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Clara Cabeza, Parque Hundido, México DF, octubre de 1995. Yo fui la secretaria de Octavio Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si escribir cartas, que si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear a los colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos años de estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia crónica que me atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba, por más aspirinas que tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente lo que a mí me gustaba era hacer las labores más propiamente de casa, como preparar el desayuno o ayudar a la sirvienta a preparar la comida. Ahí me lo pasaba bien y además era un descanso para mi mente torturada. Yo solía llegar a la casa a las siete de la mañana, a una hora en la que no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan largos y terribles como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas, un par de tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta la habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un nuevo día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora María José y siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la oscuridad y me decía: deja el desayuno en la mesita, Clara, y yo le decía buenos días, señora, ya es un nuevo día. Luego me iba a la cocina otra vez y me preparaba mi propio desayuno, algo ligerito como el de los señores, un café, una naranjada y una o dos tostadas con mermelada, y después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar.

No saben ustedes el titipuchal de cartas que recibía don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se imaginarán, le escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda clase, desde otros premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o italianos o franceses. No digo yo que don Octavio contestara todas sus cartas, más bien sólo contestaba un quince o un veinte por ciento de las que recibíamos, pero el resto de todas maneras había que clasificarlas y guardarlas, vaya a saber por qué, yo de buen gusto las hubiera arrojado a la basura. El sistema de clasificación, por otra parte, era sencillo, las separábamos por nacionalidades y cuando la nacionalidad no estaba clara (esto solía pasar en cartas que le escribían en español, inglés y francés) las separábamos por idiomas. A veces, mientras trabajaba en la correspondencia, yo me ponía a pensar en la jornada laboral de las secretarias de los cantantes de música melódica o popular o de rock y me preguntaba si ellas también tenían que lidiar con tantísimas cartas como yo. Puede que sí, lo que es seguro es que no les llegarían cartas en tantas lenguas distintas. A veces don Octavio recibía cartas hasta en chino, con eso les digo todo. En esas ocasiones yo tenía que separar las cartas en un lotecito aparte que llamábamos marginalia excentricorum y que don Octavio revisaba una vez a la semana. Después, pero esto pasaba muy de tanto en tanto, me decía Clarita, coja el coche y vayase a ver a mi amigo Nagahiro. De acuerdo, don Octavio, le decía yo, pero el asunto no era tan fácil como lo pintaba él. Primero me pasaba la mañana telefoneando al tal Nagahiro y cuando por fin lo hallaba le decía don Nagahiro, tengo algunas cositas para que me las traduzca y él me daba una cita para un día de esa semana. A veces se las mandaba por correo o con un mensajero, pero cuando los papeles eran importantes, y eso lo notaba yo por la cara que ponía don Octavio, pues iba personalmente y no me movía de al lado del señor Nagahiro hasta que por lo menos me daba un resumen sucinto del contenido del papel o carta, resumen que yo anotaba en taquigrafía en mi libretita y que luego pasaba en limpio, imprimía y dejaba en el escritorio de don Octavio, en el extremo izquierdo, para que él si tenía a bien le echara una mirada y se sacara la curiosidad de encima.

Y luego estaba la correspondencia que don Octavio mandaba. Ahí sí que el trabajo era desquiciante, pues acostumbraba a escribir varias cartas a la semana, unas dieciséis más o menos, a los lugares más insospechados del mundo, algo que daba pasmo ver de cerca, pues una se preguntaba cómo ese hombre había hecho tantas amistades en sitios tan diversos e incluso diría antagónicos como Trieste y Sidney, Córdoba y Helsinki, Ñapóles y Bocas del Toro (Panamá), Limoges y Nueva Delhi, Glasgow y Monterrey. Y para todos tenía una palabra de aliento o una reflexión de esas que se hacía como en voz alta y que, supongo, ponía al corresponsal a pensar y a darle vueltas a la cabeza. No voy a cometer la falta de desvelar lo que decía en sus cartas, sólo diré que hablaba más o menos de lo mismo que habla en sus ensayos y en sus poemas: de cosas bonitas, de cosas oscuras y de la otredad, que es algo en lo que yo he pensado mucho, supongo que como muchos intelectuales mexicanos, y que no he logrado averiguar de qué se trata. Otra de las cosas que yo hacía y muy a gusto era de enfermera, pues no por nada tengo un par de cursillos de primeros auxilios. Don Octavio ya por entonces no estaba muy sanote que digamos y tenía que medicarse cada día y como él siempre andaba pensando en sus cosas, pues se le olvidaba cuándo había que tomar las medicinas y al final se hacía un lío, que si ésta ya me la tomé al mediodía o si esta otra no me la tomé a las ocho de la mañana, en fin, un desorden con las pastillas al que, me enorgullezco de decir, yo puse fin, pues incluso me ocupé de que se tomara con puntualidad alemana aquellas que debía tomar cuando yo no estaba en casa. Para tal menester lo llamaba por teléfono desde mi departamento o desde donde estuviera y le decía a la sirvienta ¿don Octavio ya se tomó las pastillas de las ocho? y la sirvienta iba a mirar y si las pildoras que yo le había dejado dispuestas en un envase de plástico aún estaban allí, pues yo le ordenaba: llévaselas y que se las tome. A veces no hablaba con la sirvienta sino con la señora, pero yo igual: ¿se tomó su medicina don Octavio?, y la señora María José se ponía a reír y me decía ay Clarisa, ella a veces me llamaba Clarisa, no sé por qué, al final vas a conseguir que me ponga celosa, y cuando la señora María José decía eso yo como que me ruborizaba y como que tenía miedo de que ella viera cómo me ruborizaba, tonta que es una, ¿cómo iba a verlo si estábamos hablando por teléfono?, pero igual seguía llamando e insistiendo en que se tomara sus medicamentos a su hora, porque si no no sirven para nada, ¿verdad?

Otra de las cosas que hacía era preparar la agenda de don Octavio, llena de actividades sociales, que si fiestas o conferencias, que si invitaciones a inauguraciones de pintura, que si cumpleaños o doctorados honoris causa, la verdad es que de asistir a todos esos eventos el pobrecito no hubiera podido escribir ni una línea, no digo ya de sus ensayos, es que ni siquiera de sus poesías. Así que cuando le arreglaba la agenda él y la señora María José la examinaban con lupa e iban descartando cosas, yo a veces los observaba desde mi rinconcito y me decía para mí misma: muy bien, don Octavio, castigúelos con su indiferencia.

Y luego vino la época del Parque Hundido, un lugar que si quieren mi opinión no tiene el más mínimo interés, antes puede que sí, hoy está convertido en una selva donde campean los ladrones y los violadores, los teporochos y las mujeres de la mala vida.

La cosa sucedió así. Una mañana, yo acababa de llegar a la casa y aún no eran las ocho, me encontré a don Octavio levantado, esperándome en la cocina. Nada más verme me dijo: me va a hacer el favor de llevarme a tal parte, Clarita, en su carro de usted. ¿Qué les parece? Como si yo alguna vez me hubiera negado a hacer nada que él me hubiera pedido. Así que le dije: usted dirá adonde vamos, don Octavio. Pero él me hizo un gesto, sin decir nada, y salimos a la calle. Se acomodó a mi lado, en el coche, que dicho sea de paso sólo es un Volkswagen, o sea que no es muy cómodo. Cuando lo vi allí, sentado y con ese aire ausente, me dio un poco de pena por no tener un vehículo algo mejor que ofrecerle, aunque no le dije nada porque también pensé que si me disculpaba él lo podía interpretar como una especie de recriminación porque a final de cuentas era él quien me pagaba y si no tenía para un coche mejor se podía decir que también era por culpa suya, algo que jamás, ni en sueños, le he reprochado. Por lo tanto me quedé callada, disimulé lo mejor que pude y puse en marcha el motor. Las primeras calles las recorrimos al azar. Luego dimos una vuelta por Coyoacán y al final enfilamos por Insurgentes. Cuando apareció el Parque Hundido me ordenó que estacionara donde pudiera. Luego bajamos y don Octavio, tras echar una ojeada, se internó por el Parque que a esa hora no es que estuviera lleno, pero tampoco estaba vacío. Esto le debe traer algún recuerdo, pensé. A medida que caminábamos el Parque estaba más solo. Noté que el descuido o la desidia o la falta de medios o la más vil irresponsabilidad había deteriorado el parque hasta límites insospechables. Ya bien adentro del parque tomamos asiento en un banco y don Octavio se puso a contemplar las copas de los árboles o el cielo y luego murmuró algunas palabras que yo no entendí. Antes de salir había cogido las medicinas y una botellita de agua y como ya era la hora de tomárselas aproveché que estábamos sentados y se las di. Don Octavio me miró como si me hubiera vuelto loca pero se tomó sin rechistar sus pastillas. Luego me dijo: quédese usted aquí, Clarita, y se levantó y se puso a caminar por un caminito de tierra seca con pinaza y yo lo obedecí. Se estaba bien allí, eso hay que reconocerlo, a veces, por otras sendas del parque, veía las figuras de sirvientas que acortaban camino o de estudiantes que habían decidido no ir a clases aquella mañana, el aire era respirable, aquel día la contaminación no sería tan grande, de tanto en tanto incluso creo que escuchaba el piar de un pajarito. Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en círculos cada vez más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la hierba, una hierba enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros ya ni debían de cuidar.

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