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II. Los detectives salvajes (1976-1996)

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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Ay, muchachos, les dije, qué bueno que hayan venido, pásenle no más, como si estuvieran en su propia casa, y mientras ellos enfilaban pasillo adentro, más bien tanteando porque el pasillo es oscuro y la bombilla estaba fundida y no la había cambiado (todavía no la he cambiado), yo me adelanté dando saltitos de alegría hasta la cocina, de donde saqué una botella de mezcal Los Suicidas, un mezcalito que sólo hacen en Chihuahua, producción limitada, no crea, y del que hasta 1967 recibía por paquete postal dos botellas al año. Cuando volví los muchachos estaban en la sala contemplando mis cuadros y examinando algunos libros y yo no pude evitar decirles otra vez lo feliz que me hacía esa visita. ¿Quién les dio mi dirección, muchachos? ¿Germán, Manuel, Arqueles? Y ellos entonces me miraron como si no entendieran y luego uno dijo List Arzubide y yo les dije pero siéntense, tomen asiento, ah, Germán List Arzubide, mi hermano, él siempre se acuerda de mí, ¿sigue tan grandote y tan buenazo? Y los muchachos se encogieron de hombros y dijeron sí, claro, no iba a haber encogido, ¿verdad?, pero ellos sólo dijeron sí y entonces yo les dije vamos a catar este mezcalito y les pasé dos vasos y ellos se quedaron mirando la botella como si temieran que de ésta pudiera salir disparado un dragón y yo me reí, pero no me reí de ellos, me reí de pura felicidad, del contento que me producía estar allí con ellos, y entonces uno me preguntó si el mezcal se llamaba así, tal como sus ojos estaban viendo y yo le pasé la botella, todavía riéndome, sabía que el nombre los iba a apantallar, y me separé digamos un par de pasos para verlos mejor, Dios los bendiga, qué jovencitos eran, con el pelo hasta los hombros y cargados de libros, qué de recuerdos me traían, y entonces uno de ellos dijo está usted seguro, señor Salvatierra, que esto no mata, y yo le dije qué va a matar, esto es puritita salud, agua de la vida, éntrenle sin desconfianza, y para dar ejemplo me llené mi vaso y me lo bebí de un solo trago hasta la mitad y luego les serví a ellos y al principio, muchachos del carajo, sólo se humedecieron los labios, pero luego luego les pareció bueno y empezaron a beber como hombres. Eh, muchachos, ¿qué tal?, les dije, y uno de ellos, el chileno, dijo que jamás había oído hablar de un mezcal llamado Los Suicidas, como un poco presuntuoso me pareció, en México debe de haber unas doscientas marcas de mezcales, tirando por lo bajo, así que es muy difícil conocerlas todas y menos no siendo de aquí, pero claro, eso el muchacho no lo sabía, y el otro dijo está bueno y dijo yo tampoco lo había oído mentar y yo les tuve que decir que me parecía que ya no se hacía ese mezcal, la fábrica quebró, o la quemaron, o la vendieron a una embotelladora de Refrescos Pascual o a los nuevos dueños les pareció que ese nombre no era muy comercial que digamos. Y durante un rato nos quedamos en silencio, ellos de pie, yo sentado, bebiendo y paladeando cada gota del mezcal Los Suicidas y pensando vaya uno a acordarse de qué. Y entonces uno de ellos dijo señor Salvatierra, queríamos hablar de Cesárea Tinajero. Y el otro dijo: y de la revista Caborca. Pinches muchachos. Tenían las mentes y las lenguas intercomunicadas. Uno de ellos podía empezar a hablar y detenerse en mitad de su parlamento y el otro podía proseguir con la frase o con la idea como si la hubiera iniciado él. Y cuando nombraron a Cesárea yo levanté la vista y los miré como si los viera a través de una cortina de gasa, gasa hospitalaria para ser más precisos, y les dije no me llamen señor, muchachos, llámenme Amadeo como mis amigos. Y ellos dijeron de acuerdo, Amadeo. Y volvieron a nombrar a Cesárea Tinajero.

Perla Avilés, calle Leonardo da Vinci, colonia Mixcoac, México DF, enero de 1976. Voy a hablar de 1970. Yo lo conocí en 1970, en la prepa Porvenir, en Talismán, los dos estudiamos un tiempo allí. Él desde 1968, que fue cuando llegó a México, yo desde el 69, aunque hasta 1970 no nos conocimos. Por causas que no vienen al caso ambos dejamos de estudiar un tiempo. Él creo que por razones económicas, yo porque de repente sentí pavor en la conciencia. Pero luego volví y él también volvió o lo obligaron a volver sus padres y entonces nos conocimos. Hablo de 1970 y yo ya era la mayor de mi clase, la más vieja, tenía dieciocho años y debía estar en la universidad, no estudiando prepa, pero allí estaba, en la prepa Porvenir, y una mañana, ya entrado el curso, apareció por allí, me fijé en él de inmediato, no era un alumno nuevo, tenía amigos, y era un año más joven que yo aunque también había repetido un curso. Por aquella época él vivía en la colonia Lindavista, pero al cabo de unos meses sus padres se cambiaron de casa y se fueron a vivir a la colonia Nápoles. Me hice su amiga. Los primeros días, mientras reunía valor para hablarle, lo miraba jugar a fútbol en el patio, le encantaba jugar, y yo lo miraba desde las escaleras y me parecía el muchacho más hermoso que jamás había visto. En la prepa el pelo largo estaba prohibido, pero él tenía el pelo largo y cuando jugaba al fútbol se sacaba la camisa y jugaba con el torso desnudo. A mí me parecía igualito que un griego de esos de las revistas de mitología griega y también, en otras ocasiones (en clase, cuando él parecía dormir), un santo católico. Yo lo observaba y no pedía más. Él no tenía muchos amigos. Conocía a muchos, eso sí, se reía con muchos (siempre se estaba riendo), hacía bromas, pero sus amigos eran más bien pocos o ninguno. No era un buen estudiante. En las clases de química y de física estaba perdido. A mí eso me extrañaba porque tampoco eran tan difíciles, basta con un poco de atención para superarlas, basta con estudiar un poco, pero él se ve que apenas estudiaba o que no estudiaba en absoluto y que en las clases su cabeza estaba en otra parte. Una vez se me acercó, yo estaba en la escalera leyendo al Conde de Lautréamont, y me preguntó si sabía quiénes eran los dueños de la Prepa Porvenir. Me quedé tan asustada que no supe qué responderle, creo que abrí la boca pero no me salió ninguna palabra, mi cara se descompuso y posiblemente hasta me puse a temblar. Él iba sin camisa, la llevaba en una mano, en la otra llevaba un morral con sus cuadernos, un morral lleno de polvo, y me miraba con una sonrisa en los labios y yo miraba el sudor que había en su pecho y que el viento o el aire (que no es lo mismo) del atardecer le estaba secando a una velocidad vertiginosa, la mayoría de las clases se habían acabado, no sé qué hacía yo en la escuela, esperaba a alguien, un amigo o una amiga, aunque es improbable pues yo tampoco tenía muchos amigos o amigas, tal vez me había quedado sólo para verlo jugar al fútbol, recuerdo que el cielo era de un gris húmedo, brillante, y que hacía frío o que yo entonces sentí frío. También recuerdo que lo único que se escuchaba eran unos pasos lejanos, risas en sordina, la escuela vacía. Seguramente él creyó que yo no lo había oído la primera vez y volvió a hacerme la misma pregunta. No sé quién es el dueño, le dije, no sé si la prepa tiene dueño. Claro que tiene dueño, dijo él, es del Opus Dei. Mi respuesta debió de parecerle la típica de una imbécil, pues le dije que no sabía qué era el Opus Dei. Una secta católica que hace pactos con el diablo, dijo él riéndose. Entonces comprendí y le dije que a mí la religión no me importaba gran cosa y que ya sabía que la Prepa Porvenir pertenecía a la Iglesia. No, dijo él, lo importante es a qué sector de la Iglesia pertenece. Al Opus Dei. ¿Y quiénes son los del Opus Dei?, le pregunté. Entonces él se sentó junto a mí en la escalera y estuvimos hablando durante mucho rato y yo sufría porque no se ponía la camisa y cada vez hacía más frío. De aquella primera plática recuerdo lo que dijo de sus padres: dijo que eran unos ingenuos y que él también era un ingenuo y probablemente también dijo que eran unos ignorantes (sus padres y él) y unos simples por no haberse dado cuenta hasta ahora que la escuela era del Opus. ¿Tus padres saben quién manda aquí?, me preguntó. Mi madre murió, dije yo, y mi padre no lo sabe y no le importa. A mí tampoco me importa, añadí, sólo quiero acabar la prepa y entrar a la universidad. ¿Y qué vas a estudiar?, dijo él. Letras, dije yo. Entonces fue cuando me dijo que él era escritor. Qué casualidad, dijo, yo soy escritor. O algo así. Sin darle importancia. Por supuesto, yo pensé que me tomaba el pelo. Así nos hicimos amigos. Yo tenía dieciocho años y él acababa de cumplir los diecisiete. Desde los quince vivía en México. Una vez lo invité a montar a caballo. Mi padre tenía unas tierras en Tlaxcala y se había comprado un caballo. Él decía que sabía montar muy bien y yo le dije este domingo acompaño a mi padre a Tlaxcala, si quieres puedes venir con nosotros. Qué tierras más desoladas eran aquéllas. Mi padre había construido un chamizo de adobe y eso era todo lo que había, el resto eran matorrales y tierra reseca. Cuando llegamos él lo miró todo con una sonrisa, como si dijera ya me imaginaba que no veníamos a un rancho elegante, a un latifundio, pero esto es demasiado. Hasta yo me avergoncé un poco de las tierras de mi padre. Por no tener, no tenía ni siquiera una silla de montar y el caballo se lo cuidaban unos vecinos. Durante un rato, mientras mi padre iba a buscar el caballo, estuvimos caminando por esos secadales. Yo intentaba hablarle de libros que había leído y que sabía que él no conocía, pero él apenas me escuchaba. Caminaba y fumaba, caminaba y fumaba y el paisaje siempre era el mismo. Hasta que sentimos la bocina del coche de mi padre y luego llegó el hombre que cuidaba el caballo, sin montarlo, llevándolo de la brida. Cuando volvimos al chamizo mi padre y el hombre se habían marchado en el auto, a resolver unos negocios y el caballo estaba amarrado esperándonos. Monta tú primero, le dije. No, dijo él (se notaba que tenía la cabeza en otro sitio), monta tú. Preferí no discutir, monté y me puse a galopar enseguida. Cuando volví él estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared del chamizo y fumaba. Montas muy bien, me dijo. Luego se levantó, se acercó al caballo, dijo que no estaba acostumbrado a montar a pelo, pero igual lo montó, de un salto, y yo le indiqué una dirección, le dije que por allí había un río o mejor dicho el lecho de un río, que ahora estaba seco pero que cuando llovía se llenaba y era bonito, después echó a galopar. Cabalgaba bien. Yo soy una buena amazona, pero él era tan bueno como yo o tal vez mejor, no lo sé, entonces me pareció mejor, galopar sin tener estribos es difícil y él galopaba pegado al lomo del caballo hasta que lo perdí de vista. Mientras esperaba estuve contando las colillas que él había apagado junto al chamizo y me dieron ganas de aprender a fumar. Horas después, cuando regresábamos en el coche de mi padre, él iba adelante, yo atrás, me dijo que probablemente debajo de aquellas tierras yacía enterrada alguna pirámide. Recuerdo que mi padre desvió la vista de la carretera para mirarlo. ¿Pirámides? Sí, dijo él, el subsuelo debe estar lleno de pirámides. Mi padre no hizo ningún comentario. Yo, desde la oscuridad del asiento trasero, le pregunté por qué creía eso. Él no me contestó. Después nos pusimos a hablar de otras cosas pero yo me quedé pensando por qué diría lo de las pirámides. Me quedé pensando en las pirámides. Me quedé pensando en el pedregal de mi padre y mucho tiempo después, cuando yo ya no lo veía, cada vez que volvía a esas tierras yermas pensaba en las pirámides enterradas, pensaba en la única vez que lo vi montando a caballo por encima de las pirámides y también lo imaginaba en el chamizo, cuando se quedó solo y se puso a fumar.

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