de mí, sino la otra, de madera más recia, la puerta de la isba, y al abrirse entra un golpe de viento que llega hasta mí. Percibo la vibración de los pasos de las botas. Escucho ese ruido mínimo del fusil, la anilla de la correa chocando contra la culata. Ahora la puerta se ha cerrado, todo es de nuevo oscuridad y silencio.

Con gratitud, aunque también con lejanía, con un desapego que ha ido creciendo en él según avanza la guerra, comprende de golpe que la mujer le ha salvado la vida. Ha convencido a los guerrilleros para que no lo maten, diciéndoles que no es un alemán ni actúa como ellos, aunque vista su uniforme con las insignias de teniente. Quizás les ha enseñado el paquete de comida, o lo que quedara de él, quizás les ha dado algo que les alivie el hambre.

Un teniente alemán ocupa su lugar en la choza unos días más tarde, cuando él entra de servicio en primera línea. El alemán se retira a dormir la primera noche mientras la madre y el niño se acuestan en el suelo de la cuadra y la mañana siguiente aparece estrangulado con un alambre y colgado del poste de telégrafos que hay cerca de la choza. Encierran en ella a la madre y el hijo y le prenden fuego, y cuando ha ardido del todo allanan el terreno con un tractor oruga y clavan en el barro un cartel en alemán y en ruso recordando el castigo que se reserva a quienes colaboren con los guerrilleros.

Un momento. Se estremece con un escalofrío, encogido en la oscuridad, palpando sábanas, una almohada, debajo de la cual no está su pistola. Estas cosas no han pasado aún. No puedo acordarme de algo que no ha ocurrido todavía. En abril o mayo de 1936 mi profesor de literatura no podía saber que al final de ese verano estaría tirado y muerto en una cuneta.

De nuevo aturdido, le parece que vuelve a despertarse, y otra vez, durante unos segundos, no sabe dónde está, ni quién es. Dónde estoy sino en una choza rusa, muy cerca del frente de Leningrado, en el otoño de 1942. No llevo un uniforme alemán de invierno, sino un pijama liviano, no toco la tela áspera de una manta militar, no huelo a estiércol ni a la paja podrida de un jergón sobre el que caí muerto de fatiga hace unas horas, del que me acabo de despertar porque he escuchado los ruidos sigilosos de los guerrilleros que han venido a matarme.

Ahora sí, siente pánico, no a que lo maten, sino a encontrase extraviado en la memoria insegura y en el desorden del tiempo, pánico y sobre todo vértigo, porque en un solo instante su conciencia salta a una distancia de más de medio siglo, de un continente entero. Tiene la tentación de alargar la mano hacia la mesa de noche y encender la lámpara, pero prefiere quedarse inmóvil, encogido, como esa noche de hace cincuenta y siete años, toda la vida pasada en un relámpago, en ese minuto en el que uno se adormila, y se despierta de golpe en cuanto se le cae la cabeza. Presta atención a los sonidos que irá dilatando el insomnio, al mecanismo del despertador, al ruido no muy lejano del motor del frigorífico, del tráfico nocturno y apaciguado de Madrid. Ve a quien fue como si viese a otro, a varios otros sucesivos. Se ve desde fuera, con curiosidad y cierta ternura, aunque también con una secreta satisfacción de haber descubierto que no era un cobarde, con el asombro de haber sobrevivido donde tantos perecieron. Pero también sabe que su falta de miedo, como la falta de envidia, no es del todo un mérito, sino más bien un rasgo de carácter. Ve al muchacho que se apasionaba por la filosofía y la literatura y la lengua alemana en un instituto popular de Madrid, al hombre joven que no llegó a tiempo de luchar en la guerra española y se alistó para ir a Rusia en un arrebato temerario y tóxico de romanticismo. Se ve saltando sobre una trinchera, a la cabeza de un pelotón, disparando una pistola y gritando órdenes mientras se siente invulnerable. Ve venir hacia él, surgiendo de la niebla, un pelotón de jinetes rusos con los sables levantados.

Pero de todas esas identidades sucesivas la más rara, la más irreal de todas es la que ha encontrado ahora, esta noche, recién despertado de un recuerdo tan vivo como un sueño. Quién es el hombre de ochenta años que se remueve con torpeza en la cama, que sabe que va a seguir despierto hasta que llegue el día, viendo caras de muertos y lugares que no existen, la mujer rusa y el niño encanijado que se esconde en los pliegues de su falda de harapos, las llamas de la hoguera que él no vio resplandeciendo en la llanura arrasada por el barro, la cara sin gafas del profesor fusilado. Sólo desea adormilarse y que durante unos minutos o segundos ahora se convierta de nuevo en entonces.

Ademuz

Al salir de la última curva de la carretera verás de golpe todas las cosas que ella no volvió a ver, las últimas que tal vez recordó y añoró mientras agonizaba en su cama del hospital, apresada entre aparatos y tubos, en una habitación donde quemaba el aire con el calor de julio y la tela fina de su bata de enferma se le adhería a la espalda sudorosa. Tenía siempre sed y murmuraba cosas moviendo los labios agrietados, que tú le humedecías con un pañuelo empapado en agua, y se imaginaba o soñaba a sí misma sentada en la orilla del río, a la sombra de los grandes árboles estremecidos por una brisa tan fresca como la corriente, el agua limpia y rápida en la que ella hundía los pies desnudos, en alguna mañana de verano de su primera juventud. Acequias caudalosas discurriendo sinuosamente bajo las umbrías, el agua resonando escondida tras espesuras de zarzamoras y mimbreras, brillando al sol con escamas doradas, y los guijarros limpios en el fondo, reluciendo como piedras valiosas, y en los remansos las ovas de consistencia tenue de esponja, que rozaban los pies con la misma delicadeza que el agua y el limo, y la protuberancia imperceptible para el ojo no adiestrado de las cabezas medio sumergidas de las ranas. Tragaba saliva y la garganta le escocía, y la boca se le quedaba seca de nuevo, la lengua áspera rozando la sequedad de los labios que tú no ibas a humedecer porque te habías quedado dormida, derrotada por el cansancio de tantas noches sin dormir, ahora en el hospital y antes en casa, cuando le dieron el alta después del primer ingreso y pareció que podría recobrarse, que habría para ella una vuelta a la normalidad, aunque fuese frágil y sobresaltada. Pero ya entonces, cuando volvió a casa, se le notó que pertenecía al hospital, que en unos pocos días se había vuelto extranjera al lugar y a las cosas que hasta un poco antes fueron el contorno de su vida. Se movía de una manera rara por la cocina o el salón, pálida y con su bata de enferma, como si no supiera encontrar su camino y se extraviara en el pasillo o delante de un armarlo abierto, buscando algo que ya no sabía dónde estaba, intentando sin éxito reanudar las costumbres domésticas de cuando aún estaba sana, las tareas más simples, preparar una merienda a media tarde o cambiar unas sábanas.

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