Una tarde la madre de Arturo fue a la casa de mi hermano a buscarme. Dijo que su hijo le había mandado una carta de lo más complicada. Me la enseñó. El sobre contenía la carta de Arturo y una carta-presentación escrita por el novelista ecuatoriano Vargas Pardo para el novelista catalán Juan Marsé. Lo que su madre tenía que hacer, según explicaba Arturo en su carta, era presentarse en la casa de Juan Marsé, cerca de la Sagrada Familia, y darle a éste la presentación de Vargas Pardo. La presentación era más bien escueta. Las primeras líneas eran un saludo a Marsé en el que mencionaba, por lo demás enrevesadamente, un incidente al parecer festivo en una calle de los alrededores de la plaza Garibaldi. Luego seguía una presentación más bien somera de Arturo y acto seguido pasaba a lo que de verdad importaba, la situación de la madre del poeta, el ruego de que hiciera cuanto estuviera al alcance de su mano para conseguirle un trabajo. ¡Vamos a conocer a Juan Marsé!, dijo la madre de Arturo. Se la veía feliz y orgullosa de lo que su hijo había hecho. Yo tenía mis dudas. Quería que la acompañara a visitar a Marsé. Si voy sola, dijo, voy a estar demasiado nerviosa y no sabré qué decirle, en cambio tú eres escritor y si se tercia me puedes sacar del apuro.
La idea no me seducía, pero accedí a acompañarla. Fuimos una tarde. La madre de Arturo se arregló un poco más de lo habitual, pero de todas formas su estado era lamentable. Tomamos el metro en plaza Cataluña y nos bajamos en la Sagrada Familia. Poco antes de llegar le dio un conato de ataque de asma y tuvo que utilizar su inhalador. Fue el mismo Juan Marsé el que nos abrió la puerta. Lo saludamos, la madre de Arturo le explicó qué era lo que quería, se hizo un lío, habló de «necesidades», de «urgencias», de «poesía comprometida», de «Chile», de «enfermedad», de «situaciones infames». Pensé que se había vuelto loca. Juan Marsé miró el sobre que le extendía y nos hizo pasar. ¿Quieren tomar algo?, dijo. No, muy amable, dijo la madre de Arturo. No, gracias, dije yo. Luego Marsé se puso a leer la carta de Vargas Pardo y nos preguntó si lo conocíamos. Es amigo de mi hijo, dijo la madre de Arturo, creo que una vez estuvo en mi casa, pero no, no lo conocía. Yo tampoco lo conocía. Una persona muy simpática, Vargas Pardo, murmuró Marsé. ¿Y hace mucho que usted no vive en Chile?, le preguntó a la madre de Arturo. Muchísimos años, sí, tantos que ya apenas me acuerdo. Luego la madre de Arturo se puso a hablar de Chile y de México y Marsé se puso a hablar de México y no sé en qué momento los dos ya estaban tuteándose, riéndose, yo también, Marsé seguramente contó un chiste o algo similar. Casualmente, dijo, sé de una persona que tiene algo que tal vez te pueda interesar. No es un trabajo sino una beca, una beca para estudiar educación especial. ¿Educación especial?, dijo la madre de Arturo. Bueno, dijo Marsé, creo que así se le llama, está relacionado con la educación de los deficientes mentales o con los niños con el síndrome de Down. Ah, eso me encantaría, dijo la madre de Arturo. Al cabo de un rato nos fuimos. Llámame por teléfono mañana, dijo Marsé desde la puerta.
Durante el viaje de vuelta no paramos de reírnos. A la madre de Arturo, Juan Marsé le pareció buen mozo, con unos ojos preciosos, un tipo regio, y qué simpático y sencillo. Hacía mucho que no la veía tan contenta. Al día siguiente llamó y Marsé le dio el teléfono de la mujer que daba las becas. Al cabo de una semana la madre de Arturo estaba estudiando para ser educadora de deficientes mentales, autistas, personas con síndrome de Down en una escuela de Barcelona, en donde a la par que estudiaba hacía prácticas. La beca era por tres años, renovable año tras año dependiendo de las calificaciones. Poco después ingresó en el Clínico para ser tratada de su hipertiroidismo. Al principio pensamos que la iban a operar, pero no fue necesario. Así que cuando Arturo llegó a Barcelona su madre estaba muchísimo mejor, la beca no era demasiado generosa pero le permitía ir tirando, incluso tuvo dinero para comprar chocolates de muchas clases, pues sabía que a Arturo le gustaba el chocolate y el chocolate europeo, como todo el mundo sabe, es infinitamente mejor que el mexicano.
7
Símeme Darríeux, rué des Petites Écuries, París, julio de 1977. Cuando Ulises Lima llegó a París no conocía a nadie más que a un poeta peruano que había estado exiliado en México y a mí. Yo sólo lo había visto una vez, en el café Quito, una noche que estaba citada con Arturo Belano. Hablamos un poco los tres, lo que duraron los cafés con leche, y luego Arturo y yo nos fuimos.
A Arturo sí que lo conocí bien, aunque desde entonces nunca más lo he vuelto a ver y con casi toda probabilidad nunca más lo vuelva a ver. ¿Que qué hacía yo en México? En teoría estudiar antropología, pero en la práctica viajar y conocer el país. También asistía a muchas fiestas, es impresionante el tiempo libre del que disponen los mexicanos. El dinero (estaba becada) por descontado no me alcanzaba para todo lo que quería, así que me puse a trabajar para un fotógrafo, Jimmy Cetina, al que conocí en una fiesta en un hotel, creo que el Vasco de Quiroga en la calle Londres, y mi economía mejoró considerablemente. Jimmy hacía desnudos artísticos, así los llamaba él, en realidad era pornografía light, desnudos integrales y poses provocativas, o secuencias de strip-tease, todo en su estudio en los altos de un edificio en Bucareli.
Ya no recuerdo cómo conocí a Arturo, tal vez a la salida de una sesión de fotografía, en el edificio de Jimmy Cetina, tal vez en un bar, tal vez en una fiesta. Puede que fuera en la pizzería de un norteamericano al que le decían Jerry Lewis. En México la gente se conoce en los lugares más inverosímiles. Lo cierto es que nos conocimos y nos caímos bien, aunque tardamos casi un año en acostarnos juntos.
A él le interesaba todo lo que proviniera de Francia, en ese aspecto era un poco ingenuo, creía que yo, que estudiaba antropología, tenía obligatoriamente que conocer, por ejemplo, la obra de Max Jacob (el nombre me suena, pero nada más), y cuando yo le decía que no, que lo que las jóvenes francesas leían era otra cosa (en mi caso, Agatha Christie), bueno, él simplemente no se lo podía creer y pensaba que le estabas tomando el pelo. Pero era comprensivo, quiero decir, parecía pensar en términos de literatura todo el tiempo, pero no era un fanático, no te despreciaba si no habías leído en tu vida a Jacques Rigaut, y además a él también le gustaba Agatha Christie y a veces nos pasábamos horas recordando algunas de sus novelas, repasando los enigmas (yo tengo pésima memoria, la de él, en cambio, era buenísima), reconstruyendo esos asesinatos imposibles.
No sé qué fue lo que me atrajo de él. Un día lo llevé a mi departamento, en donde vivía con otros tres estudiantes de antropología, un norteamericano de Colorado y dos francesas, y al final, a las cuatro de la mañana, terminamos en la cama. Antes yo le había advertido acerca de una de mis peculiaridades. Le dije, medio en serio, medio en broma, estábamos riéndonos en el jardín del Museo de Arte Moderno, en donde están las esculturas, qué horror de esculturas, le dije: Arturo, nunca te acuestes conmigo porque yo soy masoquista. ¿Y cómo es eso?, dijo él. Pues que me gusta que me peguen cuando hago el amor. Entonces Arturo dejó de reírse. ¿Lo dices en serio?, dijo. Completamente en serio, dije yo. ¿Y de qué manera te gusta que te peguen?, dijo. Golpes, dije yo, me gusta que me den bofetadas en la cara, que me azoten las nalgas, cosas de ese tipo. ¿Fuerte?, dijo él. No, no muy fuerte, dije yo. En México no debes coger mucho, dijo él después de pensar un rato. Le pregunté por qué lo decía. Por las marcas, miss Marple, dijo él, nunca te he visto magullada. Claro que hago el amor, repliqué, soy masoquista pero no bruta. Arturo se rió. Creo que pensó que yo bromeaba. Así que esa noche, ese amanecer, mejor dicho, cuando nos metimos en mi cama, me trató con mucha dulzura y a mí me dio corte interrumpirlo, si me quería lamer entera y darme besitos muy suaves, pues que lo hiciera, pero al poco rato advertí que no se le ponía dura, se la cogí y se la acaricié un ratito, pero nada, entonces le pregunté al oído si estaba preocupado por algo y él dijo que no, que estaba bien, y seguimos magreándonos otro rato más, pero era evidente que no se le iba a levantar, y entonces yo le dije está bien, no te esfuerces más, no sufras más, si no quieres no quieres, suele pasar, y él encendió un cigarrillo (fumaba unos que se llamaban Bali, qué nombre más curioso) y se puso a hablar de la última película que había ido a ver, y luego se levantó y estuvo dando vueltas desnudo por la habitación, fumando y mirando mis cosas, y luego se sentó en el suelo, junto a la cama, y se puso a contemplar mis fotografías, algunas de las fotografías artísticas de Jimmy Cetina que yo guardaba no sé por qué, porque soy tonta, seguramente, y yo le pregunté si le excitaban, y él dijo que no pero que estaban bien, que yo estaba muy bien, tú eres muy hermosa, Simone, dijo, y en ese momento, no sé por qué, a mí se me ocurrió decirle que se metiera en la cama, que se pusiera encima de mí y que me diera golpecitos en las mejillas o en el culo, y él me miró y dijo yo soy incapaz de hacer eso, Simone, y luego se corrigió y dijo: también soy incapaz de eso, Simone, pero yo le dije venga, valor, métete en la cama, y él se metió, me di la vuelta y levanté las nalgas y le dije: empieza a pegarme poco a poco, has de cuenta que esto es un juego, y él me dio mi primer azote y yo hundí la cabeza en la almohada, no he leído a Rigaut, le dije, ni a Max Jacob, ni a los pesados de Banville, Baudelaire, Catulle Mendés y Corbiere, lectura obligatoria, pero sí que he leído al Marqués de Sade. ¿Ah, sí?, dijo él. Sí, dije yo, acariciándole la verga. Los golpes en el culo cada vez los daba con mayor convicción. ¿Qué has leído del Marqués de Sade? La filosofía en el tocador, dije yo. ¿Y Justine? Naturalmente, dije yo. ¿Y Juliette? Por supuesto. ¿Y Los 120 días de Sodoma? Claro que sí. Para entonces estaba húmeda y gimiendo y la verga de Arturo enhiesta como un palo, así que me volví, me abrí de piernas y le dije que me la metiera, pero que sólo hiciera eso, que no se moviera hasta que yo se lo dijera. Fue rico sentirlo dentro de mí. Abofetéame, le dije. En la cara, en las mejillas. Méteme los dedos en la boca. Él me abofeteó. ¡Más fuerte!, le dije. Él me abofeteó más fuerte. Ahora, empieza a moverte, le dije. Durante unos segundos en la habitación sólo se escucharon mis gemidos y los golpes. Después él también se puso a gemir.