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De tanto insistir, acabé obteniendo el puesto de delineante en el taller de un arquitecto que no conocía. Era un chavo que acababa de empezar y que cuando supo que yo no era delineante sino arquitecto me tomó cariño. Por las noches, cuando cerrábamos el changarro, nos íbamos a un bar que está en la Ampliación Popocatépetl, por el rumbo de la calle Cabrera. El bar se llamaba El Destino y allí nos quedábamos hablando de arquitectura y de política (el chavito era trotskista) y de viajes y de mujeres. Se llamaba Juan Arenas. Tenía un socio, al que yo apenas veía, un tipo gordo de unos cuarenta años, que también era arquitecto pero que más bien parecía un agente de la secreta y que pocas veces aparecía por el estudio. Así que el bufete lo constituíamos básicamente Juan Arenas y yo, y como casi no teníamos nada que hacer y nos gustaba hablar, pues nos pasábamos buena parte del día hablando. Por la noche me daba un aventón hasta mi casa y mientras cruzábamos un DF de pesadilla, de pesadilla desfalleciente, yo a veces pensaba que Juan Arenas era mi reencarnación feliz.

Un día lo invité a comer. Era un domingo. No había nadie en la casa y yo le preparé una sopa y una tortilla francesa. Comimos en la cocina. Era agradable estar allí, escuchando a los pájaros que venían a picotear en el jardín y mirando a Juan Arenas, que era un muchacho sencillo y que comía con apetito. Él vivía solo. No era del DF sino de Ciudad Madero y a veces se sentía desorientado en una ciudad tan grande. Más tarde llegó mi hija con su compañero y nos encontraron viendo la televisión y jugando a las cartas. Creo que desde el primer momento mi hija le gustó a Juanito Arenas y a partir de entonces sus visitas menudearon. A veces yo me ponía a soñar y nos veía a todos viviendo juntos en mi casa de la calle Colima, a mis dos hijas, a mi hijo, al director de teatro, a Lola y a Juan Arenas. A mi mujer no, a ella no la veía viviendo con nosotros. Pero las cosas nunca salen como uno las ve y las vive en sueños y un buen día Juan Arenas y su socio cerraron el bufete y se largaron sin decir adonde iban.

Una vez más me tuve que dedicar a telefonear a mis antiguos amigos y a pedir favores. La experiencia me había enseñado que era mejor buscar chamba de delineante que de arquitecto y así no tardé en verme una vez más trabajando duro. Esta vez fue en un bufete de Coyoacán. Una noche, mis jefes me invitaron a una fiesta. La alternativa era ir caminando hasta la parada de metro más cercana y volver a casa en donde seguramente no iba a encontrar a nadie, así que acepté y fui. La fiesta era en una casa que estaba relativamente cerca de la mía. Durante unos momentos la casa me resultó familiar. Pensé que yo antes había estado allí, pero luego me di cuenta que no, que lo que pasaba era que todas las casas de determinada época y de determinado barrio se parecían como una gota de agua a otra gota de agua y entonces me tranquilicé y me fui directo a la cocina a buscar algo que comer porque no probaba bocado desde el desayuno. No sé qué me pasó, pero de repente me sentí con mucha hambre, algo no muy usual en mí. Con mucha hambre y con muchas ganas de llorar y con mucha alegría.

Y entonces llegué como volando a la cocina y en la cocina encontré a dos hombres y a una mujer, que hablaban animadamente de un muerto. Y yo cogí un sandwich de jamón y me lo comí y después me tomé dos sorbos de coca-cola para que me pasara el sandwich por la garganta. El pan estaba como reseco. Pero era rico, así que cogí otro sandwich, ahora uno de queso, y me lo comí, pero no de golpe, esta vez poco a poco, masticando a conciencia y sonriendo tal como solía sonreír yo hace tantos años. Y el trío que hablaba, los dos hombres y la mujer, me miraron y vieron mi sonrisa y me sonrieron, y entonces yo me acerqué un poco más a ellos y oí lo que decían: hablaban de un cadáver y de un entierro, hablaban de un amigo mío, un arquitecto que había muerto, y en ese momento a mí me pareció apropiado decir que lo conocía. Eso fue todo. Hablaban de un muerto que yo había conocido y después se pusieron a hablar de otras cosas, supongo, porque yo no permanecí allí sino que salí al jardín, un jardín de rosales y abetos, y me acerqué a la verja de hierro y me puse a mirar el tráfico. Y entonces vi pasar a mi viejo Impala del 74, gastado por los años, con abolladuras en los guardabarros y en las puertas, con la pintura descascarada, muy lentamente, a vuelta de rueda, como si me anduviera buscando por las calles nocturnas del DF, y el efecto que me produjo fue tal que entonces sí que me puse a temblar, agarrado con las dos manos a los barrotes de la verja para no caerme, y no me caí, bien cierto, pero se me cayeron las gafas, mis gafas se deslizaron nariz abajo hasta un matorral o una planta o un retoño de rosal, no lo sé, sólo oí el ruido y supe que no se habían roto, y entonces pensé que si me agachaba a recogerlas para cuando me levantara el Impala habría desaparecido, pero que si no lo hacía no iba a poder ver quién conducía aquel coche fantasma, mi coche perdido en las últimas horas de 1975, en las primeras horas de 1976. Y si no veía quién lo conducía, ¿de qué me iba a servir haberlo visto? Y entonces me ocurrió algo aún más sorprendente. Pensé: se me han caído las gafas. Pensé: hasta hace un momento yo no sabía que utilizaba gafas. Pensé: ahora percibo los cambios. Y eso, saber que ahora sabía que necesitaba gafas para ver, me hizo temerario y me agaché y encontré mis lentes (¡qué diferencia entre tenerlos puestos y no tenerlos!) y me erguí y el Impala aún seguía allí, por lo que deduzco que actué con una velocidad sólo concedida a ciertos locos, y vi el Impala y con mis gafas, esas gafas que hasta ese momento no sabía que poseía, taladré la oscuridad y busqué el perfil del conductor, entre atemorizado y ansioso, pues supuse que al volante de mi Impala perdido iba a ver a Cesárea Tinajero, la poeta perdida, que se abría paso desde el tiempo perdido para devolverme el automóvil que yo más había querido en mi vida, el que más había significado y el que menos había gozado. Pero no era Cesárea la que conducía. ¡De hecho, no era nadie el que conducía mi Impala fantasma! Eso creí. Pero luego pensé que los coches no andan solos y que probablemente aquel Impala desvencijado lo conducía algún compatriota chaparrito y desafortunado y gravemente deprimido, y regresé, con un peso enorme sobre mis espaldas, a la fiesta.

Cuando ya llevaba recorrido medio camino, no obstante, se me ocurrió una idea y me volví, pero en la calle ya no estaba el Impala, visto y no visto, ahora está, ahora ya no está, la calle se había transformado en un rompecabezas de penumbra al que le faltaban varias piezas, y una de las piezas que faltaban, curiosamente, era yo mismo. Mi Impala se había ido. Yo, de alguna manera que no terminaba de comprender, también me había ido. Mi Impala había vuelto a mi mente. Yo había vuelto a mi mente.

Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.

Andrés Ramírez, bar El Cuerno de Oro, calle Avenir, Barcelona, diciembre de 1988. Mi vida estaba destinada al fracaso, Belano, así como lo oye. Salí de Chile un lejano día de 1975, para más datos el 5 de marzo a las ocho de la noche, escondido en las bodegas del carguero Napoli, es decir como un polizonte cualquiera, y sin saber cuál sería mi destino final. No lo voy a aburrir con los accidentes más o menos desgraciados de mi singladura, sólo le diré que yo era trece años más joven y que en mi barrio de Santiago (La Cisterna, para más señas) me conocían con el cariñoso apelativo de Súper Ratón, en recuerdo de aquel gracioso y justiciero animalito que tantas tardes infantiles nos alegrara. En una palabra, que un servidor estaba preparado, al menos físicamente, como suele decirse, para aguantar todas las vicisitudes de un viaje de tal calibre. Pasemos por alto el hambre, el miedo, el mareo, los contornos ora borrosos ora monstruosos con que el incierto destino se me presentaba. Nunca faltó un alma caritativa que bajara a la sentina y que me tendiera un pedazo de pan, una botella de vino, un platito de macarrones a la boloñesa. Tuve tiempo, por otra parte, para pensar a mis anchas, algo que en mi anterior vida me estaba casi vedado, pues en la ciudad moderna, como todo el mundo sabe, al camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Y de esta manera pude examinar mi infancia, pues cuando uno está encerrado en el fondo de un barco lo mejor es proceder ceñido a un cierto orden, hasta el canal de Panamá, aproximadamente, y de allí en adelante, es decir en todo lo que duró la travesía del Atlántico (ay, ya tan lejos de mi patria querida e incluso de mi continente americano, que no conocía pero que igual entonces sentí entrañable), me dediqué a diseccionar lo que había sido mi juventud y llegué a la conclusión y al firme propósito de que todo tenía que cambiar, si bien entonces no se me ocurrió de qué forma hacerlo y hacia cuál dirección encaminar mis pasos. En el fondo, permítame que lo diga, era una forma como cualquier otra de matar el tiempo y no castigar o debilitar mi organismo, ya de por sí enajenado después de tantos días en aquella húmeda oscuridad sonora que no le deseo ni a mi peor enemigo. Una mañana, sin embargo, llegamos al puerto de Lisboa y mis reflexiones variaron sustancialmente de objetivo. Mi primer impulso, como es lógico, fue desembarcar el primer día, pero, como me explicó uno de los marineros italianos que de vez en cuando me alimentaban, el horno en las fronteras de tierra y mar portuguesas no estaba para empanadas. Así que me tuve que aguantar y durante dos días que me parecieron dos semanas me conformé con escuchar las voces que venían de las bodegas del barco, abiertas como las fauces de una ballena, escondido en el interior de un barril vacío, cada minuto que pasaba más enfermo e impaciente, con tercianas que venían a cuento de no sé qué, hasta que una noche, por fin, zarpamos y dejamos atrás la laboriosa capital portuguesa que yo imaginaba, en mis sueños febriles, como una ciudad negra, con gente vestida de negro, con casas hechas de caoba o de mármol negro o de piedra negra, tal vez porque en mi duermevela enfebrecida pensé alguna vez en Eusebio, la pantera negra de aquella selección que tan buen papel hiciera en el Mundial de Inglaterra del 66 y en donde a nosotros, los chilenos, con tanta injusticia nos trataran.

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