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Empezó a dormir en los zaguanes de tiendas o bares clausurados, donde solían instalar los indigentes sus madrigueras de harapos y cajas de cartón. Había empezado el invierno y ahora llevaba sobre la camiseta y la minifalda livianas de siempre un desastrado chaquetón de piel sintética. En las mañanas de frío la piel blanca de su cara tenía una tonalidad violácea. El pelo se le estaba volviendo más ralo y sus ojos grandes y claros habían perdido casi todo rastro de color. Le pedía un cigarrillo a cualquiera y se quedaba con él en la mano, llevándoselo muy despacio a la boca, esperando a que le dieran también fuego.

Una vez le pidió tabaco o fuego al borracho del barrio, a quien nadie interpelaba nunca, sabiendo que no respondía o que no parecía entender y ni siquiera escuchar lo que se estaba diciendo. Él se encogió de hombros, gruñó algo y siguió su camino, pero esa noche, cuando la mujer tiritaba bajo su abrigo en el hueco de un portal de la calle San Marcos, vio confusamente una sombra parada delante de ella y era el borracho que le ofrecía un cigarrillo, sujetándolo entre los dedos anchos y sucios con delicadeza, como si fuera el tallo de una flor. La mujer se apartó el pelo de la cara y se puso el cigarrillo entre los labios morados de frío, y el borracho, al que nadie había visto fumar, le dio fuego alumbrando su cara de muerta en vida con la llama breve de un mechero.

Todo se sabía enseguida en el barrio: había comprado el tabaco y el mechero en la misma tienda diminuta donde se abastecía de cartones de vino blanco, y donde al día siguiente, contra toda costumbre, compró natillas y donuts rellenos de chocolate. De esa clase de porquería muy azucarada se alimentaban los yonquis: junto a las láminas quemadas de papel de plata y las jeringuillas siempre aparecían envoltorios de bollos de chocolate y envases muy apurados de natillas.

Empezó a llevarle cosas cada noche al hueco del portal tapiado donde ella se refugiaba, a veces sin despertarla, sin que ella notara su presencia entre la tiritera y el delirio. La envolvía en su chaquetón, mucho más recio que el que ella traía, y una noche se le vio arrastrando por la calle Pelayo un edredón desgarrado y mugriento que debía de haber encontrado en algún contenedor de desechos. Se movía con más diligencia, ensimismado y primitivo, como el náufrago Robinson preparando en su isla una choza o una cueva en la que pasar el invierno. De día no andaba nunca demasiado lejos de ella, aunque no se acercaba ni se hacía muy visible, permanecía atento junto a una esquina tras la que fácilmente podría ocultarse, indiferente a quienes pasaban junto a él y se apartaban por miedo o por escapar a su hedor, atento sólo a la alta figura que a esa distancia era la de una mujer muy joven y muy esbelta, que caminaba a largas zancadas entre los coches y la gente, con su extravío de gran pájaro desbaratado, que desaparecía como si se hubiera ido para siempre y volvía luego al cabo de unas horas, hasta de unos días, más ¡da y pálida que la última vez, más encogida en los zaguanes o las oquedades en las que se refugiaba cuando ya era muy de noche y no quedaba nadie en las calles oscuras, nadie salvo los muertos en vida más contumaces, los que a las tres o a las cuatro de la madrugada continuaban esperando algo, dormitando torcidos contra las esquinas.

Probablemente fue ella quien le dirigió la palabra, pidiéndole aturdida e imperiosa que le trajera otra vez cigarrillos, o yogures o dónuts de la tienda donde él entraba cuando no había nadie más y depositaba sin decir nada el importe de los cartones de vino blanco que pudiera costearse. Pagaba siempre, y nunca se le había visto pedir. La dueña de la tienda contaba que era el primogénito de una familia muy rica del norte, y especulaba sobre los abusos de un padre tiránico que lo había expulsado o desheredado y sin embargo se ocupaba de que no le faltara al hijo náufrago en la sinrazón y el alcohol un mínimo de dinero para su subsistencia y de ropa de abrigo para que no se muriera de frío en las calles.

Pero su historia verdadera no llegó a saberla nadie, igual que no se sabía su nombre, a no ser que se la contara a la mujer con la que poco a poco empezó a compartir las acampadas nocturnas en los rincones menos desabrigados del barrio. Nunca se les vio caminar juntos, pero sí se cobijaban el uno al otro en las noches heladas de aquel invierno, o más bien era él quien la cobijaba y la protegía a ella, quien permanecía despierto y atento a que no se destapara, quien le preparaba con mano experta su lecho de cartones y hojas de periódicos y la forraba luego en chaquetones, en edredones rescatados de la basura, en cualquiera de las prendas que ahora recogía por el barrio como un buhonero. Había un resplandor movedizo en la ancha oscuridad de la plaza Vázquez de Mella y era que el borracho había encendido una hoguera junto a la que se calentaba como una esfinge la mujer flaca y alta, fumando los cigarrillos que él le había traído y que él encendía con un ademán rápido cada vez que ella se llevaba uno a los labios, comiendo los yogures o las natillas que él había comprado al mismo tiempo que sus cartones de vino.

Ahora sí mendigaba. Sin decir nada, sólo tendiendo la mano y mirando a los ojos, o haciendo el gesto de llevarse un cigarrillo a la boca. Pedía dinero y pedía tabaco, y aunque no llegara a intercambiar unas palabras con nadie parecía que por primera vez era consciente de la existencia de otras personas en el mundo, de otras presencias que reclamaban su atención o de las que debía esperar algo en lo que había sido hasta entonces la soledad de su isla desierta. No compartía con la mujer el tabaco ni la heroína, ni daba la impresión de que hubiera llegado a existir un vínculo sexual entre ellos, pero sí se pasaban los litros de vino blanco, que a ella se le derramaba de la boca ancha y carnal, dejándole un brillo húmedo en los labios y en los ojos.

Se les veía en la sombra como dos animales al fondo de una madriguera, confabulados y solos en la lejanía de otra especie, como retrocedidos al salvajismo o a la inocencia de su irreparable perdición, de la fatalidad del desastre y la muerte, intocables, tan ajenos a quienes pasábamos junto a ellos, protegidos por nuestros abrigos y nuestra normalidad, camino de nuestra casa nueva y nuestra vida cálida y estable, como si de verdad habitaran en otro mundo, en el otro mundo, en una de esas cuevas u oquedades de rocas en las que se cobijarían los hombres primitivos o los náufragos.

Al cabo de algún tiempo, semanas o meses, la mujer desapareció, y nos habríamos olvidado con mayor facilidad de su existencia pasajera de no ser porque el borracho continuaba en el barrio, manso y sedentario, recluido de nuevo en un ensimismamiento sin fisuras, en el que hubiéramos querido advertir, por una rutina novelesca, un cierto desamparo sentimental, un aire más alerta, como si buscara en las esquinas de los muertos en vida la figura tan alta de la mujer que de lejos parecía una modelo. Pero tampoco a él le hacíamos ya mucho caso, porque nos íbamos acostumbrando a su presencia, en la medida en que nosotros mismos nos volvíamos presencias habituales del barrio y no prestábamos mucha atención a lo que sucedía cotidianamente en las calles, el hombre, la mujer y el niño que ya iba solo a la escuela, que salía cada tarde con su bocadillo y tirando de la correa del perro díscolo que ya estaba dejando de ser un cachorro.

También ellos se marcharon, habituales un día y al otro desparecidos para siempre, y el hombre del balcón volvió a ver que el piso de enfrente se quedaba vacío y presenció la llegada de otros inquilinos, meses o años después, no hubiera podido decirlo, porque para él el tiempo de su vida de enfermo era una lenta duración sin modificaciones reales. Meses o años después nos encontramos con un vecino antiguo que seguía viviendo en el barrio. Hablamos de los tiempos que de pronto se habían vuelto lejanos, la nueva vida intacta desdibujándose en la dulzura del pasado, y el vecino nos preguntó si nos acordábamos del borracho que andaba siempre por las calles. Nos contó que había aparecido muerto una mañana de gran helada en la plaza de Vázquez de Mella, morado de frío y con la barba y las pestañas blancas de escarcha, rígido y forrado de harapos, como esos exploradores polares que se extraviaban y enloquecían en los desiertos de hielo.

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