A veces iba con ella un hombre que al principio tampoco pareció que fuera a acabar habitando en el reino de los muertos en vida: alto, de treinta y tantos años, más distinguido que ella, como su jefe inexperto y benévolo, con gabardina y pantalones de lona, con zapatos de piel, el pelo en desorden y una estudiada sombra de barba de tres días, con un aire muy definido de periodista o arquitecto. Desaparecieron los dos y al cabo de semanas o meses sólo volvió ella, el pelo tan mal teñido que tenía chorreones negros sobre las raíces blancas de la raya, las pestañas más pintadas, la mirada más ansiosa en los ojos redondos y saltones, los labios torpemente contorneados de un rojo obsceno. Aún llevaba los mismos tacones y parecía que las mismas medias de siempre, y seguía apretando el archivador de tapas negras.
La siguiente vez, la última, ya no estaba en el barrio: tal vez un año después, al bajar por la calle de la Montera, la vi apoyada en una esquina y tardé en reconocerla: la identifiqué por la cara de secretaria pánfila y las raíces blancas en la raya del pelo, pero ya era igual a las otras mujeres de faldas muy cortas y muslos anchos y tacones altos y torcidos que rondan por esas aceras de Madrid, fumando en las esquinas, vigiladas por chulos casi tan moribundos como ellas, entre los sex shops y salones de juegos, junto a las embocaduras de calles estrechas de las que llega un olor de cañería.
Cada figura olvidada mucho tiempo vuelve a surgir con un estremecimiento de memoria, presencias de aquella vida nueva que ahora se ha vuelto recordada y lejana, como aquella casa que ahora habitan otros, aunque fue entonces tan indeleblemente nuestra como los rasgos de nuestras caras, siete años más jóvenes. Pasé hace poco junto a nuestro portal y llegué a ver desde abajo, sobre los barrotes del balcón, el techo y la parte superior de una de las paredes que nosotros hicimos pintar de amarillo claro. Era una de esas tardes largas de mayo, con un presentimiento tibio de verano y polen en el aire, y en el balcón de enfrente estaba acodado el enfermo viejo de las zapatillas y el pijama, con su mascarilla en la boca y los tubos de plástico en la nariz, mirando hacia la calle, donde tal vez me ha visto y me ha recordado o no ha llegado a reconocerme, después de estos años en los que apenas pasaba por nuestra calle de entonces.
Había otro testigo permanente de todo, ahora me acuerdo, un viejo grande, de sonrisa ancha y mofletes colorados, uno de esos viejos gallardos a los que parece que la edad vuelve más compactos y fornidos. Paseaba siempre por las calles del barrio, entre la plaza de Chueca y la de Vázquez de Mella, despacio, desde por la mañana, agrandado por un abrigo de corte rancio y opulento, con la cabeza singularmente pequeña cubierta por un sombrero tirolés, pluma verde incluida. Me fijaba en su sombrero y en sus zapatos de gigante, pero sobre todo en la perfecta complacencia de su actitud hacia el mundo, en el modo en que parecía recrearse con ecuánime objetividad en todo lo que veía a su alrededor, quedándose parado a veces para disfrutar el primer rayo de sol que alcanzaba un rincón de la plaza de Chueca en las mañanas de invierno o para contemplar con interés y aprobación las maniobras de una furgoneta de carga y descarga en medio del colapso del tráfico, o la llegada de un coche de la policía o de la ambulancia que venía a recoger a uno de los espectros que se había desplomado rígido a la entrada de un portal. Él lo observaba todo, se paraba un momento y luego continuaba el paseo, como si la riqueza y la complejidad de todo lo que le quedaba por observar todavía a lo largo de la jornada le impidiera detenerse tanto como le hubiera gustado, complacido y ausente, llevándose la mano al sombrero para saludar a Sandra en su puesto de periódicos, ayudándole a un ciego a pasar entre los coches mal aparcados en la acera, admirando las bolsas de naranjas colgadas sobre el mostrador de la frutería, hasta dedicando alguna mirada vagamente compasiva a los fantasmas de las esquinas, un gesto de idéntica consideración hacia los cacheos de la policía y las transacciones rápidas y furtivas de los camellos, que para la curiosidad aprobadora y magnánima del hombre del sombrerito tirolés parecía que formaran parte de la menuda pululación comercial del barrio. Qué raro, cruzarse con él a diario e ir reparando muy poco a poco en su asidua presencia, concederle una precisa individualidad, muy intensa y sin embargo limitada a esas apariciones en la calle, en los márgenes de la vida de uno, y de pronto no verlo y no reparar en su ausencia, o haberse ido uno mismo y olvidado los hábitos y las figuras de aquella pequeña ciudad de provincia incrustada en el corazón de Madrid, y recordar al cabo de los años, sin motivo y sin necesidad, o asistir más bien a una cadena de regresos en los que la voluntad no participa, en los que la memoria se deja llevar como por el impulso de una corriente subterránea, lugares lejanos y caras sin nombre, fragmentos de historias sin comienzo ni final, de las novelas que cada uno llevaba consigo y no contaba a nadie, y se perdieron con ellos. Cómo sería la vida de la vieja que cada medianoche ponía el mantel de su cena sobre la tapa de un cubo de basura o la del hombre y la mujer todavía jóvenes pero ya muy deteriorados que iban al barrio a buscar heroína empujando un cochecito de niño tan averiado como ellos, tan cercano al puro desguace físico, como recogido en un vertedero, el padre o la madre empujándolo por las aceras en sus paseos sonámbulos y el niño dormido a pesar del traqueteo, con el chupete a un lado de la boca entreabierta y los ojos plácidamente entornados, el niño rojo y encanado de llanto y el padre o la madre agitando el cochecito con movimientos tan bruscos que parecía que iba a acabar de deshacerse, o indiferentes al llanto, como si no escucharan, los dos fijos las esquinas por las que de un momento a otro tendría que aparecer la sombra tranquila y furtiva que aguardaban. Estarán en alguna parte ahora mismo si viven todavía, si vive cualquiera de los dos, y el niño, que entonces no tendría ni dos años, habrá cumplido ya ocho o nueve, y quizás esté envenenado por el mismo virus que sin duda llevaban entonces sus padres en la sangre, y que puede haberlo matado, como habrá matado a tantos de los espectros del barrio.
Nadie podría restablecer ahora sus rastros: los muertos en vida han desaparecido de las esquinas de Augusto Figueroa. Casi todos ellos habrán ingresado del todo en el reino de los muertos, y algunos aún sobrevivirán en hospitales o en cárceles, o se arrastrarán como zombis por las veredas entre los desmontes que llevan a los poblados de latones y chatarras de las últimas afueras de Madrid, adonde la policía los fue empujando cuando vino la consigna de limpiar de drogadictos las calles del centro. Hay una tienda de flores en el zaguán donde estuvo el kiosco de Sandra, que vendía los periódicos en chanclas y en chándal, o con una bata de felpa y una toquilla de punto en los días de invierno, y que algunas mañanas no se había afeitado, aunque sí perfilado cuidadosamente los rabos de los ojos, a la manera de Sara Montiel, su ídolo.
Otras figuras vuelven del olvido, no mucho más fantasmales que cuando se cruzaban con nosotros por las aceras del barrio. Me he acordado del borracho náufrago que nos devolvió al cachorro al que ya suponíamos muerto o perdido y entonces me ha venido a la imaginación aquella mujer muy alta y muy delgada que anduvo algún tiempo con él y desapareció enseguida, al cabo de unos meses, el tiempo máximo que sus vidas duraban cerca de las nuestras.
Viéndola de lejos se vislumbraba en ella lo que habría sido hasta no mucho tiempo atrás. Era tan alta como una modelo, y tenía igual que ellas los pómulos asiáticos, la boca grande y carnal, las piernas largas y elásticas cuando caminaba. De espaldas, o de lejos, se veía su alta figura y su melena rizada. Sólo al tenerla cerca se advertía su palidez de muerta en vida y el brillo turbio de sus grandes ojos claros, los moretones en las hermosas piernas que ya iban quedándose muy flacas, el hueco negro de los dientes que había perdido. Iba de un lado a otro por el barrio como un gran pájaro trastornado que se golpea contra las paredes y no sabe dónde está ni acierta a encontrar una salida, cabalgando sobre sus tacones y sus enérgicas piernas de modelo, recta todavía, como con un residuo de la disciplina de las pasarelas, más alta que cualquiera en el barrio, su cabeza rizada y su largo cuello manierista sobresaliendo sobre las figuras encorvadas en los conciliábulos del trapicheo o en torno a la llama de un mechero que en la penumbra de un portal calienta una lámina de papel de plata sobre la que se vuelve líquida y humea una dosis de heroína. Caminaba desarbolada y demente como si llevara mucha prisa, o se quedaba inmóvil, su figura perfilada contra una esquina, los ojos acuosos brillando tras los rizos del pelo desordenado y sucio, una sonrisa ebria o idiota en la boca en ruinas, de la que brotaba el humo de un cigarrillo que ella sostenía entre los dedos muy largos con la calculada distinción de una pose fotográfica.