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No hay límite a las historias insospechadas que se pueden escuchar con sólo permanecer un poco atento, a las novelas que se descubren de golpe en la vida de cualquiera. Ha llegado la señora hacia las seis de la tarde, a la hora antigua de las visitas, y ha traído con ella un aire indefinido de visita de otro tiempo, de formalidad afectuosa, visible en el cuidado que ha puesto en arreglarse y también en el paquete de dulces que ha debido de comprar en una pastelería como las de su juventud. Es una mujer de sesenta y tantos años, con una presencia de clase media acomodada, aunque no opulenta, con un rastro de vitalidad popular que se manifiesta sobre todo en la viveza de su mirada y en la desenvoltura de sus muestras de cariño. Ya no vive en su barrio de siempre, donde se fue a vivir al casarse y donde crecieron sus hijos, sino en otro más lejano, casi una urbanización de las afueras, y aunque se advierte que la adversidad no la vence fácilmente también se ve que hubiera preferido no mudarse, y que el cambio de domicilio se ha agregado a un cierto número de claudicaciones melancólicas, de ajustes amargos sobrevenidos en los últimos años, la jubilación y la vejez de su marido, la merma de sus ganancias, que en otro tiempo fueron muy considerables y les permitieron disfrutar buenos coches, colegios caros para los hijos, viajes al extranjero. Pero es fuerte, se le ve enseguida, es una mujer grande y sólida, de mirada franca, de manos enérgicas, de disposición animosa hacia el mundo, hacia las novedades que aún le ofrece la vida, a diferencia de su marido, dice, que se apagó al jubilarse, que no supo adaptarse al declive de los buenos tiempos, y que a ella la saca de quicio, porque parece que quisiera envolverla en su propio apocamiento, que le gustaría tenerla siempre a su lado en el piso pequeño de ahora y en la misma actitud de pesadumbre en la que se ha instalado él, pesadumbre y desengaño, desconfianza hacia el mundo, desgana no ya de viajar, sino hasta de pisar la calle, nostalgia de las cosas perdidas, el dinero y los años, la prosperidad que parecía que fuera a durar siempre y que se le fue de las manos, sin darse mucha cuenta, sin que en realidad ocurriera ningún desastre grave: las cosas simplemente se gastan, cambian los tiempos y los buenos negocios se van apagando poco a poco, y de pronto uno es un jubilado y tiene que vivir de una pensión, y sus ahorros se han encogido casi del mismo modo que su presencia física, el dinero se ha ido igual que se ha ido el tiempo de la vida, y no se sabe adónde.

Allí se ha quedado, dice ella, sentado en el sofá, eso sí, con su termo de café, que se lo he dejado listo para la hora de la merienda, y cuando le he dicho adónde iba se ha animado un poco y yo creo que casi ha estado a punto de venir conmigo, pero le ha vencido la pereza, con el frío que hace ya por las tardes cualquiera se fía de salir a la calle, me dice, ni que tuviera ochenta años, y ya se ha quejado también de lo lejos que vivimos y de lo que tardan en llegar los autobuses, no como antes, que en quince minutos te ponías en el centro. Siempre está hablando de antes, acordándose de antes, pero yo es que ya lo dejo con la palabra en la boca, ahí te quedas, y me vuelve a preguntar que adónde voy, como asustado de que sea muy lejos y vaya a tardar mucho. Y ya estará preocupado, mirando el reloj, dando vueltas por la casa, con su batín y sus zapatillas, que pareces un enfermo, le digo, pero le da igual, ni siquiera se enfada, hasta el carácter lo ha perdido, con tanto como tuvo.

Mira el reloj, su reloj pequeño de oro, coquetería de otros tiempos, igual que las pulseras, que el anillo con una piedra preciosa en su mano que ya no es joven pero que todavía conserva una fortaleza de trabajo físico. Tendría que irme, dice, o que llamarlo por teléfono, porque ya estará nervioso, pero también me da rabia vivir tan pendiente de él, que si me quedo en casa me asfixio, y si salgo no disfruto, qué castigo de hombre. Además no puedo desahogarme quejándome de él, porque jamás me ha dado motivo, en cuarenta años de matrimonio, ha sido siempre tan bueno que casi me da rabia, tan bueno que si me enfado o me impaciento con él enseguida me siento culpable.

Pero no quiere irse, se la ve que disfruta de la ocasión de la visita, con una mezcla de efusión de cariño y modesta satisfacción social, y aunque se ve que no tiene mucha costumbre de tomar té da muestras de paladear con gusto cada sorbo, y se esmera en sostener bien la taza y en celebrar todo lo que descubre a su alrededor, lo que aprecian sus ojos claros y radiantes, acostumbrados a juzgar el precio y las calidades de las cosas, la porcelana del servicio de té, el tejido de las cortinas, las rosas rojas en el centro de la mesa. Quizás compara esta casa con la suya, pero si es así lo hace sin resentimiento, más bien con un impulso de celebración. Igual que hay personas opacas a lo que les rodea, presencias como agujeros negros que absorben cualquier luz que tengan cerca y la apagan sin beneficiarse de ella, hay otras que reflejan en sí mismas cualquier claridad próxima, irradiándola como si fuera suya. Ay hija mía, cómo le gustaría esta casa a tu madre, si pudiera verla, si no se te hubiera muerto cuando era tan joven. Esta mujer de sesenta y tantos años que vivió tiempos mejores se recrea en la juventud que tiene cerca, en el espacio de la casa mucho más grande que la suya, en la porcelana y en las rosas que ella ahora no podría pagar, y si mira un cuadro que la desconcierta y que ella no habría colgado en su casa o prueba un té japonés que le resulta raro y amargo, el aliciente de la curiosidad es más poderoso que el instinto natural de rechazo. Apenas fue a la escuela de niña, pero había como una mujer sensata y cultivada, y si pasó en los años sesenta una juventud de encierro doméstico al servicio del marido y los hijos posee la gallardía y el aplomo de quien podría desenvolverse a solas en la vida. Lee libros, le gusta mucho el cine, pasó años asistiendo a la escuela nocturna. Me acuerdo de tu madre, la rabia que le daba que estuviéramos tan sujetas a nuestros maridos, el empeño que ponía en que tu hermana y tú estudiarais. Era muy lista, y se daba cuenta de que los tiempos iban a cambiar, y por eso sentía aún más pena al comprender que iba a morirse, y que ya no os vería a tu hermana y a ti hechas dos mujeres adultas, independientes, no atadas como nosotras, como habíamos vivido siempre ella y yo.

Toma con precaución unos sorbos de té, prueba las pastas que ella misma ha traído, no sin remordimiento, porque teme engordar, conversa jovialmente sobre películas o sobre chismes sociales, mira el reloj y dice que ya va siendo hora de irse, tantas cosas como tendréis que hacer vosotros y yo quitándoos una tarde entera, y además su marido ya estará muy nervioso, tan impaciente que no será capaz ni de quedarse quieto en el sofá, no porque esté preocupado por mí, dice ella riéndose, sino por miedo a que no llegue a tiempo de hacerle la cena, y él tiene que estar cenando a las nueve en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, dice que es por su estómago, porque cualquier irregularidad le empeora la úlcera. Esa manía de la puntualidad la ha tenido siempre. Mi madre me decía, cuando lo conoció, hija mía, ni que lo hubieses escogido a propósito, a tu padre le pasaba exactamente lo mismo, le gobernaban la vida las campanadas del reloj. A mi padre yo lo vi por última vez cuando tenía tres años. Algunas veces creo que me acuerdo de él, pero de lo que me acuerdo es de una foto en la que me tiene en brazos.

Entonces, al nombrar casi por casualidad al padre, ocurre algo, una ligera modificación en la mirada, que se vuelve hacia adentro, al mismo tiempo que la sonrisa desaparece un instante. Bastará una pregunta casual para que la señora no parezca del todo la misma y para que el presente retroceda en la sala de estar donde sin embargo no ha cambiado nada, tal vez sólo el tono de las voces, la disposición de quien escucha, la calidad nueva del silencio, como un papel en blanco sobre el que se irán imprimiendo las palabras, que originan sin premeditación la copiosa novela de una vida común, saltando en pocos minutos de una época a otra, de una corrala cerca del cementerio del Este en el Madrid cruel de la primera posguerra a una barriada recién construida de los años sesenta, atravesando la guerra civil y las peripecias de un hombre que desaparece una noche para subir a un automóvil que le ha esperado en marcha y ya no vuelve nunca, del que se sabe que ha estado en Rusia, que después viajó clandestinamente a Francia, que luchó en la Resistencia contra los alemanes y fue detenido por ellos y encerrado en un campo de prisioneros desde el que enviaba cartas muy breves y dibujos a sus hijos, porque tenía un talento muy grande para el dibujo: pero se escapó del campo, volvió a unirse a la Resistencia, volvieron a atraparlo y una vez más se escapó, y ya parecía que su rastro se había perdido para siempre: un día, más de veinte años después del final de la guerra en Europa, su hija que no lo recordaba recibe una notificación de la embajada alemana. Le da miedo abrir la carta, con su membrete oficial, porque las cartas oficiales, desde que era niña, sólo le han anunciado desgracias, y también teme enseñársela a su marido, que nunca ha querido saber nada de política, y hace muy bien, que trabaja con una energía sin descanso para pagar las letras del piso y las del coche y la lavadora, para llevarla a ella y a sus hijos pequeños a la playa en las vacaciones de verano, para inscribirlos en el mejor colegio de pago en cuanto estén en edad. No quiere saber nada de historias viejas, no le ha hecho preguntas sobre ese padre que desapareció hace tantos años, pero también es verdad que se enamoró de ella sin que le importara que viviese en una corrala tan pobre ni que fuera hija y sobrina de rojos.

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