La otra monja, la joven, no decía nada, se le quedaba mirando como si pensara en otra cosa o miraba de soslayo a la vieja, y él, poco a poco, en aquellas mañanas de invierno en las que había tan poco trabajo, se fue fijando más en ella, fue distinguiéndola poco a poco de la otra, y también de su figura abstracta de monja, y sorprendiendo gestos tan fugaces que no parecía que hubieran sucedido, rápidas miradas como de disgusto o de hastío, el modo en que la joven a veces se frotaba las manos, o se mordía el labio inferior en un brote de impaciencia que no tenía nada de monjil, que no se correspondía con el hábito o con las sandalias bastas y el tono rezador y meloso que había casi siempre en su voz, en las pocas cosas que decía, apenas Ave María Purísima y Dios se lo pague. Al principio le había parecido que la monja joven actuaba siempre como una subordinada dócil de la otra, la segunda voz en un dúo manso y concertado de iglesia, pero día a día fue observando en ella un principio de discordia, de hostilidad oculta que sólo se revelaba en fogonazos rápidos de ira en las pupilas, el fastidio de ir siempre acompañando a una mujer muy vieja y llena de achaques y manías monótonas, conteniendo el ritmo natural de sus pasos para adaptarlo a la lentitud de la otra, las dos subiendo despacio cada mañana desde el fondo de la calle Real, las siluetas oscuras en la ciudad casi despoblada, la más joven irguiendo a veces la cabeza con un gesto involuntario o secretamente vengativo de gallardía y la vieja encorvada y afanosa, la cara tan arrugada como el manto, las manos secas y los dedos de los pies torcidos como sarmientos en las sandalias penitenciales.
Calle arriba se iban parando una por una en todas las tiendas, os acordáis de cuántas había entonces, y ya han desaparecido casi todas, en la confitería, en la ferretería, en las tiendas de juguetes y de relojes, en la sastrería, en la farmacia, en la barbería de Pepe Morillo, la misma murga todas las mañanas, el ruido de las puertas de cristales al abrirse y de la campanilla que la puerta agitaba, Ave María Purísima, sin pecado concebida, sor Barranco la vieja y la joven sor María del Gólgota, qué dos nombres. Parece que ya no se acuerda de nada, pero cuando estoy con él en su casa y su mujer no nos oye le digo, sor María del Gólgota, y se le pone una media sonrisa como de recordar muy bien y no querer decirlo, no querer todavía que se sepa el secreto, al cabo de tantísimos años. Algunas mañanas, si se retrasaba la visita, empezó a asomarse al tranco de la puerta, con su mandil de cuero y su colilla en la boca, y esperaba a verlas aparecer al fondo de la calle, cuando doblaban la esquina de la plaza de los Caídos, y entonces apagaba la colilla y se la guardaba no detrás de la oreja, sino en el cajón de la mesa, y agitaba la puerta para que el aire fresco limpiara el humo y el olor del tabaco, y apagaba la radio, en la que solía tener sintonizados concursos o programas de toros o de coplas. Qué raro, pensaba, no haberme fijado hasta ahora, no haber visto más que una cara redonda y blanca de monja como cualquier otra. Ahora se daba cuenta de que tenía los ojos grandes y rasgados, y las manos largas y muy delicadas de forma, a pesar de que estaban siempre enrojecidas, de lavar con agua fría, algunas veces moradas de sabañones. Y su cara, a pesar de estar ceñida por una toca, no tenía la redondez algo cruda que solía tener la cara de las monjas, porque era una cara fuerte, un poco a lo Imperio Argentina, dice él, que de joven se pasaba la vida en el Ideal Cinema, nada más cruzando la calle desde el portal de su zapatería, y que en las películas era aficionado a lo mismo que en la realidad, a las mujeres, sobre todo a las artistas de los musicales que bailaban con los muslos al aire, o las que hacían de Jane en las películas de Tarzán, con aquellas falditas tan cortas de piel, y sobre todo, por encima de todas las cosas, a las bañistas en technicolor de las películas de Esther Williams, la propia Esther Williams la primera de todas.
Le gustaba acordarse de eso, de que la monja más joven, sor María del Gólgota, tenía la barbilla como Imperio Argentina, y de que a pesar de los ropones lúgubres de vez en cuando le era posible hacerse una idea rápida de alguna de sus formas, no el pecho, desde luego, que llevaría como fajado o amortajado, sino una rodilla, o el presentimiento de una cadera o un muslo, cuando subía por la calle y el viento le daba de frente, o el dibujo del talón y el tobillo que prometían la longitud desnuda de las piernas tan blancas en la cavidad sombría del hábito.
– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida.
Contestaba sin levantar los ojos de lo que estuviera haciendo, por miedo a que la vieja sor Barranco, que miraba siempre con tanta desconfianza, descubriera una atención excesiva en sus pupilas, y recreándose también en la postergación de su deleite, en el momento en que vería la cara joven de sor María del Gólgota y procuraría conseguir de ella un gesto de simpatía, o de complicidad en su disgusto, en sus miradas de soslayo. Él me dice, o me decía hasta hace nada, que una de sus reglas en esta vida ha sido el buscarse mujeres que no fueran muy guapas, porque dice que las guapas no se dan completamente en la cama, no le ponen ni de lejos la misma fe que la que es un poco fea y tiene que compensarlo haciendo méritos. Las artistas guapas, en el cine, o en las revistas ilustradas. Si es fea la que tienes debajo pues apagas la luz o te las arreglas para no mirarle la cara, dice el tío, pero el rendimiento práctico no tiene comparación, y además hay mucha menos competencia. Salta la carcajada en la barra del bar, frente a las cañas recién servidas y las raciones de calamares y pescado frito, y el narrador de la historia bebe un gran trago de cerveza, chasquea los labios, pica algo y se dispone a seguir contando, tan halagado por la atención de los otros que no repara en que habla muy alto.
Pero ésta, aunque era guapa, sí que le gustaba. Le gustaba tanto que empezó a imaginarse cosas y a tener miedo de dar un paso en falso y cometer alguna tontería. Se me quedaba mirando y me parecía que quería decirme algo, y hacía un gesto señalando a la vieja, como diciéndome, si pudiera librarme de ella, pero luego yo recapacitaba cuando se habían ido y no estaba seguro de haber visto lo que me imaginaba, y al día siguiente llegaban las dos, Ave María Purísima, sin pecado concebida, y por más que yo me fijaba en sor María del Gólgota no veía que me hiciera ninguna señal, o ni siquiera me miraba, ni hacía ningún gesto, se quedaba allí parada mirando un cartel de toros mientras sor Barranco me sacaba la limosna del día y cuando se marchaban decía, Dios se lo pague, y era como si en todo el rato no me hubiera visto, o como si fuera una monja igual que cualquier otra y todo lo que yo había creído ver en ella no fueran más que imaginaciones mías, delirios de estar tantas horas solo y sin hablar con nadie y nada más que clavando puntas y cortando medias suelas rodeado de zapatos viejos, que son la cosa más triste del mundo, porque a mí siempre me hacían pensar en los muertos, sobre todo en esa época, en invierno, cuando todo el mundo se iba a la aceituna y podía pasarse el día entero sin que entrara nadie a hablar conmigo. En la guerra, cuando yo era chico, vi muchas veces zapatos de muertos. Fusilaban a alguien y lo dejaban tirado en una cuneta o detrás del cementerio y los niños íbamos a ver los cadáveres, y yo me fijaba en que a muchos se les habían salido los zapatos, o se veían unos zapatos tirados o un zapato solo y no se sabía de qué muerto eran. Lo mismo se me olvida todo que me acuerdo de cosas que no sé lo que son. Me acuerdo de haber visto hace muchos años en uno de esos noticiarios en blanco y negro que daban en los cines montañas y montañas de zapatos viejos, en aquellos campos que había en Alemania. Pero veo cosas que pasaron hace mucho tiempo y no me acuerdo de lo que he hecho esta mañana, y me parece que me llaman o que me preguntan algo y contesto y mi mujer me dice que vaya manía que he cogido de hablar solo.