Bajaba embozado por los callejones, desembocaba en la plaza inmensa y oscura de Santa María, una figura solitaria que procuraba deslizarse cerca de las paredes, que se quedaba inmóvil en la esquina del palacio del Ayuntamiento, el único habitante de la ciudad que permanecía despierto a esas horas, casi el único, porque al otro lado de la plaza, en uno de esos edificios colosales y sombríos que tienen de noche algo de grabados fantásticos o decorados de ópera, había alguien que también esperaba contando los minutos y las campanadas del reloj: todas las noches, después de las doce, ella dejaba descorrido el cerrojo de una puertecilla lateral y encendía y apagaba tres veces una linterna de petróleo en la ventana más alta del torreón, y ésa era la señal que él esperaba para cruzar la plaza y empujar la puerta cuyos goznes ella había aceitado y asegurarla luego por dentro con un cerrojo que también se deslizaba en silencio. Sube muy despacio, no enciendas ninguna luz, ni siquiera un mechero o una cerilla, cuenta tres rellanos y cuarenta y cinco escalones, en el tercer rellano habrá un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, toca suave tres veces para que sepa que eres tú y empújala y yo estaré esperándote.
Ahora que se le borraban tantos recuerdos y se le olvidaban itinerarios, obligaciones y palabras, le volvían de vez en cuando voces muy precisas, mezcladas con las que escuchaba mientras iba paseando sin rumbo, voces del ayer muy lejano superpuestas a las de un ahora mismo en el que con frecuencia no sabía dónde estaba, como si padeciera rachas no de amnesia, sino de sonambulismo, y se despertara de pronto en una plaza no de su pueblo querido, sino del centro de Madrid, vestido con una ropa que tardaba en reconocer como suya, huésped de un cuerpo viejo y lento que no podía ser el suyo, llamado por voces poderosas o atraído por impulsos antiguos que no sabía adonde lo llevaban.
Ave María Purísima, le decían, y él contestaba:
– Sin pecado concebida.
Oía las dos voces simultáneas, al mismo tiempo que el ruido de la puerta de cristales al abrirse, y ya no levantaba la cabeza inmediatamente ni interrumpía el trabajo, acostumbrado a esa misma aparición de casi todas las mañanas, a la diferencia de las dos voces y los dos acentos, tan contrastada como las figuras con las que se correspondían, y que vistas de lejos parecían idénticas: las dos monjas con los hábitos iguales, ropones pardos y tocados negros, una más alta y más joven que la otra, las dos con aquellas sandalias que debían de dejarles helados los pies, los pies tan blancos como las manos y las caras, con una blancura translúcida en una de ellas y terrosa y muerta en la otra, la una con la voz limpia y nítida y un acento de muy hacia el norte, la otra ronca, bronquítica, con una ruda entonación aldeana. Pero las dos voces tan dispares sonaban al mismo tiempo cuando una de las monjas empujaba la puerta de cristales mal ajustados y él no tenía que levantar la cabeza para saber enseguida con qué expresión iban a mirarlo cada una de las dos, de súplica amable la una y de malhumorada exigencia la otra, paradas delante de su mesa de zapatero remendón, pidiendo casi cada día una limosna para los pobres, algún par de zapatos viejos que a él ya no le sirvieran, unos céntimos sueltos para las velas del altar o para comprarle medicinas a una madre muy enferma. Pero no hacía falta que enunciaran la petición, porque el tono de sus dos voces ya la declaraba, exactamente simultáneas y concertadas a pesar de que no podían ser distintas, igual que no se parecían en nada las dos monjas y sin embargo eran idénticas si se las veía de lejos, cuando subían desde el fondo de la calle Real en las mañanas de aquel invierno, mañanas frías y desiertas, porque había empezado la aceituna y media ciudad estaba en el campo recogiendo la cosecha, de tal modo que la calle sólo se animaba un poco a la caída de la tarde.
– Ave María Purísima.
Hacía como que estaba irritado con ellas, o hastiado de su persistencia, pero si estaba fumando cuando las veía entrar se quitaba la colilla de la boca y la apagaba apresuradamente contra el filo de la mesa, guardándosela detrás de la oreja, porque no estaban los tiempos para desperdiciar ni una hebra de tabaco. Incluso hacía un confuso ademán como de inclinar la cabeza o de ir a ponerse en pie antes de contestarles con un tono algo burlesco de resignación:
– Sin pecado concebida.
Ya sabéis que sigue siendo un viejo de gran porte, aunque en los últimos tiempos parece que tiene un poco rara la cabeza, pero entonces, con treinta años que tendría, llamaba la atención por lo alto que era, y no se privaba de hacer bromas con las parroquianas que le llevaban a remendar sus zapatos, bromas de doble sentido que más de una vez pasaron a mayores, si bien él tuvo siempre la discreción y la astucia necesarias para que nada llegara a saberse. Al fin y al cabo era directivo de una cofradía de Semana Santa, y desfilaba con una vela en la procesión del Corpus Christi, y entre su clientela -su parroquia, como se decía entonces- había curas de las iglesias próximas, y hasta oficiales del cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba en la plazuela de al lado. Pero él las mataba callando, y os asombraría saber a cuántas damas de buen ver y comunión diaria se pasó por la piedra, aprovechando que iba a llevarles un par de zapatos recién arreglados a una hora a la que el marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela, y algunas veces, lo sé porque él mismo me lo ha contado, las hacía pasar a la trastienda, que era todavía más diminuta que el portal donde trabajaba, y allí les levantaba las faldas y se las beneficiaba contra la pared, en un arrebato de calentura. Entonces las mujeres eran mucho más ardientes que ahora, dice, o decía, porque ya cuenta poco, no como antes, que en cuanto yo le sacaba el tema se embalaba y no había modo de pararlo, y además era un corte ir con él por la calle, porque hablaba muy alto y se las quedaba mirando a todas con un descaro que ya no se lleva, y que tampoco es propio de un hombre de sus años. Mira, no te lo pierdas, mira qué culo, qué tetas tiene ésa, qué andares. El se confesaba, claro, y hacía penitencias tremendas, casi todos los años salía descalzo en la procesión, y algunas veces llevando una cruz muy pesada, eso sí, sin que lo supiera nadie, fuera de su confesor, don Diego, seguro que os acordáis, aquel cura tan colorado que era párroco en Santa María, y que cada dos por tres le amenazaba con negarle la absolución. Se puede cumplir la penitencia, Mateo, pero si no hay propósito de enmienda el sacramento no limpia los pecados. Lo que ocurre es que él, en el fondo de su alma, no creía que el sexto mandamiento fuera tan serio como los otros nueve, sobre todo si uno lo quebrantaba con discreción y amplio disfrute de las partes implicadas, sin escándalo ni daños a terceros, y además sin los tratos degradantes y la falta de higiene que traía consigo el ir de putas, hábito muy extendido entonces, cuando aún había casas legalmente abiertas, pero en el que Mateo decía con orgullo que nunca incurrió. ¿Cómo iba yo a disfrutar con una mujer que estaba conmigo porque le había pagado?
Aquel año fue el del trono nuevo para la Santa Cena, cuando aquel escultor que le debía tanto dinero le pagó a nuestro amigo retratándolo como San Mateo. Mírelo, hermana, decía la monja vieja, fíjese en este zapatero, que tiene la misma cara que el Apóstol, lo que seguro que no tiene es su santidad. Estamos hechos de barro, madre, somos pecadores, aunque buenos cristianos, y no todos podemos dedicarnos en exclusiva como hacen ustedes al culto divino. ¿No dijo eso Cristo en casa de Marta y María? ¿Y no dijo Santa Teresa que nuestro señor también andaba entre los pucheros? Pues a lo mejor también anda por aquí entre mis zapatos viejos y mis medias suelas. Más obras de caridad y menos palabras, remendón, que la fe sin obras es una fe muerta, y además es de paganos tanta afición a los toros. Menos carteles de corridas y más láminas de santos…