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Cuando desperté estaba en un hospital de Puebla y mis padres o las sombras de mis padres se movían por las paredes de la habitación. Después vino Claudia y me dio un beso en la frente y, según me dicen, se pasó muchas horas sentada al lado de mi cama. Unos días después me dijeron que Norman había muerto. Al cabo de un mes y medio pude salir del hospital y me instalé en casa de mis padres. De vez en cuando me venían a ver parientes que no conocía y amigos a quienes había olvidado. La situación no era molesta, pero decidí irme a vivir solo. Alquilé una casita en la colonia Anzures, con baño, cocina y una sola habitación y empecé, poco a poco, a dar largos paseos por el DF. Cojeaba, a veces me perdía, pero esos paseos me hacían bien. Una mañana me puse a buscar trabajo. No lo necesitaba, pues mis padres me habían asegurado que podía contar con su ayuda hasta que me sintiera lo suficientemente fuerte. Fui a la universidad y hablé con dos compañeros de Norman. Parecieron extrañados de que yo apareciera por allí, luego dijeron que Norman era una de las personas más íntegras que habían conocido. Los dos eran profesores de filosofía y ambos estaban en la línea de Cuauhtémoc Cárdenas. Les pregunté qué era lo que pensaba Norman de Cárdenas. Estaba con él, dijeron, a su manera, igual que todos nosotros, pero estaba con él. La verdad, lo supe entonces, es que no era la filiación política de Norman lo que andaba buscando sino otra cosa, algo que ni siquiera conseguía formularme a mí mismo con claridad. Con Claudia cené en un par de ocasiones. Quise hablar de Norman, quise contarle a Claudia lo que Norman y yo habíamos hablado mientras volvíamos de Puerto Ángel, pero Claudia dijo que hablar de aquello la ponía triste. Además, añadió, cuando estuviste en el hospital lo único que hacías era repetir tu última conversación con Norman. ¿Y qué fue lo que dije? Lo que dicen todos los que deliran, dijo Claudia, a veces te obsesionabas con un par de frases referidas al paisaje y otras veces cambiabas de tema con tanta rapidez que era imposible seguirte.

Por más que insistí no pude sacar nada en limpio. Una noche, mientras dormía, se me apareció Norman y me dijo que me tranquilizara, que él estaba bien. Pensé, no sé si en el sueño o al despertarme gritando, que Norman parecía estar en el cielo de México y no en el cielo de los judíos, menos aún en el cielo de la filosofía o en el cielo de los marxistas. ¿Pero cuál era el pinche cielo de México? La alegría asumida o lo que está detrás de la alegría, los gestos vacíos o lo que se esconde (para sobrevivir) detrás de los gestos vacíos. Poco después empecé a trabajar en una agencia de publicidad. Una noche, borracho, intenté llamar a Arturo Belano a Barcelona. En el número que tenía me dijeron que no vivía allí nadie de ese nombre. Hablé con Müller, su amigo, y éste me dijo que Arturo vivía en Italia. ¿Qué hace en Italia?, pregunté. No lo sé, dijo Müller, supongo que trabajar. Cuando colgué me puse a buscar a Ulises Lima en el DF. Supe que debía encontrarlo y preguntarle qué había querido decir Norman en su última conversación. Pero buscar a alguien en el DF es una empresa difícil.

Durante meses estuve yendo de un lado para otro, viajé en metro y camiones atestados, telefoneé a gente que no conocía ni me interesaba conocer, me asaltaron tres veces, al principio nadie sabía nada o nadie quería saber nada de Ulises Lima. Según algunos se había vuelto alcohólico y drogadicto. Un tipo violento al que rehuían sus amigos más cercanos. Según otros se había casado y se dedicaba a su familia a tiempo completo. Unos decían que su mujer era una descendiente de japoneses o la única heredera de unos chinos que tenían una cadena de cafeterías chinas en el DF. Todo era vago y lamentable.

Un día, en una fiesta, me presentaron a la mujer con la que Ulises había vivido un tiempo, no la china, una anterior.

Era delgada y tenía una mirada dura. Estuvimos hablando un rato, de pie en un rincón, mientras sus amigos esnifaban cocaína. Dijo que tenía un hijo, pero que ese hijo era de otro hombre. Ulises, sin embargo, había sido como un padre para él.

¿Como un padre para tu hijo? Algo así, dijo ella. Como un padre para mi hijo y como un padre para mí. La miré con atención, temiendo que se estuviera burlando. A excepción de sus ojos, todo en ella traslucía desamparo.

Después habló de drogas, creo que el único tema que le merecía la pena tratar, y yo le pregunté si Ulises se drogaba. Al principio no, dijo, sólo vendía, pero conmigo empezó a entrarle a la droga. Le pregunté si escribía. No me oyó o tal vez no quiso contestarme. Le pregunté si sabía en dónde encontrar a Ulises. No tenía idea. Tal vez esté muerto, dijo.

Sólo en ese momento me di cuenta de que aquella mujer estaba enferma, posiblemente muy enferma, y no supe qué más decirle, sólo tenía ganas de dejarla atrás y olvidarme de ella. Sin embargo estuve a su lado (o cerca, pues su presencia por periodos prolongados era insoportable) hasta que la fiesta terminó con el amanecer. Y aún después, salimos juntos y caminamos un tramo en dirección al metro más cercano. Nos subimos en Tacubaya. Todos los usuarios del metro a aquella hora parecían enfermos. Ella se fue en una dirección y yo en otra.

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Durante un rato estuvimos en silencio. Los muchachos parecían cansados y yo estaba cansado. ¿Y qué pasó con Encarnación Guzmán?, dijo de pronto uno de ellos. Era la última pregunta que hubiera esperado oír y sin embargo era la única pregunta que nos permitía seguir. Me tomé mi tiempo en contestarle. O tal vez primero le contesté telepáticamente, algo usual en los viejos borrachos, y luego, ante la evidencia, abrí la bocota y le dije: nada, muchachos, les dije, no pasó nada, lo mismo que con Pablito Lezcano y conmigo y si me apuran hasta con Manuel. La vida nos puso a todos en nuestro lugar o en el lugar que a ella le convino y luego nos olvidó, como debe de ser. Encarnación se casó. Era demasiado bonita para quedarse a vestir santos. Para nosotros fue una sorpresa verla aparecer una tarde en la cafetería donde nos reuníamos e invitarnos a todos a la boda. Tal vez la invitación era una broma y en el fondo venía a presumir y nada más. Por supuesto, la felicitamos, le dijimos Encarnación, qué felicidad, qué grata sorpresa, y luego no fuimos a su boda, aunque puede que alguno sí asistiera. ¿Que cómo afectó a Cesárea la boda de Encarnación Guzmán Arredondo? Pues mal, supongo, aunque con Cesárea nunca podía uno saber hasta qué punto lo malo era malo o era aún mucho peor, pero no le supo nada bien, de eso no hay duda. Por aquellos días, sin que nos diéramos cuenta, todo estaba deslizándose irremediablemente por el precipicio. O tal vez la palabra precipicio sea demasiado enfática. Por aquellos días todos estábamos deslizándonos colina abajo. Y nadie iba a intentar la remontada una vez más, tal vez Manuel, a su manera, pero excepto él nadie más. Pinche vida cabrona, ¿verdad, muchachos?, les dije. Y ellos dijeron: así parece, Amadeo. Y entonces yo pensé en Pablito Lezcano, que poco después también se casaría y a cuya boda, por lo civil, sí asistí, y pensé en el banquete que organizó el papá de la novia de Pablito, un bodorrio por todo lo alto en una casona que ya no existe allá por el rumbo de Arcos de Belén, me parece que en la calle Delicias, con mariachi y discursos antes y después del banquete, y vi otra vez a Pablito Lezcano, la frente brillante de sudor, leer un poema dedicado a su novia y a la familia de su novia que a partir de entonces ya era como su propia familia, y antes de empezar a leer el poema me miró y miró a Cesárea que estaba a mi lado, y nos guiñó un ojo, como diciéndonos no se me achicopalen mis amigos, que ustedes siempre serán mi verdadera familia secreta, digo yo, aunque probablemente mi interpretación sea incorrecta. Unos cuantos días después del matrimonio de Pablito Cesárea se marchó para siempre del DF. Nos vimos de casualidad una tarde a la salida del cine, lo que ya es casualidad, ¿verdad? Yo había ido solo y Cesárea también y mientras caminábamos nos fuimos comentando la película. ¿Qué película? No lo recuerdo, muchachos, me gustaría que hubiese sido una de Charles Chaplin, pero la verdad es que no lo recuerdo. Sí recuerdo que nos gustó, eso sí, y recuerdo también que el cine estaba delante de la Alameda y que Cesárea y yo empezamos a caminar primero por la Alameda y luego hacia el centro, y en algún momento recuerdo que le pregunté a Cesárea qué era de su vida y que ella me dijo que se iba del DF. Después comentamos la boda de Pablito y en algún momento de la plática salió a relucir Encarnación Guzmán. Cesárea había estado en su boda. Le pregunté por decir algo, qué tal había sido y ella me dijo que muy bonita y emotiva, ésas fueron sus palabras. Y tristes como todas las bodas, añadí yo. No, me dijo Cesárea, y así se lo conté a los muchachos, las bodas no son tristes, Amadeo, me dijo, son alegres. La verdad es que a mí no me interesaba hablar de Encarnación Guzmán sino de Cesárea. ¿Qué va a ser de tu revista?, le dije. ¿Qué va a ser del realismo visceral? Ella se rió cuando pregunté aquello. Recuerdo su risa, muchachos, les dije, caía la noche sobre el DF y Cesárea se reía como un fantasma, como la mujer invisible en que estaba a punto de convertirse, una risa que me achicó el alma, una risa que me empujaba a salir huyendo de su lado y que al mismo tiempo me proporcionaba la certeza de que no existía ningún lugar adonde pudiera huir. Y entonces se me ocurrió preguntarle hacia dónde se iba. No me lo va a decir, pensé, así es Cesárea, no va a querer que yo lo sepa. Pero me lo dijo: a Sonora, a su tierra, y me lo dijo con la misma naturalidad con que otros dan la hora o los buenos días. ¿Pero por qué, Cesárea, le dije? ¿No te das cuenta que si te marchas ahora vas a tirar por la borda tu carrera literaria? ¿Tienes idea de la clase de páramo cultural que es Sonora? ¿Qué vas a hacer allí? Preguntas de ese tipo. Preguntas que uno hace, muchachos, cuando no sabe realmente qué decir. Y Cesárea me miró mientras caminábamos y dijo que aquí ya no tenía nada. ¿Te has vuelto loca?, le dije. ¿Te has trastornado, Cesárea? Aquí tienes tu trabajo, tienes tus amigos, Manuel te aprecia, yo te aprecio, Germán y Arqueles te aprecian, el general no sabría qué hacer sin ti. Tú eres una estridentista de cuerpo y alma. Tú nos ayudarás a construir Estridentópolis, Cesárea, le dije. Y entonces ella se sonrió, como si le estuviera contando un chiste muy bueno pero que ya conocía y dijo que hacía una semana había dejado el trabajo y que además ella nunca había sido estridentista sino real visceralista. Y yo también, dije o grité, todos los mexicanos somos más real visceralistas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y adonde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad, Cesárea, le dije, a la pinche modernidad. Y entonces, sólo entonces, le pregunté si era verdad que había dejado su chamba con mi general. Y ella dijo que por supuesto que era verdad. ¿Y qué dijo él?, pregunté. Se puso hecho una fiera, se rió Cesárea. ¿Y? Nada, no cree que hable en serio, pero si piensa que voy a volver que me espere sentado porque si no se va a cansar.

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