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Paseamos. Caminamos. Fuimos a ver a Julius el policía. Preguntaron si el buen Ulises entendía el alemán. Si conocía el secreto. No entiende, dije, no conoce los secretos. Pero es inteligente, dijeron. No es inteligente, dije, es bueno, sólo duerme y lee y no hace ejercicios. Queríamos irnos. ¡Nada de que hablar! ¡Estamos ocupados!, dije. El buen Ulises los miraba y asentía. Ahora era yo la estatua. El buen Ulises miraba y recorría el cuarto de Julius y miraba hacia todas partes. No se estaba quieto. Dibujos. Gunther cada vez más nervioso. ¡Estamos ocupados y queremos irnos!, dije. Entonces Gunther cogió al buen Ulises de los hombros y le dijo ¿por qué te mueves como una ladilla? ¡Quieto! Y Julius dijo: la rata está nerviosa. El buen Ulises se hizo a un lado y Gunther sacó su puño metálico. No lo toques, dije, dentro de una semana recibo mi herencia. Y Gunther guardó su puño metálico en el bolsillo y empujó al buen Ulises hasta un rincón del cuarto. Luego hablamos de Propaganda. Me mostraron papeles y fotos. En una foto aparecía yo, de espaldas. Soy yo, dije, esta foto es vieja. Me mostraron fotos nuevas, papeles nuevos. La foto de un bosque, una cabaña en el bosque, una suave pendiente. Conozco este lugar, dije. Claro que lo conoces, Heimito, dijo Julius. Después vinieron más palabras y más palabras y más papeles y más fotos. ¡Todo viejo! Silencio, astucia, no dije nada. Después nos despedimos y marchamos caminando a casa. Gunther y Peter nos acompañaron durante un rato. Pero el buen Ulises y yo íbamos en silencio. Astutos. Caminamos y caminamos. Gunther y Peter se metieron en el metro y el buen Ulises y yo caminamos y caminamos. Sin hablar. Antes de llegar a casa entramos en una iglesia. La Ulrichkirche de la Burggasse. ¡Yo me metí en una iglesia y el buen Ulises me siguió, protegiendo mis pasos!

Intenté rezar. Intenté dejar de pensar en las fotos. Esa noche comimos pan y el buen Ulises me preguntó por mi padre, por mis amigos, por mis viajes. Al día siguiente no salimos a la calle. Pero al otro día sí salimos porque el buen Ulises tenía que ir al correo y ya en la calle decidimos no volver a casa y caminar. ¿Estás nervioso, Heimito?, preguntaba el buen Ulises. No, no lo estoy, le respondía yo. ¿Por qué miras hacia atrás a cada rato? ¿Por qué miras hacia los lados? La astucia nunca está de más, le contestaba. No teníamos dinero. Encontramos a un viejo en el parque Esterhazy. Le daba de comer a las palomas, pero las palomas ignoraban sus migas. Me acerqué por detrás y le di un puñetazo en la cabeza. El buen Ulises registró sus bolsillos pero no encontró dinero, sólo monedas y migas de pan y una billetera que nos llevamos. En la billetera había una foto. El viejo se parecía a mi padre, dije. Arrojamos la billetera a un buzón de correos. Después estuvimos dos días sin salir de casa y al final sólo teníamos migas de pan. Así que fuimos a visitar a Julius el policía. Salimos con él. Entramos en un bar de la Favoriten strasse y escuchamos sus palabras. Yo miraba la mesa, la superficie de la mesa y las gotas de coca-cola derramadas. Ulises hablaba en inglés con Julius el policía y le contaba que en México las pirámides eran más grandes y más numerosas que en Egipto. Cuando levanté la vista de la mesa divisé, junto a la puerta del bar, a Gunther y a Peter. Parpadeé y desaparecieron. Pero media hora después o cinco minutos después aparecieron en nuestra mesa y se sentaron con nosotros.

Esa noche hablé con el buen Ulises y le conté que conocía una casa en el campo, una cabaña de madera al pie de una suave colina de pinos. Le dije que no quería volver a ver a mis amigos. Luego hablamos de Israel, del calabozo de Beersheba, del desierto, de las rocas amarillas y de los alacranes que sólo salían de noche, cuando el ojo del hombre no podía distinguirlos. Tal vez deberíamos volver, dijo el buen Ulises. Los judíos seguramente me matarían, dije yo. No te harían nada, dijo el buen Ulises. Los judíos me matarían, dije yo. Entonces el buen Ulises se tapó la cabeza con una toalla sucia, pero igual parecía que seguía mirando por la ventana. Yo me quedé mirándolo un rato y pensando cómo sabía él que no me harían nada. Me arrodillé y puse los brazos en cruz. Diez, quince, veinte flexiones. Hasta que me aburrí y me puse a dibujar.

Al día siguiente volvimos al bar de la Favoriten strasse. Allí estaba Julius el policía y seis de sus amigos. Tomamos el metro en Taubstumengasse y salimos en Praterstern. Escuché aullidos. Corrimos. Sudamos. Al día siguiente uno de mis amigos vigilaba mi casa. Se lo dije al buen Ulises. Pero éste no vio nada. Por la noche nos peinamos. Nos lavamos la cara y salimos. En el bar de la Favoritenstrasse Julius el policía nos habló de dignidad, de evolución, del maestro Darwin y del maestro Nietzsche. Yo traduje para que el buen Ulises entendiera sus palabras, aunque yo no entendía nada. La oración de los huesos, dijo Julius. El anhelo de la salud. La virtud del peligro. El tesón de los olvidados. Bravo, dijo el buen Ulises. Bravo, dijeron los demás. Los límites de la memoria. La sagacidad de las plantas. El ojo de los parásitos. La agilidad de la tierra. El mérito del soldado. La astucia del gigante. El agujero de la voluntad. Magnífico, dijo el buen Ulises en alemán. Extraordinario. Bebimos. Yo no quería cerveza, pero me pusieron una jarra delante y dijeron bebe, Heimito, no te hará daño. Bebimos y cantamos. El buen Ulises cantó algunas estrofas en español y mis amigos lo observaron con miradas de lobo y se rieron. ¡Pero ellos no entendían lo que cantaba el buen Ulises! ¡Ni yo! Bebimos y cantamos. De vez en cuando Julius el policía decía dignidad, honor, memoria. Me pusieron varias jarras. Con un ojo observaba la cerveza que temblaba en el interior de las jarras y con el otro ojo observaba a mis amigos. Ellos no bebían. Por cada jarra suya yo bebía cuatro. Bebe, Heimito, no te hará daño, decían. También al buen Ulises le daban de beber. Bebe, mexicanito, decían, no te hará daño. Y cantábamos. Baladas sobre la casa en el campo, bajo la suave colina. Y Julius el policía decía: hogar, terruño, patria. El dueño del bar se acercó a beber con nosotros. Vi cómo le guiñaba un ojo a Gunther. Vi cómo Gunther le guiñaba un ojo a él. Vi cómo evitaba mirar hacia el rincón en donde estaba el buen Ulises. Bebe, Heimito, me decían, no te hará daño. Y Julius el policía sonreía, halagado, y decía gracias, gracias, lo sé, lo sé, no es para tanto, por favor. Extraordinario. Implacable. Y entonces dijo: rectitud, deber, traición, castigo. Y nuevamente lo felicitaron, pero entonces ya sólo unos pocos sonreían.

Después salimos todos juntos. Como una piña. Como los dedos de una mano de acero. Como un guantelete en el viento. Pero en la calle comenzamos a separarnos. En grupos cada vez más pequeños. Cada vez más separados. Hasta que perdimos de vista a los demás. En nuestro grupo iba Udo y cuatro amigos más. En dirección al Belvedere. Por la Karolinengasse y luego por la Belvederegasse. Y algunos hablaban y otros preferían no hablar y mirar el suelo que pisábamos. Las manos en los bolsillos. Los cuellos levantados. Y yo le dije al buen Ulises: ¿sabes lo que estamos haciendo aquí? Y el buen Ulises me contestó que más o menos se estaba haciendo una idea. Y atravesamos la Prinz Eugen Strasse y yo le pregunté al buen Ulises qué clase de idea era ésa. Y él me contestó: más o menos la misma que te estás haciendo tú, Heimito, más o menos la misma. Los demás no entendían el inglés o si alguno lo entendía aparentaba no entenderlo. Cuando entramos en el parque yo me puse a rezar. ¿Qué murmuras, Heimito?, dijo Udo, que iba a mi lado. No, no, no, dije yo mientras las ramas de los árboles que íbamos apartando me rozaban la cara y el pelo. Luego miré hacia arriba y no vi ni una estrella. Llegamos a un claro: todo era verde oscuro, hasta las sombras de Udo y de mis amigos. Nos quedamos quietos, las piernas abiertas, y las luces bailaban detrás de los árboles y de las plantas, lejanas, inalcanzables. Los puños americanos salieron de los bolsillos de mis amigos. ¡Sin decir una palabra! O si dijeron algo yo no lo entendí. Pero no creo que dijeran nada. ¡Nos habíamos detenido en un lugar secreto y no era necesario hablar! ¡Creo que ni siquiera nos mirábamos! ¡Me dieron ganas de ponerme a gritar! Pero entonces vi que el buen Ulises sacaba algo del bolsillo de su chaqueta y se abalanzaba contra Udo. Yo también me moví. Cogí a uno de mis amigos por el cuello y le di un puñetazo en la frente. Me golpearon por detrás. Uno, dos, uno, dos. Otro me golpeó por delante. Sentí en los labios el sabor metálico de su puño americano. Pero pude retener a uno de mis amigos por el hombro y con un movimiento brusco descargué al que tenía sobre la espalda. Creo que le rompí una costilla a alguien. Sentí una oleada de calor. Escuché los gritos de Udo pidiendo ayuda. Rompí una nariz. Vamonos, Heimito, dijo el buen Ulises. Lo busqué y no lo vi. ¿Dónde estás?, dije. Aquí, Heimito, aquí, tranquilízate. Dejé de golpear. En el claro había dos cuerpos tirados sobre la hierba, los demás se habían ido. Estaba cubierto de sudor y no podía pensar. Descansa un momento, dijo el buen Ulises. Me arrodillé y extendí los brazos en cruz. Vi al buen Ulises acercarse a los caídos. Por un momento creí que los iba a degollar, aún tenía el cuchillo en la mano, y pensé que se haga la voluntad de Dios. Pero el buen Ulises no levantó su arma contra los cuerpos caídos. Registró sus bolsillos y tocó sus cuellos y acercó su oído a sus bocas y dijo: no hemos matado a nadie, Heimito, podemos irnos. Me limpié la jeta herida con la camisa de uno de mis amigos. Me peiné. Me levanté. ¡Sudaba como un cerdo! ¡Las piernas me pesaban como las de un elefante! Pero igual corrí y corrí y luego caminé e incluso silbé hasta que por fin salimos del parque. Por Jacquingasse hasta Rennweg. Y luego por la Marokkanergasse hasta el Konzerthaus. Y luego por Lisztstrasse hasta Lothringerstrasse. Los días siguientes estuvimos solos. Pero salimos a la calle. Una tarde vimos a Gunther. Nos miró de lejos y luego se alejó. No le hicimos caso. Una mañana vimos a dos de mis amigos. Estaban en una esquina y cuando nos vieron se marcharon. Una tarde, en la Karntner Strasse, el buen Ulises vio a una mujer, de espaldas, y se acercó a ella. Yo también la vi, pero no me acerqué. Me quedé a diez metros, luego a once metros, luego a quince metros, luego a dieciocho metros. Y vi cómo el buen Ulises la llamaba y ponía su mano en el hombro de la mujer y ésta se volvía y el buen Ulises se disculpaba y la mujer seguía caminando.

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