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Pobre hombre, dije yo. Cesárea se rió. ¿Tienes parientes en Sonora?, le dije. No, creo que no, dijo ella. ¿Y qué harás entonces?, dije yo. Pues buscar un trabajo y un lugar donde vivir, dijo Cesárea. ¿Y eso es todo?, dije yo. ¿Ese es todo el porvenir que te espera, Cesárea, hija mía?, dije yo, aunque probablemente no dijera hija mía, puede que sólo lo pensara. Y Cesárea me miró, una mirada cortita, así como de lado, y dijo que ése era el porvenir común de todos los mortales, buscar un lugar donde vivir y un lugar donde trabajar. En el fondo eres un reaccionario, Amadeo, me dijo (pero me lo dijo con simpatía). Y así seguimos un rato más. Como discutiendo, pero sin discutir. Como recriminándonos cosas, pero sin recriminarnos nada. Y de repente yo traté de imaginarme a Cesárea en Sonora, eso fue poco antes de llegar a la calle en donde nos íbamos a separar para siempre, traté de imaginármela en Sonora y no pude. Vi el desierto o lo que entonces yo me imaginaba que era el desierto, nunca he estado allí, con los años lo he visto en películas o por la televisión, pero nunca he estado allí, muchachos, les dije, Dios me libre, y en el desierto vi una mancha que se movía por una cinta interminable y la mancha era Cesárea y la cinta era la carretera que llevaba a una ciudad o a un pueblo sin nombre y entonces, cual zopilote melancólico, bajé y me posé o posé mi imaginación adolorida sobre una roca y vi a Cesárea caminando, pero ya no era la misma Cesárea que yo conocía sino una mujer diferente, una india gorda y vestida de negro bajo el sol del desierto de Sonora, y le dije o traté de decirle adiós, Cesárea Tinajero, madre de los real visceralistas, pero sólo me salió un graznido lastimoso, saludos cordiales, amiga Cesárea, traté de decirle, saludos de parte de Pablito Lezcano y de Manuel Maples Arce, saludos de Arqueles Vela y del incombustible List Arzubide, saludos de Encarnación Guzmán y de mi general Diego Carvajal, pero sólo me salió un gorgoteo como si estuviera sufriendo un ataque al corazón, toquemos madera, o un ataque de asma, y luego volví a ver a Cesárea caminando a mi lado, tan decidida como ella era, tan resuelta, tan valiente, y le dije: Cesárea, piénsatelo bien, no actúes a tontas y a locas, mide tus pasos, le dije, y ella se rió y me dijo: Amadeo, yo sé lo que hago, y después nos pusimos a hablar de política, que era un tema que a Cesárea le gustaba aunque cada vez menos, como si la política y ella hubieran enloquecido juntas, tenía ideas raras al respecto, decía, por ejemplo, que la Revolución Mexicana iba a llegar en el siglo XXII, un disparate incapaz de proporcionarle consuelo a nadie, ¿verdad?, y hablamos también de literatura, de poesía, de lo último que había pasado en el DF, las comidillas de los salones literarios, las cosas que escribía Salvador Novo, las historias de algunos toreros y de algunos políticos y de algunas vicetiples, temas en los que tácitamente no se profundizaba o no se podía profundizar. Y luego Cesárea se detuvo como si de repente se acordara de algo muy importante y que había olvidado, se quedó quieta, miró el suelo o tal vez miró a los transeúntes de aquella hora, pero sin verlos, arrugando el ceño, muchachos, les dije, y después me miró a mí, primero sin verme, después viéndome, y sonrió y me dijo adiós, Amadeo. Y ésa fue la última vez que la vi con vida. Serenísima. Y ahí se acabó todo.

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Susana Puig, calle Josep Tarradellas, Calella de Mar, Cataluña, junio de 1994. Me telefoneó. Hacía mucho que no hablaba con él. Me dijo tienes que ir a tal playa, tal día y a tal hora. ¿Qué dices?, dije yo. Tienes que ir, tienes que ir, dijo él. ¿Estás loco? ¿Estás borracho?, dije yo. Por favor, te espero, dijo él, y me volvió a decir el nombre de la playa y el día y la hora a la que me esperaba. ¿No puedes venir a mi casa?, dije yo. Aquí podemos hablar con tranquilidad si eso es lo que quieres. No quiero hablar, dijo él, ya no quiero hablar, todo se acabó, hablar es inútil, dijo. Me dieron ganas de colgar, pero no lo hice. Acababa de cenar y estaba viendo una película en la tele, era una película francesa, no recuerdo cómo se llamaba ni el nombre del director o de los actores, sólo recuerdo que iba de una cantante, una chica un poco histérica, creo, y de un tío miserable del que ella, inexplicablemente, se enamora. Como siempre, tenía el volumen muy bajo y mientras hablaba con él no quitaba la vista de la tele: habitaciones, ventanas, rostros de personas que no sabía muy bien qué hacían en aquella película. La mesa estaba recogida y en el sofá había un libro, una novela que pensaba empezar a leer aquella misma noche, cuando me cansara de la película y me fuera a la cama. ¿Vendrás?, dijo él. ¿Para qué?, dije yo, pero en realidad estaba pensando en otra cosa, en la obstinación de la cantante, en sus lágrimas que fluían incontenibles y con odio, aunque esto último no sé si se puede decir, es difícil llorar con odio, es difícil que de tanto odiar a alguien te pongas a llorar como una Magdalena. Para que me veas, dijo él. Por última vez, por última vez, insistió. ¿Todavía estás allí?, dije yo. Por un momento pensé que había colgado, no sería la primera vez, me llamaba, seguro, desde un teléfono público, lo pude imaginar sin ningún problema, un teléfono del Paseo Marítimo de su pueblo distante del mío a tan sólo veinte minutos en tren y quince en coche, no sé por qué aquella noche me puse a pensar en las distancias, pero no podía haber colgado, sentía el ruido de los coches, a menos que yo no hubiera cerrado bien mis ventanas y lo que estaba escuchando proviniera de mi propia calle. ¿Estás ahí?, dije. Sí, dijo él, ¿vendrás? ¡Qué pesado! ¿Para qué quieres que vaya si no vamos a hablar? ¿Para qué quieres que vaya si no tenemos nada más que decirnos? La verdad es que no lo sé, dijo él. Me debo estar volviendo loco. Yo también pensaba lo mismo, pero no se lo dije. ¿Has visto a tu hijo? Sí, dijo él. ¿Cómo está? Muy bien, dijo él, muy guapo, cada día más grande. ¿Y tu ex mujer? Muy bien, dijo él. ¿Por qué no vuelves con ella? No hagas preguntas imbéciles, dijo él. Quiero decir en plan amistoso, dije yo, para que te cuide un poco. Esto último parece que le hizo gracia, lo oí reírse, luego dijo que su mujer (no dijo su ex mujer, dijo su mujer) estaba muy bien tal como estaba y que no sería él quien se lo estropeara. Eres demasiado delicado, dije yo. No es ella quien me ha roto el corazón, dijo él. ¡Qué cursi! ¡Qué sentimental! La historia, por supuesto, yo me la sabía de memoria.

Me la contó a la tercera noche, mientras me suplicaba que le pusiera una dosis de Nolotil en vena, tal cual, decía «en vena», no intravenoso, que viene a ser lo mismo, pero diferente, y yo por descontado se la ponía, hale, ahora a dormir, pero siempre hablábamos, y cada noche un poco más, hasta que me contó la historia entera. Entonces me pareció una historia triste, no por la historia en sí misma sino por la forma en que él la contaba. No recuerdo ahora cuánto tiempo permaneció en el hospital, puede que diez o doce días, sí, recuerdo que no pasó nada entre nosotros, a veces tal vez nos mirábamos con más intensidad de la que es usual entre un enfermo y una enfermera, nada más, yo hacía poco que había roto mi relación (no me atrevo a llamarlo noviazgo) con un interno, digamos que el ambiente era propicio, pero no pasó nada. Quince días después de que lo dieran de alta, durante una guardia, entré en una habitación y allí me lo encontré otra vez. ¡Pensé que estaba alucinando! Me acerqué a la cama sin hacer ruido y me puse a mirarlo de cerca, era él. Busqué su historial clínico: tenía una pancreatitis, aunque no le habían puesto sonda nasogástrica. Cuando volví a la habitación (su compañero se estaba muriendo de cirrosis, necesitaba atención constante), él abrió los ojos y me saludó. Qué tal, Susana, dijo. Me tendió una mano. No sé por qué no me bastó con estrecharle la mano sino que me incliné y le di un beso en la mejilla. A la mañana siguiente murió su compañero y cuando volví tenía toda la habitación para él solo. Esa noche hicimos el amor. Él estaba un poco débil todavía, se alimentaba sólo con suero y aún le dolía el páncreas, pero lo hicimos y aunque después me puse a pensar que había sido una imprudencia por mi parte, una imprudencia que lindaba con lo criminal, la verdad es que nunca antes me había sentido tan feliz en el hospital, tal vez sólo cuando obtuve la plaza, pero era una felicidad de otro signo, incomparable a la que sentí cuando hice el amor con él. Por supuesto, yo ya sabía (él mismo me lo contó en su primera hospitalización) que había estado casado y que tenía un hijo, aunque nunca supe que su mujer lo visitara en el hospital, pero sobre todo me había contado la otra historia, la que le «rompió el corazón», una historia vulgar, por lo demás, aunque él no se daba cuenta de nada.

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