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Y les pregunté a los muchachos, les dije, muchachos, ¿qué es lo que han sacado en limpio de este poema?, les dije, muchachos, yo llevo más de cuarenta años mirándolo y nunca he entendido una chingada. Ésa es la verdad. Para qué voy a mentirles. Y ellos dijeron: es una broma, Amadeo, el poema es una broma que encubre algo muy serio. ¿Pero qué significa?, dije. Déjanos pensar un poco, Amadeo, dijeron. Claro que los dejo, faltaría más, dije yo. Déjanos reflexionar un poco y a ver si te alivianamos la incógnita, Amadeo, dijeron. Claro que quiero que me alivianen, dije yo. Después uno de ellos se levantó y se fue al baño y el otro se levantó y se fue a la cocina y yo me puse a dormitar mientras ellos circulaban corno Pedro por el infierno de mi casa, quiero decir, por el infierno de recuerdos en que se había transformado mi casa, y yo los dejé hacer y me puse a dormitar, porque ya era muy tarde y mucho lo que habíamos bebido, aunque de vez en cuando los escuchaba caminar, como si hicieran ejercicios para desentumecer los huesos, y de vez en cuando los oía hablar, se preguntaban y se respondían no sé qué cosas, algunas muy serias, supongo, pues entre pregunta y respuesta mediaban unos silencios grandes, otras no tan serias pues se reían, ah, qué muchachos, pensaba, ah, qué velada más interesante, hacía tiempo que no bebía tanto y que no conversaba tanto y que no recordaba tanto y que no me lo pasaba tan bien. Cuando volví a abrir los ojos los muchachos habían encendido la luz y delante de mí había una taza de café humeante. Bébetela, dijeron. A sus órdenes, dije yo. Recuerdo que mientras me tomaba el café los muchachos volvieron a sentarse enfrente de mí y estuvieron comentando los otros textos publicados en Caborca. Bueno, pues, les dije, ¿cuál es el misterio? Entonces los muchachos me miraron y dijeron: no hay misterio, Amadeo.

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Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, agosto de 1987. La libertad es como un número primo. Cuando volví a casa todo había cambiado. Mi mujer ya no vivía allí y en mi habitación ahora dormía mi hija Angélica, junto con su compañero, un director de teatro un poco mayor que yo. Mi hijo menor, por el contrario, se había apropiado de la casita del jardín que compartía con una muchacha de rasgos aindiados. Tanto él como Angélica trabajaban todo el día, aunque no ganaban demasiado. Mi hija María vivía en un hotel cerca del Monumento a la Revolución y casi no veía a sus hermanos. Mi esposa, al parecer, se había vuelto a casar. El director de teatro resultó una persona bastante considerada. Había sido compañero de correrías de la Vieja Segura, o discípulo suyo, no lo podría precisar, y no tenía mucho dinero ni mucha suerte, pero esperaba montar algún día una obra que lo catapultara a la fama y a la fortuna. Por las noches, mientras cenábamos, le gustaba hablar de eso. La compañera de mi hijo, por el contrario, apenas decía una palabra. Me cayó simpática.

La primera noche dormí en la sala. Puse una manta sobre el sofá, me extendí y cerré los ojos. Los ruidos eran los mismos de siempre. Pero me equivocaba. Algo había que los hacía distintos, aunque al principio no supe colegir qué era. Pero eran distintos y no me dejaban dormir, así que me pasaba las noches sentado en el sofá, con la tele encendida y con los ojos entrecerrados. Después me trasladé a la antigua habitación de mi hijo y eso me subió los ánimos. Supongo que porque la habitación aún conservaba una cierta atmósfera de adolescente despreocupado y feliz. No lo sé. En cualquier caso, al cabo de tres días la habitación olía enteramente a mí, es decir olía a viejo, olía a loco, y todo volvió a ser como antes. Me deprimía y no sabía qué hacer. Me quedaba quieto y dejaba que pasaran las horas en aquella casa vacía hasta que volvía alguno de mis hijos del trabajo y cruzábamos unas palabras. A veces llamaban por teléfono y yo contestaba. ¿Bueno? ¿Quién habla? Nadie me conocía y yo a nadie conocía.

A la semana de volver a casa comencé a dar paseos por el barrio. Los primeros fueron breves, una vuelta a la manzana y asunto concluido. Poco a poco, sin embargo, empecé a animarme y mis caminatas, al principio inseguras, me fueron llevando cada vez más lejos. El barrio había cambiado. Me asaltaron dos veces. La primera, unos niños armados con cuchillos de cocina. La segunda, unos tipos mayores quienes al no encontrar dinero en mis bolsillos procedieron a darme una madriza. Pero yo ya no siento dolor y no me importó. Ésa es una de las cosas que aprendí en La Fortaleza. Por la noche, Lola, la compañera de mi hijo, me puso mertiolate en las heridas y me aconsejó que según dónde más valía no meterse. Yo le dije que no me importaba que me pegaran de vez en cuando. ¿Te gusta?, dijo ella. No me gusta, dije yo, si me pegaran todos los días no me gustaría.

Una noche el director de teatro dijo que el INBA le iba a conceder una beca. Lo celebramos. Mi hijo y su compañera salieron a comprar una botella de tequila y mi hija y el director hicieron una comida de gala, aunque la verdad es que ninguno de los dos sabía cocinar. No recuerdo qué hicieron. Comida. Yo me lo comí todo. Pero no era muy bueno. La que hacía bien estas cosas era mi mujer, pero ella ahora vivía en otro lugar y no estaba dispuesta para esta clase de cenas improvisadas. Yo me senté a la mesa y me puse a temblar. Recuerdo que mi hija me miró y me preguntó si me sentía mal. Sólo tengo frío, dije, y era la verdad, con los años me he convertido en una persona friolera. Una copita de tequila hubiera ayudado, pero no puedo beber tequila ni ningún otro tipo de alcohol. Así que temblé de frío y comí y escuché lo que decían. Hablaban de un futuro mejor. Hablaban de fruslerías, pero en realidad hablaban de un futuro mejor, y aunque ese futuro no comprendía a mi hijo ni a su compañera ni a mí nosotros también sonreíamos y hablábamos y hacíamos planes.

Una semana después el departamento que tenía que conceder la beca fue cerrado por recorte presupuestario y el director de teatro se quedó sin nada.

Comprendí que había llegado la hora de que me empezara a mover. Me empecé a mover. Telefoneé a algunos viejos amigos. Al principio nadie se acordaba de mí. ¿Dónde has estado?, decían. ¿De dónde sales? ¿Qué ha sido de tu vida? Yo les decía que acababa de llegar del extranjero. He estado dando vueltas por el Mediterráneo, he vivido en Italia y en Estambul. He estado mirando edificios en El Cairo, una arquitectura que promete. ¿Promete? Sí, el infierno. Como los edificios de Tlatelolco, pero sin tantos espacios verdes. Como Ciudad Satélite, pero sin agua corriente. Como Netzahualcóyotl. Deberían matarnos a todos los arquitectos. He estado en Túnez y en Marraquech. En Marsella. En Venecia. En Florencia. En Napóles. Feliz tú, Quim, ¿pero por qué has vuelto? México se va al carajo sin remedio. Supongo que estarás al tanto. Sí, estoy al tanto, les decía, los informes no han escaseado, mis hijas me enviaban periódicos mexicanos a los hoteles donde vivía. Pero México es mi patria y lo echaba de menos. En ninguna otra parte se está tan bien como aquí. No me alburees, Quim, ¿no lo dirás en serio? Completamente en serio. ¿Completamente en serio? Te lo juro, completamente en serio, algunas mañanas, mientras me desayunaba contemplando el Mediterráneo y esos veleritos a los que los europeos son tan aficionados, a veces me ponía a llorar pensando en Ciudad de México, en los desayunos de Ciudad de México, y sabía que tarde o temprano debía regresar. Y alguno decía: oye, ¿pero tú no habías estado ingresado en un psiquiátrico? Y yo decía sí, de eso hace muchos años, precisamente al salir del psiquiátrico me marché al extranjero. Prescripción médica. Y mis amigos solían reírse con esta salida o con otras, pues yo siempre adornaba la historia con anécdotas diferentes y decían ah, qué Quim, y entonces yo aprovechaba y les preguntaba si no sabían de alguna chamba para mí, algún puestecito en algún bufete de arquitectos, lo que fuera, un trabajito eventual, para irme haciendo a la idea de que tenía que buscar algo fijo, y entonces ellos acostumbraban a responderme que la cuestión laboral estaba muy mala, que los bufetes de arquitectura estaban cerrando uno detrás de otro, que Andrés del Toro se había largado a Miami y que Refugio Ortiz de Montesinos había instalado su taller en Houston, así que ya me podía hacer una idea, decían, y yo me hacía una idea, y más de una idea, pero seguía llamando y jodiéndoles la paciencia y contándoles mis aventuras en la parte feliz del mundo.

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