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A las nueve nos sentamos a cenar. La mayor parte de los invitados se había excusado y sólo apareció una señora ya mayor, creo que prima de Quim, un tipo alto y flaco que fue presentado como arquitecto, o como ex arquitecto, según él mismo se encargó de rectificar, y dos pintores que no se enteraban de nada. La señora Font abandonó su habitación vestida con sus mejores galas y acompañada de su hermana, que tras volver y no contenta con supervisar los preparativos de la cena, dedicó los últimos minutos a ayudar a vestirla. Lupe, que a medida que se acercaba el fin de año se volvía cada vez más arisca, dijo que no tenía derecho a cenar con nosotros y que lo haría en la cocina, pero María se opuso de manera resuelta y al final, tras una discusión que francamente no entendí, terminó sentándose en la mesa principal.

El inicio de la cena fue extraordinario.

Quim se levantó y dijo que quería brindar por alguien. Yo supuse que sería por su mujer, que dada la situación en que se encontraba daba pruebas de una entereza fuera de lo corriente, pero el brindis fue ¡para mí! Habló de mi edad y de mis poemas, recordó mi amistad con sus hijas (cuando dijo esto miró fijamente al padre de Laura Damián, que asintió) y mi amistad con él, nuestras conversaciones, nuestros encuentros inesperados por las calles del DF, y finalizó su alocución, que en realidad fue breve aunque a mí me pareció eterna, pidiéndome, ya directamente a la cara, que cuando creciera y fuera un ciudadano adulto y responsable no lo juzgara con excesiva severidad. Al callarse, yo estaba rojo de vergüenza. María, Angélica y Lupe aplaudieron. Los pintores despistados también. Jorgito se metió debajo de la mesa y nadie pareció notarlo. La señora Font, a quien miré de reojo, parecía tan apenada como yo.

Pese a su inicio bullicioso, la cena de nochevieja fue más bien triste y silenciosa. La señora Font y su hermana se dedicaron a servir los platos, María apenas probó la comida, Angélica se sumió en un silencio más lánguido que hosco, Quim y el padre de Laura Damián a veces prestaban atención al arquitecto, que se dedicó a reñir con suavidad a Quim, pero por lo general se mantenían en una actitud distante; los dos pintores sólo conversaron entre sí y de vez en cuando con el padre de Laura Damián, que al parecer también coleccionaba obras de arte, y María y Lupe, que al inicio de la cena parecían las más dispuestas a pasárselo bien, terminaron levantándose para ayudar a las mujeres que servían la mesa y al final desaparecieron en la cocina. Así pasa la gloria del mundo, me dijo Quim desde el otro extremo de la mesa.

Entonces tocaron el timbre y todos dimos un salto. María y Lupe asomaron sus cabezas desde la cocina.

– Que alguien abra -dijo Quim, pero nadie se movió de su lugar.

Fui yo quien se levantó.

El jardín estaba oscuro y tras la verja distinguí dos siluetas. Pensé que eran Alberto y su policía. Irracionalmente me sentí con ganas de pelear y hacia ellos encaminé resueltamente mis pasos. Al acercarme un poco más, sin embargo, descubrí que quienes estaban allí eran Ulises Lima y Arturo Belano. No dijeron a qué venían. No se sorprendieron de verme. Recuerdo que pensé: ¡salvados!

Había comida de sobra y Ulises y Arturo fueron sentados a la mesa y la señora Font les sirvió la cena mientras los demás tomaban el postre o conversaban. Cuando terminaron de comer, Quim se los llevó a su estudio. El padre de Laura Damián no tardó en seguirlos.

Poco después Quim se asomó por la puerta entreabierta y llamó a Lupe. Los que estábamos en la sala parecíamos asistir a un funeral. María me dijo que la siguiera al patio. Habló conmigo un tiempo que me pareció prolongado pero que no debió de dilatarse más de cinco minutos. Esto es una trampa, me dijo. Después los dos entramos en el estudio de su padre.

Sorprendentemente quien llevaba la voz cantante era Álvaro Damián. Se había sentado en la silla de Quim (éste permanecía de pie en un rincón) y firmaba varios cheques al portador. Belano y Lima sonreían. Lupe parecía preocupada, pero resignada. María le preguntó al padre de Laura Damián qué se traían. El padre de Laura Damián levantó la mirada de su chequera y dijo que había que solucionar el asunto de Lupe a la brevedad posible.

– Me voy al norte, mana -dijo Lupe.

– ¿Cómo? -dijo María.

– Aquí, con éstos, en el carro de tu papá.

No tardé en comprender que Quim y el padre de Laura Damián habían convencido a mis amigos para que, fueran a donde fueran, se llevaran a Lupe con ellos y rompieran de esa manera el cerco de la casa.

Lo que más me sorprendió fue que Quim les prestara el Impala, eso sí que no me lo esperaba.

Cuando salimos de la habitación Lupe y María se fueron a hacer la maleta. Las seguí. La maleta de Lupe iba casi vacía pues en la fuga del hotel había olvidado gran parte de su ropa.

Cuando dieron las doce en la tele todos nos abrazamos. María, Angélica, Jorgito, Quim, la señora Font, su hermana, el padre de Laura Damián, el arquitecto, los pintores, la prima de Quim, Arturo Belano, Ulises Lima, Lupe y yo.

Hubo un momento en que ya nadie sabía a quien estaba abrazando o si los abrazos se repetían.

Hasta las diez de la noche era posible ver, al otro lado de la verja, las siluetas de Alberto y sus pistoleros. A las once ya no estaban y Jorgito incluso tuvo valor para salir al jardín, encaramarse a la barda y desde allí echar un vistazo a toda la calle. Se habían ido. A las doce y cuarto, todos nos trasladamos sigilosamente al garaje y empezaron las despedidas. Abracé a Belano y a Lima y les pregunté qué iba a pasar con el real visceralismo. No me contestaron. Abracé a Lupe y le dije que tuviera cuidado. En respuesta recibí un beso en la mejilla. El coche de Quim era un Ford Impala último modelo, de color blanco, y Quim y su mujer quisieron saber, como si en el último minuto se hubieran arrepentido, quién iba a ser el conductor.

– Yo -dijo Ulises Lima.

Mientras Quim le explicaba a Ulises algunas de las peculiaridades del coche, Jorgito dijo que nos diéramos prisa pues el padrote de Lupe acababa de volver. Durante unos instantes todos se pusieron a hablar en voz alta y la señora Font dijo: qué vergüenza, tener que llegar a esto. Entonces me fui corriendo hasta la casita de las Font, cogí mis libros y volví. El motor del coche ya estaba encendido y todos parecían estatuas de sal.

Vi a Arturo y a Ulises en los asientos delanteros y a Lupe en el asiento posterior.

– Alguien tiene que ir a abrir la puerta de la calle -dijo Quim.

Me ofrecí a hacerlo.

Estaba en la acera cuando vi encenderse las luces del Camaro y las luces del Impala. Parecía una película de ciencia ficción. Mientras un coche salía de la casa, el otro se acercó, como atraídos por un imán o por la fatalidad, que viene a ser lo mismo según los griegos.

Escuché voces, me llamaban, a mi lado pasó el coche de Quim, vi la silueta de Alberto que bajaba del Camaro y de un salto estaba junto al coche en donde iban mis amigos. Sus acompañantes, sin bajarse, le gritaban que rompiera una de las ventanas del Impala. ¿Por qué no acelera?, pensé. El padrote de Lupe empezó a patear las puertas. Vi a María que avanzaba por el jardín hacia mí. Vi las caras de los matones en el interior del Camaro. Uno de ellos fumaba un puro. Vi el rostro de Ulises y sus manos que se movían por el tablero de mandos del coche de Quim. Vi la cara de Belano que miraba impasible al padrote, como si la cosa no fuera con él. Vi a Lupe que se tapaba la cara en el asiento trasero. Pensé que el vidrio de la puerta no iba a resistir otra patada y de un salto me vi junto a Alberto. Luego vi que Alberto se tambaleaba. Olía a alcohol, seguramente ellos también habían estado celebrando el fin de año. Vi mi puño derecho (el único libre pues en la otra mano llevaba mis libros) que se proyectaba otra vez sobre el cuerpo del padrote y en esta ocasión lo vi caer. Sentí que me llamaban de la casa y no me volví. Pateé el cuerpo que estaba a mis pies y vi el Impala que por fin se movía. Vi salir a los dos matones del Camaro y los vi dirigirse hacia mí. Vi que Lupe me miraba desde el interior del coche y que abría la puerta. Supe que siempre había querido marcharme. Entré y antes de que pudiera cerrar Ulises aceleró de golpe. Oí un disparo o algo que parecía un disparo. Nos han disparado, hijos de la chingada, dijo Lupe. Me volví y a través de la ventana trasera vi una sombra en medio de la calle. En esa sombra, enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo. Son fuegos artificiales, oí que decía Belano mientras nuestro coche daba un salto y dejaba atrás la casa de las hermanas Font, el Camaro de los matones, la calle Colima y en menos de dos segundos ya estábamos en la avenida Oaxaca y nos perdíamos en dirección al norte del DF.

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