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Alfonso Pérez Camarga, calle Toledo, México DF, junio de 1981. Belano y Lima no eran revolucionarios. No eran escritores. A veces escribían poesía, pero tampoco creo que fueran poetas. Eran vendedores de droga. Básicamente marihuana, aunque también ofrecían un stock de hongos en potes de cristal, en potecitos originariamente empleados para comidas infantiles, y aunque a primera vista daba asco, un zurullo de caca infantil flotando en un líquido amniótico en el interior de un envase de cristal, al final nos acostumbramos a los jodidos hongos y eso era lo que más les pedíamos, hongos de Oaxaca, hongos de Tamaulipas, hongos de la Huasteca veracruzana o potosina o de donde demonios fueran. Hongos para consumir en nuestras fiestas o en petit comité. ¿Quiénes éramos nosotros? Pintores como yo, arquitectos como el pobre Quim Font (de hecho fue éste quien nos los presentó, sin sospechar, al menos eso prefiero suponer, la relación que no tardaríamos en establecer). Porque los chavitos estos eran en el fondo unos linces para los negocios. Cuando los conocí (en casa del pobre Quim) hablamos de poesía y de pintura. Quiero decir: de la poesía y de la pintura mexicana (¿existen otras?). Pero al poco rato ya estábamos hablando de drogas. Y de las drogas pasamos a hablar de negocios. Y al cabo de unos minutos ya me habían sacado al jardín y bajo la sombra de un chopo ya me hacían probar la marihuana que llevaban. Superior, sí señor, como hacía mucho que no había tastado. Y así me convertí en su cliente. Y de paso, les hice publicidad gratis con varios amigos pintores y arquitectos, y ellos también se convirtieron en clientes de Lima y Belano. Bueno, mirado desde cierta óptica, era un avance, por no decir un alivio. Supongo que al menos eran limpios. Y uno podía hablar de arte mientras cerraba un trato. Y suponíamos que no intentarían estafamos o tendernos una emboscada. Ya saben, esa clase de trampas que los narcotraficantes de tres al cuarto suelen hacer. Y eran más o menos discretos (o eso creíamos nosotros) y puntuales, y tenían recursos, uno podía llamarlos y decirles necesito cincuenta gramos de Golden Acapulco para mañana que doy un reventón sorpresa, y ellos lo único que te preguntaban era el lugar y la hora, ni siquiera mencionaban el dinero, aunque en esto por supuesto nunca tuvieron la más mínima queja, pagábamos el precio que ellos ponían sin rechistar, con clientes así da gusto trabajar, ¿verdad? Y todo iba como la seda. A veces, por supuesto, disentíamos. La culpa era generalmente nuestra. Les dábamos confianza y ya se sabe, hay personas que más vale tenerlas a cierta distancia. Pero nuestro talante democrático nos traicionaba y, por ejemplo, cuando había una fiesta o una reunión particularmente aburrida, pues los hacíamos pasar, les servíamos unas copas, les pedíamos que nos detallaran el sitio exacto de donde provenía la mercancía que íbamos a ingerir o a fumar, en fin, cosas así, inocentes, sin ánimo de ofender, y ellos bebían nuestros licores, comían nuestras viandas, pero de una manera, ¿cómo explicarlo?, ausente, tal vez, de una manera fría, como si estuvieran pero no estuvieran, o como si nosotros fuéramos insectos o vacas a quienes sangraban cada noche y a quienes convenía mantener confortablemente vivas, pero sin el más mínimo gesto que implicara cercanía, simpatía, cariño. Y eso, aunque generalmente estábamos borrachos o drogados, pues lo percibíamos y a veces, para picarlos, los obligábamos a escuchar nuestros comentarios, nuestras opiniones, lo que en el fondo pensábamos de ellos. Por supuesto, nunca los consideramos unos poetas de verdad. Mucho menos unos revolucionarios. ¡Eran vendedores y punto! Nosotros respetamos a Octavio Paz, por ejemplo, y ellos, con la soberbia de los ignorantes, lo desdeñaban sin ambages. Eso es inadmisible, ¿verdad? Una vez, no sé por qué, dijeron algo de Tamayo, algo contra Tamayo y eso ya fue el colmo, no sé en qué contexto, la verdad es que no sé ni siquiera en dónde, tal vez estuviéramos en mi casa, tal vez no, no importa, lo cierto es que alguien hablaba de Tamayo y de Cuevas y uno de nosotros ponderó la dureza de José Luis, la fuerza, el valor que exudan todos y cada uno de sus trabajos, la suerte que teníamos de ser sus compatriotas y contemporáneos, y entonces uno de ellos (los dos estaban en un rincón, así los recuerdo, en un rincón esperando su dinero) dijo que el valor de Cuevas o que su dureza o que su energía, no lo sé, eran puro bluff, y su declaración tuvo la virtud de enfriarnos de improviso, de hacer que creciera en el interior de nosotros una indignación fría, no sé si me explico, casi nos los comimos vivos. Quiero decir que a veces era chistoso escucharlos hablar. Parecían, en el fondo, dos extraterrestres. Pero conforme iban adquiriendo confianza, conforme los ibas conociendo o escuchando con más atención, su pose resultaba más bien triste, provocaba el rechazo. No eran poetas, ciertamente, no eran revolucionarios, creo que ni siquiera estaban sexuados. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el sexo no parecía interesarles (sólo les interesaba el dinero que nos pudieran exprimir), así como tampoco la poesía ni la política, aunque su apariencia pretendiera amoldarse al arquetipo tan manido del joven poeta de izquierda. Pero no, el sexo no les interesaba, me consta, seguro. ¿Que cómo lo sé? Por una amiga, una amiga arquitecta que quiso coger con uno de ellos. Belano, supongo. Y a la hora de la verdad no pasó nada. Vergas muertas.

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Hugo Montero, tomándose una cerveza en el bar La Mala Senda, calle Pensador Mexicano, México DF, mayo de 1982. Había una plaza libre y yo me dije ¿por qué no meto a mi cuate Ulises Lima en el grupito que va a Nicaragua? Esto pasó en enero, una buena manera de inaugurar el año. Y además, me habían dicho que Lima estaba muy mal y yo pensé que un viajecito a la Revolución le recompone los ánimos a cualquiera. Así que arreglé los papeles sin consultarle nada a nadie y metí a Ulises en el avión que iba a Managua. Por supuesto, yo no sabía que con esa decisión me estaba poniendo la soga al cuello, si lo hubiera sabido Ulises Lima no se mueve del DF, pero uno es así, impulsivo, y al final lo que tenga que suceder siempre sucede, somos juguetes en manos del destino, ¿verdad?

Bueno, pues, a lo que iba: metí a Ulises Lima en el avión y yo creo que ya antes de que despegáramos me olí lo que podía acarrearme aquel viajecito. La delegación mexicana estaba encabezada por mi jefe, el poeta Álamo, y cuando éste vio a Ulises se puso blanco y me llamó aparte. ¿Qué hace este pendejo aquí, Montero?, dijo. Va a Managua con nosotros, le contesté. El resto de las palabras de Álamo prefiero no repetirlas porque en el fondo no soy una mala persona. Pero pensé: si no te interesaba que viajara este poeta, so holgazán, por qué no controlaste tú mismo las invitaciones, por qué no te tomaste tú mismo el trabajo de llamar por teléfono a todos los que tenían que ir. Y con esto no quiero decir que no lo hubiera hecho. Álamo invitó personalmente a sus cuatachos más íntimos, a saber: la banda de la poesía campesina. Y después invitó personalmente a sus lambiscones más queridos, y después a los pesos pesados o plumas, todos campeones locales en sus respectivas categorías, de la literatura mexicana, pero, como siempre pasa, en este país no hay formalidad, a última hora dos o tres cabrones cancelaron el viaje y tuve que ser yo el que rellenara las ausencias, como dice Neruda. Y entonces fue cuando pensé en Lima, sabía no sé por quién que estaba de vuelta en México y que se lo estaba llevando la chingada, y yo soy de las personas que si pueden hacer un favor, pues lo hacen, qué le voy a hacer, México me hizo así y ni modo.

Ahora, claro, estoy sin chamba y a veces, cuando me da por ahí, cuando la cruda me presenta uno de esos amaneceres apocalípticos del DF, pienso que hice mal, que podía haber invitado a otro, en una palabra, que la cagué, pero en líneas generales pues no me arrepiento. Y allí estábamos, como les iba contando, en el avión, y Álamo que recién se daba cuenta de que en el pasaje se había colado Ulises Lima, y yo le dije: tranquilo, maestro, no va a pasar nada, tiene usted mi palabra, y entonces Álamo me miró como si me calibrara, una mirada de fuego, si se me permite la licencia, y dijo: de acuerdo, Montero, es tu problema, ya veremos cómo lo solventas. Y yo le dije: el pabellón de México quedará en lo más alto, jefe, serenidad y tranquilidad, no se me inquiete por nada. Y ya para entonces íbamos volando rumbo a Managua por un cielo negro negrísimo y los escritores de nuestra delegación iban bebiendo como si supieran o sospecharan o alguien les hubiera pasado la fija de que el avión se iba a caer, y yo iba de un lado para otro, pasillo arriba y pasillo abajo, saludando a los presentes, repartiendo unas hojitas con la Declaración de los Escritores Mexicanos, un panfleto que había pergeñado Álamo y los poetas campesinos en solidaridad con el pueblo hermano de Nicaragua y que yo había pasado en limpio (y corregido, no está demás decirlo), para que los que no lo conocían, que eran la gran mayoría, lo leyeran, y para que los que no lo habían suscrito, que eran unos pocos, me estamparan su firmita en el apartado «Los abajo firmantes», es decir justo debajo de las firmas de Álamo y los poetas campesinos, el quinteto del apocalipsis.

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