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El sueño me pareció bonito y por eso lo recuerdo. Arturo era un niño árabe que de la mano de su hermanito va a una concesionaria indonesia a lanzar un cable transoceánico de comunicación. Dos militares indonesios lo atienden. La ropa de Arturo es la ropa de un árabe. En el sueño debe de tener unos doce años, su hermanito debe de andar por los seis o los siete. Su madre los contempla desde lejos, pero luego la presencia de ésta se diluye. Arturo y su hermanito se quedan solos, aunque ambos llevan en la cintura esos cuchillos árabes gruesos y cortos, con la punta muy curvada. Entre ambos cargan el cable, que parece hecho a mano o de fabricación casera. Y también llevan un barril con un líquido espeso, de color marrón verdoso, que es el dinero para pagar a los indonesios. Mientras esperan, el hermanito le pregunta a Arturo cuántos metros de longitud tiene el cable. ¿Metros?, dice Arturo, ¡kilómetros! La caseta de los militares es de madera y está junto al mar. Mientras esperan, otro árabe, éste de mayor edad, se les cuela en la cola y aunque el primer impulso de Arturo es imprecarlo o al menos echarle en cara su falta de respeto, para lo cual comprueba que su cuchillo curvo está donde tiene que estar, no tarda en desistir ante la historia que el árabe mayor comienza a contarles a los militares indonesios y a quien quiera escucharle. La historia va sobre una fiesta en Sicilia. Arturo me dijo que cuando la escuchó él y su hermanito se sintieron felices, elevados, como si el otro estuviera recitando un poema. En Sicilia hay un glaciar de arena. Un abigarrado grupo de espectadores lo contempla desde una distancia prudente, menos dos: el primero se sube a lo alto de una colina en donde se sostiene el glaciar, el otro se pone a los pies de éste y aguarda. Entonces el de arriba empieza a moverse o a bailar o a patalear el suelo y, por la costra más alta, el glaciar comienza a desmoronarse arrastrando grandes masas de arena, arena que cae en dirección al que está abajo. Éste no se mueve. Por un momento parece que va a quedar sepultado por la arena, pero en el último instante da un salto y se salva. Ése fue el sueño. El cielo en Indonesia era casi verde, el cielo en Sicilia era casi blanco. Hacía mucho tiempo que Arturo no tenía un sueño tan feliz. Tal vez esa Indonesia y esa Sicilia estaban en otro planeta. En mi opinión, le dije, ese sueño significa un cambio en la suerte, a partir de ahora todo te irá bien. ¿Sabes quién era tu hermanito en el sueño? Lo sospecho, dijo él. ¡Era tu hijo! Cuando se lo dije, Arturo sonrió. Días después, sin embargo, volvió a hablarme de la andaluza. No me encontraba bien y lo mandé a la mierda. Ahora sé que no debí hacerlo, aunque tampoco importa mucho que lo hiciera. Creo que le hablé de las responsabilidades de la vida, de las cosas en las que yo creía, a las que yo me aferraba para seguir respirando. Parecía enojada con él, aunque en realidad no lo estaba. Él no se enojó conmigo. Aquella noche no vino a dormir a casa. Lo recuerdo porque fue la primera noche en que me vino a ver Juanma Pacheco, que libraba una vez cada quince días y llegó a Malgrat con ganas de aprovechar el tiempo. Nos metimos en el cuarto y tratamos de hacer el amor. Yo no podía. Lo intenté varias veces, pero no podía, tal vez la culpa fuera de los músculos de Juanma, blandengues después de tanto tiempo sin ir al gimnasio. En fin, probablemente la culpa fue mía. A cada rato me levantaba e iba a la cocina a beber agua. En una de ésas, no sé por qué, entré en el cuarto de Arturo. Sobre la mesa estaba su máquina de escribir y un montón de cuartillas perfectamente ordenadas. Antes de hojearlas pensé en El resplandor y sentí un escalofrío. Pero Arturo no estaba loco, eso yo lo sabía. Después di una vuelta por el cuarto, abrí la ventana, me senté en la cama, escuché pasos por el pasillo, la cara de Juanma Pacheco se asomó por la puerta, preguntó si me pasaba algo, nada, tranquilo, le dije, estoy pensando, y entonces vi las maletas hechas y supe que él se iba a marchar.

Me regaló cuatro libros que aún no he leído. Una semana después nos dijimos adiós, yo lo acompañé a la estación de Malgrat.

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Jacobo Urenda, rue du Cherche Midi, París, junio de 1996. Es difícil contar esta historia. Parece fácil, pero si rascas un poquito te das cuenta enseguida de que es difícil. Todas las historias de allá son difíciles. Yo viajo a África por lo menos tres veces al año, generalmente a los puntos calientes y cuando regreso a París me parece que todavía estoy soñando y me cuesta despertar, aunque se supone, al menos en teoría, que a los latinoamericanos el horror no nos impresiona tanto como a los demás.

Allí conocí a Arturo Belano, en la oficina de correos de Luanda, una tarde calurosa en que no tenía nada que hacer salvo gastarme una fortuna en llamadas telefónicas a París. Estaba en la ventanilla del fax luchando a brazo partido con el suplente del encargado que quería cobrarle de más y yo le eché una mano. Por esas cosas de la vida, los dos éramos del Cono Sur, él chileno y yo argentino, decidimos pasar lo que quedaba del día juntos, posiblemente fui yo quien lo sugirió, siempre he sido una persona sociable, me gusta conversar y conocer a otras personas, no se me da mal escuchar, aunque a veces parece que escucho pero en realidad estoy pensando en mis cosas.

Pronto nos dimos cuenta que teníamos más en común de lo que creíamos, al menos yo me di cuenta, supongo que Belano también, aunque no dijimos nada, no nos felicitamos mutuamente, ambos habíamos nacido más o menos por las mismas fechas, ambos habíamos rajado de nuestras respectivas repúblicas cuando pasó lo que pasó, a los dos nos gustaba Cortázar, nos gustaba Borges, ninguno tenía mucha plata y los dos hablábamos un portugués de ahí te quiero ver. En fin, éramos los típicos muchachos latinoamericanos de cuarenta y pocos años que se encuentran en un país africano que está al borde del abismo o del colapso, que para el caso es lo mismo. La única diferencia estribaba en que cuando se acabara mi trabajo, soy fotógrafo de la Agencia La Luna, yo iba a volver a París y el pobre Belano cuando acabara el suyo iba a seguir en África.

¿Pero por qué, hermano?, le dije en algún momento de la noche, ¿por qué no te vienes conmigo a Europa? Incluso me tiré el carril de que si no tenía dinero para el pasaje yo le prestaba, esas cosas que se dicen cuando uno está muy borracho y la noche no sólo es extranjera sino grande, muy grande, tan grande que como te descuides un poco te traga, a ti y a todos los que estén a tu lado, pero de esas cosas ustedes no saben nada, ustedes no han estado nunca en África. Yo sí. Belano también. Los dos éramos free-lancer. Yo, como ya he dicho, de la Agencia La Luna, Belano de un periódico madrileño que le pagaba una miseria por cada artículo. Y aunque de momento no me dijo por qué él no se marchaba, seguimos juntos y en armonía y la noche o la inercia de la noche de Luanda (que es una forma de hablar: en Luanda la inercia sólo llevaba a meterse debajo del catre) nos arrastró al bulín de un tal Joáo Alves, un negro de ciento veinte kilos, en donde encontramos a algunos conocidos, periodistas y fotógrafos, policías y cafiches, y en donde seguimos conversando. O tal vez no. Tal vez allí nos separamos, el humo de los cigarrillos me hizo perderlo de vista como tantas personas que uno conoce cuando sale a trabajar y habla con ellos y luego los pierde de vista. En París es distinto. La gente se aleja, la gente se va empequeñeciendo, y uno tiene tiempo, aunque no quiera, de decirle adiós. En África no, allí la gente habla, te cuenta sus problemas, y luego una nube de humo se los traga y desaparece, como desapareció Belano aquella noche, de golpe. Y uno ni siquiera se plantea la posibilidad de volver a encontrar a fulano o a zutano en el aeropuerto. Cabe la posibilidad, no digo que no, pero no te la planteas. Así que esa noche, cuando desapareció Belano, pues yo dejé de pensar en él, dejé de pensar en prestarle dinero, y bebí y bailé y luego me quedé dormido en una silla y cuando desperté (con un estremecimiento más fruto del miedo que de la resaca, pues temí que me hubieran robado, yo no frecuentaba establecimientos como el de Joáo Alves) ya había amanecido y salí a la calle a estirar las piernas y allí me lo encontré, en el patio, fumándose un cigarrillo y esperándome.

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