Desapareció durante un tiempo, y cuando volvió a asomarse, con el mismo pijama, sentado en la misma silla de anea, junto a la bombona de butano, tenía una especie de mordaza blanca en la boca, y un tubo fino de plástico le salía de uno de los agujeros de la nariz. Ahora no tosía, pero seguía mirando hacia abajo, hacia la calle, no movía la cabeza pero seguía con la vista a la gente que pasaba, las vecinas, los travestidos sin afeitar y con los pómulos hinchados y flojos, los chinos innumerables que entraban y salían de uno en uno y a intervalos regulares de uno de los portales de la vecindad, las indias andinas con sus bebés fajados a la espalda, los ciegos que tanteaban con los bastones como si tuvieran extremidades articuladas y sensitivas de insectos, la pareja nueva con un niño y un perro que acababa de instalarse en el piso que había justo enfrente del suyo, al otro lado de la calle. Algunas veces el hombre enfermo se asomaba después de medianoche para ver a la vieja arreglada y pintada que sólo salía a la calle cuando el barrio estaba más desierto. Llevaba siempre una silla que parecía recogida en un vertedero, y una bolsa de plástico atada con un nudo. Escogía un cubo de basura de los que se alineaban en la acera, y plantaba la silla ante él y a continuación, seria y pulcra, lunática, deshacía el nudo de su bolsa de plástico y extraía de ella primero un mantel a cuadros, y después restos de comida, mendrugos, un vaso de plástico, un cuchillo y un tenedor, por fin una servilleta grande y sucia que se ataba bajo la barbilla. Entonces se sentaba a la mesa, hacía gestos como de hablar con algún comensal en alguna cena distinguida, bebía agua como si paladeara un vino sabroso, se limpiaba con educada pulcritud las comisuras de la boca, extendiéndose por la barbilla churretes de carmín y de grasa, y cuando había terminado de cenar lo recogía todo, lo guardaba en la bolsa de plástico, latas vacías de sardinas y envoltorios de pastelillos y vasos y platos y cubiertos, se quitaba la servilleta, doblaba el mantel con el que había tapado el cubo de basura para convertirlo en mesa de comedor, y se iba por donde había venido, con su bolsa y su silla, y ya no volvía a vérsela por las calles hasta la siguiente medianoche.
Quién eres en la conciencia de quien te ve como un desconocido, y para quien te vas volviendo poco a poco familiar, aunque no hayáis cruzado nunca una palabra, tan sólo una mirada de balcón a balcón, o en el instante en que casi os rozáis en las aceras tan estrechas del barrio: el hombre, la mujer, el niño, el perro, los operarios que vaciaron del todo la casa de enfrente, borrando cualquier rastro de quienes habían vivido en ella durante muchos años, el contenedor de escombros en la acera, y luego las paredes recién pintadas, entrevistas por el balcón abierto, pintadas de colores luminosos y suaves, como para eliminar con más eficacia las huellas de los vecinos anteriores, como se pinta de blanco por razones higiénicas el pabellón de un hospital.
Eres no tu conciencia ni tu memoria sino lo que ve un desconocido. Qué recordaba, qué veía, quién era el borracho del barrio, cuyo nombre no sabía nadie, aunque estábamos viéndolo siempre y ya no nos daba miedo como las primeras veces, cuando aparecía de noche a la vuelta de una esquina con sus greñas sucias en desorden y su pesada envergadura de oso envuelta en harapos hediondos, porque se meaba y vomitaba encima y apenas se molestaba luego en limpiarse la boca con la mano. A veces miraba con atención, con unos ojos pequeños, húmedos y azules, pero nunca hablaba con nadie, ni pedía limosna, y caminaba por el barrio como ese Robinson peludo y envuelto en pieles y harapos de los grabados antiguos, solo en las calles como en una isla donde no viviera nadie más, alimentándose del vino que muchas veces vomitaba nada más ingerirlo, vomitando igual que meaba, sin cambiar el gesto, sin molestarse en evitar la riada de orines o de vómito, tan liquido como la meada y con el mismo olor.
Se hacía con cartones, periódicos y bolsas de plástico sus cabañas de náufrago en la oquedad de algún portal, o dormía tirado en mitad de la acera, como un indigente de Calcuta, su territorio marcado por la intensidad del hedor que despedía. Cómo son los episodios de la vida de uno vistos a través de los ojos de un testigo indiferente y asiduo: el hombre del pijama sentado en el balcón veía cada tarde llegar al niño nuevo con la mochila de la escuela, y salir unos minutos más tarde comiéndose un bocadillo y llevando al perro, tirando de él o queriendo frenarlo, pero sin controlarlo nunca, el cachorro estrambótico que debería de ser tan nuevo para sus dueños como la casa recién pintada y habitada y el color de las paredes, como el nuevo barrio y la nueva vida y la escuela a la que el niño iría por primera vez.
Las cosas se repiten a diario y parece que llevan sucediendo desde siempre. El niño con la mochila, los ladridos agudos del perro en la casa que siempre tiene abiertos los balcones, el niño tirando de la correa del perro y comiéndose el bocadillo, llevándolo sin duda a la plaza de Vázquez de Mella, que es el único espacio abierto del barrio, una extensión fea y grande de hormigón, nada más que una gran plataforma alzada sobre un aparcamiento, en la que los vecinos pasean a sus perros mientras los niños del vecindario juegan a la pelota y las niñas saltan a la comba y a la rayuela y los yonquis se pinchan o fuman heroína y ni los unos ni los otros parecen verse, aunque no es posible no ver las jeringuillas tiradas, con restos de sangre, los trozos de limón muy exprimidos, las láminas quemadas de papel de plata. De noche, sobre los tejados de los edificios que rodean la plaza, ocupados por vecinos muy viejos que no han podido irse y por hostales dudosos, sobresale el alto pináculo de la Telefónica, su vasto volumen como de rascacielos soviético, coronado por la esfera amarilla y las agujas escarlata del reloj, que la niebla húmeda de las noches de invierno difumina en una fosforescencia dorada y rojiza.
Una tarde el niño vuelve corriendo y no lleva al perro, y aun desde su balcón del segundo piso el hombre enfermo del pijama ha podido ver que tiene la cara llena de lágrimas cuando pulsa el portero automático. Se abre el portal pero el niño no entra, bajan el hombre y la mujer, el niño se abraza llorando a ella como si fuera mucho más pequeño y apenas le llegara a la cintura, señala hacia la esquina, se limpia los mocos con el pañuelo que le ha dado su madre.
La vida entera es mirar y esperar, vigilar la propia respiración, con miedo a la asfixia, a la negrura de un colapso, permanecer inmóvil en un balcón, en zapatillas de paño y pijama, uniforme reglamentario de enfermo final, tal vez ya excluido del reino de los vivos, como las sombras pálidas que cruzan por la calle, siempre dobladas, con un perpetuo dolor de riñones, habitando un mundo que no es visible a los otros, siempre ansiosas por algo, apresurándose detrás de un traficante que no vuelve la cabeza, que camina erguido y rápido, seguro, despreciando.
El hombre, la mujer y el niño han desaparecido de la vista, al final de la esquina de la calle San Marcos, que es el límite del campo de visión. Al cabo de unos minutos aparece de nuevo el hombre, ahora solo, gritando un nombre que debe de ser el del perro, intentando silbar de manera inexperta. Siendo tan pequeño lo más probable es que el cachorro se haya perdido para siempre o que lo haya aplastado un coche. Pero no se rinden, van y vienen a lo largo de la tarde, pasan bajo el balcón, y sólo entran en la casa cuando ya está anocheciendo, cuando en el otro extremo del campo de visión, en la esquina de Augusto Figueroa, se ha encendido el letrero rosa del bar Santander, que es un rosa tan suave como el azul del cielo sobre los tejados, como el rosa del crepúsculo reflejado en los cristales de los pisos más altos, cuando ya es casi plena noche en la hondura de la calle.