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Don Pancracio, como era habitual en él, no hizo el menor intento de consolarme y durante unos minutos los dos nos mantuvimos en silencio, él bebiendo el penúltimo whisky y leyendo un libro de un filósofo presocrático, y yo con la cabeza escondida entre las manos, chupando un daiquiri con pajita y tratando de imaginarme infructuosamente a Ulises Lima sin dinero y sin amigos, solo en aquel país convulsionado, mientras escuchábamos las voces y los gritos de los miembros de nuestra delegación que vagaban por las dependencias contiguas como perros sin amo o como loros heridos. ¿Sabe qué es lo peor de la literatura?, dijo don Pancracio. Lo sabía, pero hice como que no. ¿Qué?, dije. Que uno acaba haciéndose amigo de los literatos. Y la amistad, aunque es un tesoro, acaba con el sentido crítico. Una vez, dijo don Pancracio, Monteforte Toledo me puso sobre el regazo este enigma: un poeta se pierde en una ciudad al borde del colapso, el poeta no tiene dinero, ni amigos, ni nadie a quien acudir. Además, naturalmente, no tiene intención ni ganas de acudir a nadie. Durante varios días vaga por la ciudad o por el país, sin comer o comiendo desperdicios. Ya ni siquiera escribe. O escribe con la mente, es decir delira. Todo hace indicar que su muerte es inminente. Su desaparición, radical, la prefigura. Y sin embargo el susodicho poeta no muere. ¿Cómo se salva? Etcétera, etcétera. Sonaba a Borges, pero no se lo dije, ya bastante lo joden sus colegas con que si plagia a Borges aquí o si lo plagia allá, si lo plagia bonito o si lo plagia gachamente, como hubiera dicho López Velarde. Lo que hice fue escucharlo y luego imitarlo, es decir, quedarme en silencio. Y luego vino un tipo a decirme que ya estaba a las puertas del hotel la furgoneta que nos llevaría al aeropuerto y yo dije de acuerdo, vamos para allá, pero antes miré a don Pancracio, que ya se había descolgado de su taburete y me miraba con una sonrisa en la cara, como si yo hubiera encontrado la solución del enigma, pero evidentemente yo no había encontrado ni captado ni adivinado nada, y además me importaba un carajo, así que se lo dije: el problema que le puso su amigo, ¿cuál era la solución, don Pancracio? Y entonces don Pancracio me miró y me dijo: ¿qué amigo? Pues su amigo, el que fuera, Miguel Ángel Asturias, el enigma del poeta que se pierde y que sobrevive. Ah, ése, dijo don Pancracio como si despertara, la verdad es que ya no me acuerdo, pero pierda cuidado, el poeta no muere, se hunde, pero no muere.

Lo que bien amas nunca perece, dijo uno que estaba junto a nosotros y que nos oyó, un güero de traje cruzado y corbata roja que era el poeta oficial de San Luis Potosí, y ahí mismo, como si las palabras del güero hubieran sido el pistoletazo de salida, en este caso de despedida, se armó un desorden mayúsculo, con escritores mexicanos y nicaragüenses dedicándose mutuamente sus libros, y luego en la furgoneta, donde no cabíamos todos (los que nos íbamos y los que nos iban a despedir), al grado que tuvimos que llamar tres taxis para que proporcionaran apoyo logístico suplementario al desplazamiento. Por descontado yo fui el último en dejar el hotel. Antes hice unas cuantas llamadas telefónicas y le dejé una carta a Ulises Lima en el supuesto harto improbable de que volviera a aparecer por allí. En la carta le aconsejaba que se dirigiera de inmediato a la embajada mexicana en donde se encargarían de repatriarlo. También llamé a la comisaría. Allí hablé con Álamo y Labarca, que me aseguraron que nos encontraríamos en el aeropuerto. Luego cogí mis maletas, llamé a un taxi y me fui.

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Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, julio de 1982. Yo fui a despedir a Ulises Lima al aeropuerto, cuando se fue a Managua, en parte porque no me acababa de creer que lo hubieran invitado y en parte porque no tenía nada que hacer aquella mañana, y también lo fui a recibir, cuando volvió al DF, más que nada por verle la cara y por reírnos un rato juntos, pero cuando divisé la cola de los escritores viajeros, perfectamente formados en doble fila india, no pude, por más esfuerzos que hice y por más codazos que propiné, dintinguir su inconfundible figura.

Allí estaban Álamo y Labarca, Padilla y Byron Hernández, nuestro viejo conocido Logiacomo y Villaplata, Sala y la poetisa Carmen Prieto, el siniestro Pérez Hernández y el excelso Montesol, pero no él.

Lo primero que pensé fue que Ulises se había quedado dormido en el avión y que no tardaría en aparecer escoltado por dos azafatas y con un pedo de proporciones homéricas. Al menos eso fue lo que quise pensar, dado que no soy una persona propensa a las alarmas, aunque si he de decir la verdad ya desde esa primera visión (el grupo de intelectuales que regresaba cansado y satisfecho) tuve un mal presentimiento.

Cerraba la fila, cargado con varios bolsos de mano, Hugo Montero. Recuerdo que le hice una seña pero no me vio o no me reconoció o se hizo el desentendido. Cuando ya todos los escritores hubieron salido vi a Logiacomo, que parecía renuente a abandonar el aeropuerto, y me acerqué a saludarlo procurando no exteriorizar los temores que sentía. Lo acompañaba otro argentino, un tipo alto y gordo, de barbita de chivo, a quien yo no conocía. Hablaban de dinero. Al menos yo oí la palabra dólares un par de veces y con varios y trémulos puntos de exclamación.

Tras saludarlo, la primera intención de Logiacomo fue hacer como que no se acordaba de mí, pero luego tuvo que aceptar lo inevitable. Le pregunté por Ulises. Me miró horrorizado. En su mirada también había desaprobación, como si yo estuviera exhibiéndome en el aeropuerto con la bragueta abierta o con una herida supurante en la mejilla.

Fue el otro argentino el que habló. Dijo: qué papelón nos hizo pasar el pendejo ese, ¿es tu amigo? Yo lo miré y luego miré a Logiacomo, que buscaba a alguien en la sala de espera, y no supe si reírme o ponerme serio. El otro argentino dijo: hay que ser un poco más responsable (le hablaba a Logiacomo, a mí ni me miraba), te juro que si llego a estar yo al frente le rompo las pelotas, se las rompo. ¿Pero qué pasó?, murmuré con la mejor de mis sonrisas, es decir: con la peor. ¿Dónde está Ulises? El otro argentino dijo algo sobre el lumpenproletariado literario. ¿Qué estás diciendo?, dije yo. Entonces habló Logiacomo, supongo que para apaciguarnos. Ulises se esfumó, dijo. ¿Cómo que se esfumó? Pregúntaselo a Montero, nosotros nos acabamos de enterar. Tardé más de la cuenta en comprender que Ulises no había desaparecido durante el vuelo de vuelta (en mi imaginación lo vi levantarse de su asiento, atravesar el pasillo, cruzarse con una azafata que le sonríe, entrar en el lavabo, echar el pestillo y desaparecer) sino en Managua, durante la visita de la delegación de escritores mexicanos. Y eso fue todo. Al día siguiente fui a ver a Montero a Bellas Artes y me dijo que por culpa de Ulises se iba a quedar sin empleo.

Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución , México DF, julio de 1982. Había que llamar a la mamá de Ulises, digo, lo menos que podíamos hacer era eso, pero Jacinto no tenía corazón para decirle que su hijo había desaparecido en Nicaragua, aunque yo le decía no será para tanto, Jacinto, tú ya conoces a Ulises, tú eres su amigo y sabes cómo es él, pero Jacinto decía que había desaparecido y punto, igualito que Ambrose Bierce, igualito que los poetas ingleses muertos en la guerra de España, igualito que Pushkin, sólo que en este caso su mujer, digo, la mujer de Pushkin era la Realidad, el francés que mató a Pushkin era la Contra, la nieve de San Petersburgo eran los espacios en blanco que Ulises Lima iba dejando tras de sí, digo, su flojera, su holgazanería, su falta de sentido práctico, y los padrinos del duelo (o los padrotes del duelo, como decía Jacinto), pues la Poesía Mexicana o la Poesía Latinoamericana que en forma de Delegación Solidaria asistía impertérrita a la muerte de uno de los mejores poetas actuales.

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