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Hicimos el amor hasta que amaneció. Cuando terminamos él encendió un Bali y me preguntó si había leído el teatro del Marqués de Sade. Le dije que no, primera noticia de que Sade hubiera escrito teatro. No sólo escribió teatro, dijo Arturo, sino que también escribió muchas cartas dirigidas a empresarios teatrales en donde los animaba a producir sus obras. Pero, claro, nadie se atrevió a montar ninguna, hubieran acabado todos presos (nos reímos), aunque lo increíble es que el Marqués insistía en su empeño, en las cartas llega a sacar cuentas hasta de lo que se debía pagar en vestuario, y lo más triste de todo es que sus cuentas calzan, ¡son buenas!, las obras hubieran producido beneficios. ¿Pero eran pornográficas?, le pregunté. No, dijo Arturo, eran filosóficas, con algo de sexo.

Fuimos amantes durante un tiempo. Tres meses, exactamente, lo que me faltaba para volver a París. No todas las noches hicimos el amor. No todas las noches nos veíamos. Pero lo hicimos de todas las formas posibles. Me ató, me azotó, me sodomizó. Nunca me dejó una marca, salvo el culo enrojecido, lo que dice bastante de su delicadeza. Con un poco más de tiempo yo hubiera terminado acostumbrándome a él, es decir necesitándolo, y él hubiera terminado por acostumbrarse a mí. Pero no nos dimos ningún tiempo, sólo éramos amigos. Hablábamos del Marqués de Sade, de Agatha Christie, de la vida en general. Cuando yo lo conocí él era un mexicano como cualquier otro, pero en los últimos días se sentía, cada vez más, un extranjero. Una vez le dije: vosotros, los mexicanos, sois así o asá y él me dijo yo no soy mexicano, Simone, yo soy chileno, con algo de tristeza, es cierto, pero con bastante determinación.

Así que cuando Ulises Lima apareció por mi casa y me dijo soy amigo de Arturo Belano, sentí una gran alegría, aunque luego, cuando supe que Arturo también estaba en Europa y no había tenido la gentileza de mandarme ni siquiera una postal, me dio un poco de rabia. Yo ya había empezado a trabajar en el Departamento de Antropología de la Universidad de París-Norte, un trabajo más bien burocrático y aburrido, y la llegada de aquel mexicano me permitió al menos practicar otra vez mi español, un poco enmohecido.

Ulises Lima vivía en la rué des Eaux. Una vez, sólo una, fui a buscarlo a su casa. Nunca había visto una chambre de bonne peor que aquélla. Sólo tenía un ventanuco, que no podía abrir, que daba a un patio de luces oscuro y sórdido. Apenas había espacio para una cama y una suerte de mesa de guardería infantil totalmente desvencijada. La ropa seguía en las maletas, pues no había armario ni closet, o estaba desparramada por todo el cuarto. Cuando entré tuve ganas de vomitar. Le pregunté cuánto pagaba por aquello. Cuando me lo dijo me di cuenta que estaba siendo estafado a conciencia. Quien te haya metido aquí, le dije, le engañó, esto es una ratonera, la ciudad está llena de cuartos mejores. Sí, no lo dudo, dijo él, pero luego arguyó que no pensaba quedarse para siempre en París y que no quería perder el tiempo buscando un alojamiento mejor.

No nos veíamos mucho, y siempre que lo hicimos fue a instancia suya. A veces me telefoneaba y otras veces simplemente aparecía por mi casa y me preguntaba si quería salir a dar una vuelta, a tomar un café o ir al cine. Generalmente yo le decía que estaba ocupada, estudiando o con trabajos del departamento, pero a veces accedía y salíamos a caminar. Terminábamos en un bar de la rué de la Lune, comiendo pastas y tomando vino y hablando de México. Solía pagar él y ahora que lo recuerdo no deja de parecerme raro, pues que yo sepa no trabajaba. Leía mucho, siempre iba con varios libros bajo el brazo, todos en francés, aunque el francés, en honor a la verdad, distaba mucho de dominarlo (como ya he dicho, procurábamos hablar en español). Una noche me contó sus planes. Éstos consistían en residir un tiempo en París y luego marcharse a Israel. Cuando me lo dijo sonreí con una mezcla de incredulidad y asombro. ¿Por qué Israel? Porque allí vivía una amiga. Ésa fue su respuesta. ¿Sólo por eso?, dije incrédula. Sólo por eso.

De hecho, nada de lo que hacía parecía obedecer a un proyecto prefijado.

Su carácter era tranquilo, muy sereno, algo distante pero no frío, al contrario, a veces era muy cálido, diferente del carácter de Arturo, que era exaltado y que a veces parecía odiar a todo el mundo. Ulises no, él era respetuoso, irónico pero respetuoso, aceptaba a las personas tal como eran y nunca daba la impresión de que intentara forzar tu intimidad, algo que a mí suele ocurrirme en el trato con latinoamericanos.

Hipólito Garcés, avenue Marcel Proust, París, agosto de 1977. Cuando mi pata Ulises Lima apareció por París me dio una gran alegría, ésa es la verdad. Yo le conseguí su buena chambre en la rué des Eaux, al ladito de donde yo vivía. De la Marcel Proust a su casa no hay más que dos pasitos, hay que tomar a la izquierda, rumbo a la avenida Rene Boylesve, luego te metes por Charles Dickens y ya estás en la rué des Eaux. Así que estábamos como quien dice hombro con hombro. Yo en mi chambre tenía un hornillo y cocinaba todos los días y Ulises venía a comer conmigo. Pero yo le dije: tienes que pasarme algo de platita, pues. Y él me dijo: Polito, yo te paso dinero, no te preocupes, me parece justo, tú compras la comida y encima cocinas, ¿cuánto quieres? Y yo le dije pásame cien dólares, pues, Ulises, y no se hable más. Y él me dijo que dólares ya no tenía, que sólo tenía francos, pero igual me los pasó. Tenía plata y era confiado.

Un día, sin embargo, me dijo: Polito, cada día estoy comiendo peor, cómo es posible que un puto plato de arroz valga tanto dinero. Le expliqué que el arroz en Francia era caro, no como en México o Perú, aquí el kilo de arroz te sale por un ojo de la cara, pues, Ulises, le dije. Me miró así, de esa manera un poco atravesada que tienen los mexicanos, y dijo de acuerdo, pero al menos compra una lata de salsa de tomate porque ya estoy harto de comer arroz blanco. Claro que sí, le dije, y también voy a comprar vino que con las prisas se me olvidó, pero tienes que darme un poco más de dinero. Me lo dio y al día siguiente le preparé su plato de arroz con salsa de tomate y le serví un vaso de vino tinto. Pero al día siguiente ya no había vino (me lo tomé yo, ésa es la verdad) y dos días después la salsa de tomate se acabó y volvió a comer arroz blanco nada más. Y luego preparé macarrones. A ver, que me acuerde. Luego preparé lentejas que tienen mucho hierro y son alimenticias. Y cuando se acabaron las lentejas hice garbanzos. Y después volví a hacer arroz blanco. Y un día Ulises se paró y medio en broma me lo dijo. Polito, me dijo, se me hace que te estás pasando de listo. Tus platos son los más sencillos y los más caros de París. No, mi pata, le dije yo, no mi causita, si no te imaginas tú lo cara que está la vida, se nota que no vas a hacer las compras. Así que me dio más dinero, pero al día siguiente no vino a comer. Pasaron tres días en que no le vi el pelo, al cabo de los cuales me presenté en su chambre de la rué des Eaux. No estaba. Pero yo tenía que verlo, así que lo esperé sentado en el pasillo.

A eso de las tres de la mañana apareció. Y cuando me vio en el pasillo, en la oscuridad de ese pasillo largo y maloliente, se detuvo y se quedó allí, a unos cinco metros de donde yo estaba, con las piernas abiertas, como si esperara un ataque de mi parte. Pero lo más curioso fue que al detenerse se quedó callado, ¡no dijo nada!, rechucha, pensé, este Ulises está enojado conmigo de verdad y me va a desgranputar aquí mismo, así que prudentemente opté por no levantarme, una sombra en el suelo no es ningún peligro, ¿no es así?, y lo llamé por su nombre, Ulises, causita, soy yo, Polito, y él hizo ahhh, Polito, qué diablos haces aquí a estas horas, Polito, y entonces yo me di cuenta de que antes no me había reconocido y pensé ¿a quién espera este pendejo?, ¿quién se pensó que era yo?, y juro por mi madre que entonces sentí más miedo que antes, no sé, debió de ser la hora, ese pasillo tenebroso, mi imaginación de poeta que se desbocó, chucha, hasta sentí escalofríos y me imaginé otra sombra detrás de la sombra de Ulises Lima en el pasillo. La verdad es que ya tenía miedo hasta de bajar los ocho pisos de escalera de aquel caserón fantasma. Sin embargo lo único que quería en ese momento era salir corriendo de allí. Pero el miedo repentino a quedarme solo pudo más, me levanté, descubrí que tenía una pierna acalambrada, y le dije a Ulises que me invitara a pasar a su cuarto. Éste pareció entonces como si se despertara y dijo claro, Polito, y abrió la puerta. Cuando estuvimos adentro, con la luz encendida, sentí que la sangre volvía a circularme por el cuerpo y, para conchudo yo, le mostré los libros que había traído. Ulises los miró uno por uno y dijo que estaban bien, aunque yo sabía que se moría por tenerlos. Te los he traído para vendértelos, dije. Cuánto quieres por ellos, me dijo. Le dije una cifra al pedo, a ver qué pasaba. Ulises me miró y dijo de acuerdo, luego metió la mano en el bolsillo, me pagó y se me quedó mirando sin decir nada. Bueno, compadre, dije yo, ya me voy, ¿te espero mañana con una comida rica? No, dijo él, no me esperes. ¿Pero irás algún día? Acuérdate que si no comes te puedes morir de hambre, dije yo. No voy a ir nunca más, Polito, me dijo. No sé qué me pasó. Por dentro estaba cagado de miedo (me moría ante la idea de salir, de atravesar el pasillo, de bajar las escaleras), pero por fuera me puse a hablar, la chucha, de pronto me encontré hablando, escuchándome cómo hablaba, como si mi voz ya no fuera mía y la muy cabrona se hubiera largado a desvariar sola. Le dije no hay derecho, pues, Ulises, con lo que me he gastado en víveres, si vieras las cosas buenas que he comprado, ¿y ahora qué va a pasar con ellas?, ¿se tienen que pudrir?, ¿me hincho a comer yo solo, ah, Ulises?, ¿me agarro de tanto comer una indigestión o un cólico hepático?, contéstame, pues, Ulises, no te hagas el sordo. Cosas de ese talante. Y por más que en mi interior yo me decía cállate, pues, Polito, te estás pasando de conchudo, esto puede acabar mal, aprende a distinguir tus límites, huevón, por fuera, en esa zona como adormecida, anestesiada que era mi cara, mis labios, mi lengua escarnecida, las palabras (¡las palabras que yo por primera vez no quería pronunciar!) seguían saliendo y así oí cómo le decía: qué tal amigo eres, Ulises, yo que te engreía como si fueras más que mi pata, mi hermano, causita, mi hermano menor, caracho, Ulises, y tú ahora me sales con estos desprecios. Etcétera, etcétera. Para qué seguir. Sólo puedo decir que yo hablaba y hablaba, y Ulises, de pie enfrente de mí, en aquel cuarto tan pequeño que más que cuarto parecía un ataúd, no me quitaba la vista de encima, tranquilo, sin hacer ese movimiento que yo esperaba y temía, como dándome cuerda, como diciéndose para sus adentros le quedan dos minutos a Polito, le queda un minuto y medio, le queda un minuto, le quedan cincuenta segundos a Polito, pobre pata, le quedan diez segundos, y yo era como si viera, lo juro, todos los pelos de mi cuerpo, como si al mismo tiempo que estaba con los ojos abiertos otro par de ojos, pero éstos cerrados, recorrieran cada centímetro de mi piel e inventariaran todos los pelos que tenía, un par de ojos cerrados pero que veían más de lo que veían mis ojos abiertos, sé que no se entiende una chucha. Y entonces ya no pude aguantar más y me dejé caer sobre la cama como una puta y le dije: Ulises, me siento mal, pata, mi vida es un desastre, no sé qué me pasa, yo intento hacer las cosas bien pero todo me sale mal, tendría que volver al Perú, esta ciudad de mierda me está matando, ya no soy el que era, y así me puse a hablar, a soltar todo lo que me quemaba por dentro, con la cara semihundida entre las frazadas, entre las frazadas de Ulises que vaya uno a saber de dónde las había sacado, pero que olían mal, no el típico olor a mugre de las chambres de bonne, no el olor a Ulises, otro olor, un olor como a muerte, un olor ominoso que de repente se instaló en mi cerebro y que me hizo dar un salto, por la rechucha, Ulises, ¿de dónde has sacado estas mantas, causita, de la morgue? Y Ulises seguía allí, de pie, sin moverse del mismo sitio, escuchándome, y entonces yo pensé ésta es la oportunidad para irme y me levanté y estiré una mano y le toqué el hombro. Fue como tocar una estatua.

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