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Vio de lejos que una luz se encendía en la ventana más alta de la torre. La niebla ya clareaba, apenas una gasa tenue envolviendo las cosas. Junto a la luz distinguió con un golpe de miedo una silueta inmóvil que le pareció fija en él. A esa distancia y con tan poca claridad, y en el estado de nervios en que yo me encontraba, no habría podido reconocer una cara, y sin embargo estaba seguro de que veía a la monja joven, a sor María del Gólgota, y de que ella se había asomado a ese torreón para verme, y apagaba y encendía aquella luz que tenía en la mano para hacerme saber que me reconocía. Se apagó la luz y no volvía a encenderse, pero él seguía inmóvil, mirando hacia arriba, solo en la horizontalidad desierta de la plaza, sin noción del tiempo ni del frío, inseguro ahora de haber visto algo de verdad, de no estar soñando. Me he dormido sin darme cuenta mientras creía no poder dormirme y estoy soñando que me he levantado y me he vestido y he venido hasta aquí y he visto una luz en la torre del convento y la cara blanca de la monja tan claramente como cuando el otro día se derrumbó entre mis brazos y se quedó en el suelo con la boca abierta y los párpados entornados. Pero la luz se encendió de nuevo, sólo durante un segundo, y durante una sola vez, y se movió rápidamente de un lado a otro, y luego en sentido contrario. A lo mejor estaba muerta y su fantasma o su ánima volvía para atormentarme en castigo por mi atrevimiento. Siguió mucho rato esperando, tan ensimismado, tan quieto, que las campanadas lentas y rotundas de las dos lo sobresaltaron con un escalofrío.

A la mañana siguiente tenía un recuerdo muy raro de su salida nocturna, una mezcla confusa de fantasmagoría y certidumbre: era verdad que había visto una luz encenderse y apagarse, y una silueta con tocas de monja, pero no podía estar seguro de haber visto la cara de sor María del Gólgota, y sin embargo creía acordarse con todo detalle de sus rasgos, hasta del resplandor amarillo que la luz de la lámpara le daba a su piel. Comprendía que rozaba el delirio al recordar también que la monja tenía pintados los labios de un rojo muy fuerte, los labios ásperos y calientes de fiebre que él había besado en un momento de temeridad que ahora casi también le parecía una alucinación.

– Ave María Purísima.

Estaba tan perdido en su trabajo y en sus cavilaciones que no había escuchado la puerta de cristales al abrirse, y al levantar la cabeza tuvo delante la misma figura que le ocupaba la imaginación y los sueños desde tantos días atrás. Tras su ausencia, sor María del Gólgota era más alta, más delgada y más blanca, menos joven -era verdad que no tenía a su lado el contrapunto de la vejez de sor Barranco-, pero también era, sobre todo, una mujer de verdad, no una monja, con una mirada y una voz de mujer, una voz casi ronca, sin la melosidad clerical de otras veces. Era una mujer atrapada en aquellos ropones y sayas de otros siglos, y sus ojos tenían, tuvieron durante unos segundos, una franqueza a la que él no estaba acostumbrado en su trato con otras mujeres, ni siquiera con las que más audazmente se le habían entregado. No hizo nada, ni el ademán respetuoso de ponerse en pie, no se quitó la colilla de la boca ni dejó la lezna y el zapato viejo que tenía en las manos. Sólo se escuchó a sí mismo respondiendo como todos los días:

– Sin pecado concebida.

Ella hizo un gesto de desagrado o impaciencia, miró hacia la calle, se acercó y le dijo algo, dio inmediatamente unos pasos atrás, y cuando él iba a pedirle que repitiera lo que había dicho se abrió la puerta y apareció encorvada y afanosa sor Barranco, murmurando quejas y jaculatorias, exigiendo con modos bruscos las limosnas atrasadas, riñéndole a él por fumador y aficionado a los toros más que a las novenas y a sor María del Gólgota por no haberla esperado, hasta ayer mismo en la enfermería con cuarenta de fiebre y hoy había que verla, tan gallarda, sin que el médico hubiera llegado a saber qué tenía, curada por el favor especial de la Santísima Virgen. Mientras escuchaba a sor Barranco él recapacitó y pudo entender las palabras que le había dicho en voz baja y tan rápido sor María del Gólgota, o más bien se atrevió a creer lo que había escuchado, a estar seguro de que esas palabras no eran otro desvarío de su imaginación calenturienta. Justo después de las doce espera a que yo encienda y apague tres veces la luz en la ventana más alta y empuja la puerta pequeña que hay detrás de la esquina, sube tres pisos y en el tercer rellano hay un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, empuja con cuidado la puerta y yo estaré esperándote.

Imaginación calenturienta: según avanza la historia el narrador gradúa las pausas, enfatiza las expresiones que más le gustan, las saborea como un trago de vino o una tapa de morcilla. En torno suyo el grupo se hace más compacto, la espuma se queda tibia y se deshace en alguna jarra de cerveza, olvidada sobre la barra, como los restos de las raciones que ya nadie va a terminar, y que el camarero no retira.

Me parece que lo estoy viendo, esa noche, por fin, la noche de autos, la primera, porque hubo unas cuantas, imagináoslo con su capa, su bufanda y su gorra, como el bandido Luis Candelas en aquella canción que escuchábamos de niños en la radio, os acordáis:

Debajo de la capa
De Luis Candelas
Mi corazón no corre,
Vuela que vuela.

La plaza entera está a oscuras, como boca de lobo, nada de esa iluminación que le pusieron luego para que la vieran los turistas, y que le quitó el sabor, como yo digo, vino la electricidad y se acabó el misterio. Él dobla la primera esquina, la del Ayuntamiento, por miedo a que alguien lo vea desde una ventana va muy pegado a la pared, y en el fondo no cree que vaya a ser verdad lo que la monja le prometió por la mañana, ni tampoco que él vaya a atreverse a entrar a medianoche en el convento como un ladrón o como don Juan Tenorio, porque él mismo reconoce que si de joven era muy ardiente también era muy cobarde, y de pronto le sobrevenía el pánico a que lo descubrieran y se armara en la ciudad un escándalo, y se viera señalado con el dedo, expulsado por blasfemo de la cofradía de la Santa Cena y de la Asociación Benéfica Corpus Christi, forzado tal vez a cerrar el negocio con el que se ganaba la vida, modestamente, desde luego, pero también sin apuros en aquellos tiempos tan difíciles, vetado para siempre en el palco presidencial de la plaza de toros, al que solían invitarlo en las tardes de corrida en calidad de asesor, y en el que se codeaba, fumando un puro extraordinario y llevando un clavel en el ojal de su traje de rayas, el de las grandes ocasiones, con las autoridades supremas de la ciudad, el alcalde, el comisario de la policía, el comandante de la Guardia Civil, el párroco de San Isidoro, aquel don Estanislao del que os acordaréis que a pesar de su sotana y de su fama de austeridad ejemplar era un taurino furibundo, y el año 47 le dio la extremaunción al insigne Manolete, en aquella plaza maldita de Linares.

Lo abrumaba la conciencia del peligro en el que estaba a punto de incurrir, y sin embargo no se detenía, ni daba media vuelta y regresaba a su casa, al abrigo seguro de su cama. Todavía estaba a tiempo, no había terminado de cruzar la plaza, no se había encendido ninguna luz en la ventana más alta del torreón, pero los dictados de la prudencia no afectaban a sus pasos, y para justificarse y seguir acercándose a la puertecilla lateral del convento se decía que todo podía haber sido una chanza o un delirio de la monja, todavía trastornada por la fiebre, de modo que no importaba que se quedara rondando por la plaza, ya que la luz prometida no iba a encenderse, y ni siquiera que se acercase a la puerta e intentase empujarla, porque no cedería, estaría tan cerrada a cal y canto como cualquier puerta de la ciudad a esa hora de la noche, cuando más la puerta de un convento, con cerrojo y vueltas de una gran llave y tranca de madera, como cerrábamos antes de acostarnos en los malos tiempos de la guerra, cuando cualquier noche podían venir a buscarte y te daban el paseo y te dejaban tirado en una cuneta, con los calcetines flojos y los zapatos caídos lejos de tu cuerpo, sobre todo si eras persona de orden y de fe, como lo fui siempre yo a pesar de esta debilidad mía por los pecados de la carne.

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