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Por nuestra parte, el viaje de regreso a Monrovia transcurrió casi sin incidentes. Fue largo e ingrato, pero no nos cruzamos con soldados de ningún bando. Llegamos a Brewerville al caer la noche. Allí nos despedimos de la mayoría de los que habían venido con nosotros y a la mañana siguiente una furgoneta de una organización humanitaria nos trasladó a Monrovia. Jean-Pierre no tardó más de un día en marcharse de Liberia. Yo aún permanecí dos semanas más. El cocinero, su mujer y su hijo, de quienes me hice amigo, se instalaron en el Centro de Prensa. La mujer trabajaba haciendo camas y barriendo el suelo y a veces yo me asomaba a la ventana de mi habitación y veía al niño que jugaba con otros niños o con los soldados que guardaban el hotel. Al chofer no lo volví a ver más, pero llegó a Monrovia vivo, lo que de alguna manera es un consuelo. Por descontado, durante los días que permanecí allí intenté localizar a Belano, averiguar qué había pasado en la zona de Brownsville-Black Creek-Thomas Creek, pero en claro apenas saqué nada. Según algunos, aquel territorio estaba ahora dominado por las bandas armadas de Kensey, según otros, una columna del general Lebon, creo que ése era su nombre, un general de diecinueve años, había conseguido restablecer el poder de Taylor en todo el territorio comprendido entre Kakata y Monrovia, lo que incluía a Brownsville y Black Creek. Pero nunca supe si aquello era cierto o falso. Un día asistí a una conferencia en un local cercano a la embajada norteamericana. La conferencia la daba un tal general Wellman y a su manera trataba de explicar la situación del país. Todo el mundo, al final, pudo preguntarle lo que quiso. Cuando ya se habían ido todos o todos se habían cansado de hacer preguntas que sabíamos de alguna manera inútiles, yo le pregunté por el general Kensey, por el general Lebon, por la situación en la aldea de Brownsville y de Black Creek, por la suerte corrida por el fotógrafo Emilio López Lobo, de nacionalidad española y por el periodista Arturo Belano, de nacionalidad chilena. El general Wellman me miró fijamente antes de responder (pero eso lo hacía con todos, tal vez tenía un problema de miopía y no sabía dónde conseguir un par de anteojos). Con parsimonia dijo que según sus informes el general Kensey ya llevaba una semana muerto. Lo habían matado las tropas de Lebon. El general Lebon, a su vez, también había muerto, esta vez a manos de una banda de salteadores, en uno de los barrios del este de Monrovia. Sobre Black Creek dijo: «En Black Creek reina la calma.» Literalmente. Sobre el poblado de Brownsville, aunque fingió lo contrario, jamás había oído hablar.

Dos días después me marché de Liberia y no volví nunca más.

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Ernesto García Grajales, Universidad de Pachuca, Pachuca, México, diciembre de 1996. En mi humildad, señor, le diré que soy el único estudioso de los real visceralistas que existe en México y, si me apura, en el mundo. Si Dios quiere pienso publicar un libro sobre ellos. El profesor Reyes Arévalo me ha dicho que tal vez la editorial de nuestra universidad podría publicarlo. Por supuesto, el profesor Reyes Arévalo jamás ha oído hablar de los real visceralistas y en su fuero interno preferiría una monografía sobre los modernistas mexicanos o una edición anotada sobre Manuel Pérez Garabito, el poeta pachuqueño por excelencia. Pero poco a poco mi obstinación lo ha convencido de que no es malo estudiar ciertos aspectos de nuestra poesía más rabiosamente moderna. Así, de paso, llevamos a Pachuca a los umbrales del siglo XXI. Sí, se podría decir que soy el principal estudioso, la fuente más autorizada, pero eso no es ningún mérito. Probablemente yo soy el único que se interesa por este tema. Ya casi nadie los recuerda. Muchos de ellos han muerto. De otros no se sabe nada, desaparecieron. Pero algunos siguen en activo. Jacinto Requena, por ejemplo, ahora hace crítica de cine y gestiona el cine-club de Pachuca. A él debo mi interés por este grupo. María Font vive en el DF. No se ha casado. Escribe, pero no publica. Ernesto San Epifanio murió. Xóchitl García trabaja en revistas y suplementos dominicales de la prensa capitalina. Me parece que ya no escribe poesía. Rafael Barrios desapareció en los Estados Unidos. No sé si estará vivo o muerto. Angélica Font publicó hace poco su segundo libro de poesía, un volumen de no más de treinta páginas, el libro no está mal, una edición muy elegante. Piel Divina murió. Pancho Rodríguez murió. Emma Méndez se suicidó. Moctezuma Rodríguez anda metido en política. Dicen que Felipe Müller sigue en Barcelona, está casado y tiene un hijo, parece que es feliz, de vez en cuando los cuates de por acá le publican algún poema. Ulises Lima sigue viviendo en el DF. Las pasadas vacaciones lo fui a ver. Un espectáculo. Le confieso que al principio hasta me dio un poco de miedo. Todo el rato que estuve con él me trató de señor profesor. Pero, mano, le dije, si soy más joven que tú, así que por qué no nos tuteamos. Como usted quiera, señor profesor, me contestó. Ah, qué Ulises. De Arturo Belano no sé nada. No, a Belano no lo conocí. A varios. No conocí a Müller ni a Pancho Rodríguez ni a Piel Divina. Tampoco conocí a Rafael Barrios. ¿Juan García Madero? No, ése no me suena. Seguro que nunca perteneció al grupo. Hombre, si lo digo yo que soy la máxima autoridad en la materia, por algo será. Todos eran muy jóvenes. Yo tengo sus revistas, sus panfletos, documentos inencontrables hoy por hoy. Hubo un chavito de diecisiete años, pero no se llamaba García Madero. A ver… se llamaba Bustamante. Sólo publicó un poema en una revista fotocopiada que se hizo en el DF, no más de veinte ejemplares el primer número, además sólo salió ese primer número. Y no era mexicano, sino chileno, como Belano y Müller, el hijo de unos exiliados. No, que yo sepa el tal Bustamente ya no escribe poesía. Pero perteneció al grupo. Los real visceralistas del DF. Claro, porque ya había habido otro grupo de real visceralistas, allá por los años veinte, los real visceralistas del norte. ¿Eso no lo sabía? Pues sí. Aunque de esos sí que no hay mucha documentación. No, no fue una coincidencia. Más bien fue un homenaje. Una señal. Una respuesta. Quién sabe. De todas formas, yo prefiero no perderme en esos laberintos. Me ciño a la materia tratada y que el lector y el estudioso saquen sus conclusiones. Yo creo que mi librito va a quedar bien. En el peor de los casos voy a traer la modernidad a Pachuca.

Amadeo Salvatierra, calle Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Todos la olvidaron, menos yo, muchachos, les dije, ahora que estamos viejos y que ya no tenemos remedio tal vez alguno se acuerde de ella, pero entonces todos la olvidaron y luego se fueron olvidando a sí mismos, que es lo que pasa cuando uno olvida a los amigos. Menos yo. O eso me parece ahora. Yo guardé su revista y guardé su recuerdo. Mi vida, posiblemente, daba para eso. Como tantos mexicanos, yo también abandoné la poesía. Como tantos miles de mexicanos, yo también le di la espalda a la poesía. Como tantos cientos de miles de mexicanos, yo también, llegado el momento, dejé de escribir y de leer poesía. A partir de entonces mi vida discurrió por los cauces más grises que uno pueda imaginarse. Hice de todo, hice lo que pude. Un día me vi escribiendo cartas, papeles incomprensibles bajo los portales de la plaza Santo Domingo. Era una chamba como cualquier otra, al menos no peor que muchas que había tenido, pero no tardé en darme cuenta que aquí me iba a quedar por mucho tiempo, atado a mi máquina de escribir, a mi pluma y a mis hojas blancas. No es un mal trabajo. A veces hasta me río. Escribo cartas de amor lo mismo que petitorios, instancias para los juzgados, reclamaciones pecuniarias, súplicas que los desesperados mandan a las cárceles de la República. Y me da tiempo para platicar con los colegas, escribanos bragados como yo, una especie que se extingue, o para leer las últimas maravillas de nuestra literatura. La poesía mexicana no tiene remedio: el otro día leí que un poeta de los más fínos creía que el Pensil Florido era un lápiz coloreado y no un jardín o un parque, incluso un oasis, lleno de flores. Pensil también quiere decir pendiente, colgante, suspendido. ¿Eso ustedes lo sabían, muchachos, les dije, lo sabían o he metido la pata? Y los muchachos se miraron y dijeron que sí, pero con un gesto que también hubiera podido significar que no. De Cesárea no tuve ninguna noticia. Un día, en una cantina, me hice amigo de un viejo de Sonora. El viejo conocía perfectamente bien Hermosillo y Cananea y Nogales y yo le pregunté si alguna vez había oído hablar de Cesárea Tinajero. Me dijo que no. No sé qué le diría yo, pero el viejo creyó que estaba hablándole de mi mujer o de mi hermana o de mi hija. Cuando me lo dijo pensé que en realidad yo apenas la había conocido. Creo que a partir de entonces comencé a olvidarla. Y ahora ustedes me dicen, muchachos, que Maples Arce les ha hablado de Cesárea. O List o Arqueles, qué importa. ¿Quién les dio mi dirección?, les dije. List o Arqueles o Manuel, qué importa. Y los muchachos me miraron o tal vez no me miraron, estaba amaneciendo desde hacía ya mucho rato, los ruidos de la calle Venezuela entraban en oleadas en mi casa y en ese momento vi que uno de los muchachos se había quedado dormido sentado en el sofá, pero con la espalda muy recta, como si estuviera despierto, y el otro se había puesto a hojear la revista de Cesárea, pero también parecía dormido. Y entonces yo les dije, muchachos, parece que ya es de día, parece que ya amaneció. Y el que estaba dormido abrió la bocota y dijo sí, Amadeo. El que estaba despierto, por el contrario, no me hizo ni caso, siguió hojeando la revista, siguió con una media sonrisa en los labios, como si estuviera soñando con una muchacha inalcanzable mientras sus ojos recorrían el único poema que existía en México de Cesárea Tinajero. Y de repente yo pensé, con la mente alterada por el cansancio y el alcohol bebido, que el que había hablado era el que estaba despierto. Y le dije: ¿eres ventrílocuo, hijo? Y el que estaba dormido dijo no, Amadeo, o tal vez dijo nicho, Amadeo, o tal vez nel o nelson o nelazo, o tal vez dijo ni madre o niguas o ni máiz paloma, o tal vez sólo dijo nones. Y el que estaba despierto me miró, tenía la revista bien agarrada, como si se la fueran a quitar, y luego dejó de mirarme y siguió con la lectura, como si hubiera algo que leer, pensé entonces, en la maldita revista de Cesárea Tinajero. Bajé la vista y asentí. No se me achicopale, Amadeo, dijo uno de ellos. No quise ni mirarlos. Pero los miré. Y vi a dos muchachos, uno despierto y el otro dormido, y el que estaba dormido dijo no se me preocupe, Amadeo, nosotros le vamos a encontrar a Cesárea aunque tengamos que levantar todas las piedras del norte. Y yo abrí los ojos lo más que pude y los escudriñé y dije: yo no me preocupo, muchachos, por mí no se molesten. Y el que estaba dormido dijo: no es ninguna molestia, Amadeo, es un placer. Y yo insistí: por mí no lo hagan. Y el que estaba dormido se rió o hizo un ruido con la garganta que podía ser tomado por risa, gorjeó o ronroneó o tal vez tuvo un conato de ahogo, y dijo: no lo hacemos por ti, Amadeo, lo hacemos por México, por Latinoamérica, por el Tercer Mundo, por nuestras novias, por que tenemos ganas de hacerlo. ¿Estaban de broma? ¿No estaban de broma? Y entonces el que estaba dormido respiró de una manera muy rara, como si respirara con los huesos, y dijo: vamos a encontrar a Cesárea Tinajero y vamos a encontrar también las Obras Completas de Cesárea Tinajero. Y la mera verdad es que yo entonces sentí un escalofrío y miré al que estaba despierto, que seguía estudiando el único poema que existía en el mundo de Cesárea Tinajero, y le dije: me parece que a tu amigo le pasa algo. Y el que leía levantó la vista y me miró como si yo estuviera detrás de una ventana o como si él estuviera al otro lado de una ventana, y dijo: tranquilo, no pasa nada. ¡Pinches chavos psicóticos! ¡Como si hablar dormido no fuera nada! ¡Como sí hacer promesas en sueños no fuera nada! Y entonces yo miré las paredes de mi sala, mis libros, mis fotos, las manchas del techo y luego los miré a ellos y los vi como si estuvieran al otro lado de una ventana, uno con los ojos abiertos y el otro con los ojos cerrados, pero los dos mirando, ¿mirando hacia afuera?, ¿mirando hacia dentro?, no lo sé, sólo sé que sus caras habían empalidecido como si estuvieran en el Polo Norte, y así se lo dije, y el que estaba dormido respiró ruidosamente y dijo: más bien es como si el Polo Norte hubiera descendido sobre el DF, Amadeo, eso dijo, y yo pregunté: muchachos, ¿tienen frío?, una pregunta retórica, o una pregunta práctica, porque, de ser afirmativa la respuesta, yo estaba decidido a prepararles de inmediato un cafecito, pero lo cierto es que en el fondo era una pregunta retórica, si tenían frío con apartarse de la ventana hubiera bastado, y entonces les dije: muchachos, ¿vale la pena?, ¿vale la pena?, ¿de verdad, vale la pena?, y el que estaba dormido dijo simonel. Entonces yo me levanté (me crujieron todos los huesos) y fui hasta la ventana que está junto a la mesa del comedor y la abrí y luego fui hasta la ventana de la sala propiamente dicha y la abrí y luego me arrastré hasta el interruptor y apagué la luz

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