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Y entonces, mientras iba recabando las firmas que me faltaban, pensé en Ulises Lima, vi su pelambrera hundida en el asiento, me pareció que iba mareado o dormido, en cualquier caso tenía los ojos cerrados y hacía visajes, como si sufriera una pesadilla, pensé, y pensé, digo, este cuate no va a querer firmar así como así la Declaración, y por un instante, mientras el avión daba bandazos de un lado para otro y parecían confirmarse las peores expectativas, sopesé la posibilidad de no pedirle su firma, de ignorarlo soberanamente, total, yo le había conseguido el viaje como un favor de amigo, porque estaba mal o eso me habían dicho, no para que se solidarizara con éstos o con los otros, pero luego se me ocurrió que Álamo y los poetas campesinos iban a mirar con lupa a los «abajo firmantes» y que iba a ser yo el que pagara por su ausencia. Y la duda, como dice Othón, se instaló en mi conciencia. Y entonces me acerqué a Ulises y le toqué el hombro y él abrió de inmediato los ojos, como si fuera un pinche robot que yo, al accionar algún mecanismo oculto en su carne, hubiera despertado, y me miró como si no me conociera, pero reconociéndome, no sé si me explico (probablemente no), y entonces yo me senté en el asiento de al lado y le dije mira, Ulises, tenemos un problema, aquí todos los maestros han firmado una pendejada dizque de solidaridad con los escritores nicaragüenses y con el pueblo de Nicaragua y sólo me falta tu firma, pero si no quieres firmar, pues no pasa nada, yo creo que puedo arreglarlo, y entonces él dijo con una voz que me destrozó el corazón: déjame que lo lea, y yo al principio no supe a qué chingados se refería, y cuando caí en la cuenta le alcancé una copia de la Declaración y lo vi, cómo diría, ¿sumergirse en esas palabras?, algo así, y le dije: ahorita vengo, Ulises, voy a dar una vuelta por el avión, no sea que el capitán necesite mi ayuda, y mientras tanto tú lee tranquilo, tómate tu tiempo y no te sientas presionado, si quieres lo firmas, si no quieres no lo firmas, y dicho y hecho, me levanté, volví a la proa del avión, ¿se dice proa, no?, bueno, a la parte de adelante, y estuve un rato más repartiendo la cabrona Declaración y departiendo de paso con lo más granado de la literatura mexicana y latinoamericana (iban varios escritores exiliados en México, tres argentinos, un chileno, un guatemalteco, dos uruguayos), que a esa altura del viaje ya empezaban a mostrar los primeros signos de intoxicación etílica, y cuando volví donde Ulises me encontré la Declaración firmada, el papel perfectamente doblado en el asiento desocupado, y a Ulises con los ojos cerrados otra vez, muy erguido pero con los ojos cerrados, digamos como si sufriera mucho, pero digamos también como si se estuviera tomando el sufrimiento (o lo que fuera) con mucha dignidad. Y ya no lo volví a ver más hasta que llegamos a Managua.

No sé qué hizo durante los primeros días, sólo sé que no fue a ningún recital, a ningún encuentro, a ninguna mesa redonda. A veces me acordaba de él, joder, lo que se estaba perdiendo. La historia viva, como se suele decir, la fiesta ininterrumpida. Recuerdo que lo fui a buscar a su habitación en el hotel el día que nos recibió Ernesto Cardenal en el ministerio, pero no lo encontré y en la recepción me dijeron que desde hacía un par de noches no aparecía por allí. Qué le vamos a hacer, me dije, debe estar chupando en alguna parte o debe estar con algún amigo nicaragüense o lo que sea, tenía mucho trabajo, tenía que ocuparme de toda la delegación mexicana, no podía pasarme el día buscando a Ulises Lima, ya bastante había hecho enchufándolo en el viaje. Así que me desentendí de él y fueron pasando los días, como dice Vallejo, y recuerdo que una tarde Álamo se me acercó y me dijo Montero, ¿dónde chingados se ha metido tu amigo que hace mucho que no lo veo? Y entonces yo pensé: carajo, pues es verdad, Ulises había desaparecido. Francamente, al principio no me di cuenta cabal de la situación que se me presentaba, del abanico de posibilidades vitales y no tan vitales que de golpe, con un ruido sordo, ante mí se abría. Pensé debe andar por ahí y aunque no puedo decir que acto seguido me olvidara, digamos que aparqué el problema para más adelante. Pero Álamo no lo aparcó y esa noche, durante una cena de fraternidad entre poetas nicaragüenses y poetas mexicanos, volvió a preguntarme dónde carajos se había metido Ulises Lima. Para colmo uno de los pinches ahijados de Cardenal que había estudiado en México lo conocía y al saber de su presencia en nuestra delegación insistió en verlo, en saludar al padre del realismo visceral, eso decía, era un chavo nicaragüense chaparrito y medio calvo que me sonaba de algo, puede que yo mismo años atrás le hubiera gestionado un recital en Bellas Artes, no sé, para mí que hablaba medio en broma, lo digo sobre todo por cómo decía aquello de padre del realismo visceral, como si se estuviera riendo, como si estuviera vacilando allí delante de los poetas mexicanos que la mera verdad es que le celebraban la gracia con conocimiento de causa, hasta Álamo se reía, mitad por gusto y mitad por seguir el protocolo del infierno, no así los nicas que más bien se reían por contagio o por compromiso, que de todo hay, sobre todo en este ramo.

Y cuando por fin pude sacarme de encima a esos sangrones ya era pasada la medianoche y al día siguiente tenía que arrear con todos de vuelta al DF y la verdad es que de pronto me sentí cansado y con el estómago revuelto, no precisamente asqueado, pero casi, así que decidí ir a echarme la ostra al bar del hotel, en donde servían bebidas más o menos decentes, no como en otros establecimientos de Managua en donde se bebía veneno puro y yo no sé qué esperan los sandinistas para hacer algo al respecto.

Y en el bar del hotel encontré a don Pancracio Montesol, que aunque era guatemalteco venía con la delegación mexicana entre otras razones porque no existía ninguna delegación guatemalteca y porque vivía en México desde hacía por lo menos treinta años. Y don Pancracio me vio chupando con determinación y a las primeras de cambio pues no me dijo nada, pero luego se me arrimó y me dijo joven Montero, lo veo un poco preocupado esta noche, ¿alguna pena de amores? Algo así me dijo don Pancracio. Y yo le contesté qué más quisiera, don Pancracio, sólo estoy cansado, una respuesta de tarugo se mire como se mire, porque es mucho mejor estar cansado que sufrir por una hembrita, pero eso fue lo que le contesté, y don Pancracio debió de notar que algo me pasaba porque normalmente soy un poco menos incoherente, así que saltó de su taburete con una agilidad que me dejó pasmado, recorrió el espacio que nos separaba y con un saltito grácil se retrepó en el taburete de al lado. ¿Y qué es lo que pasa, entonces?, dijo. Que se me ha perdido un miembro de la delegación, le contesté. Don Pancracio me miró como si yo estuviera denso y luego pidió un escocés doble. Durante un rato estuvimos los dos en silencio, chupando y mirando por los ventanales ese espacio oscuro que era la ciudad de Managua, una ciudad ideal para perderse, digo, literalmente hablando, una ciudad que sólo conocen sus carteros y en la que de hecho la delegación mexicana se había perdido más de una vez, doy fe. Creo que por primera vez en mucho tiempo yo me empecé a sentir cómodo. Pocos minutos después apareció un chavito muy flaco y menudito él, que se vino directo a pedirle un autógrafo a don Pancracio. Traía un libro de éste, editado por Mortiz, arrugado y sobado como un billete. Lo oí tartamudear y luego se fue. Con una voz como de ultratumba don Pancracio mencionó a la caterva de sus admiradores. Después a la pequeña legión de sus plagiadores. Y finalmente al equipo de básquet de sus detractores. Y mencionó también a Giacomo Moreno-Rizzo, el veneciano mexicano, que obviamente no estaba en nuestra delegación aunque cuando don Pancracio dijo su nombre yo pensé, de puro imbécil, que Moreno-Rizzo estaba allí, que acababa de hacer su entrada en el bar del hotel, algo del todo improbable pues nuestra delegación era, pese a todos los pesares, una delegación solidaria y de izquierdas, y Moreno-Rizzo, como todo el mundo sabe, es un achichincle de Paz. Y don Pancracio mencionó o hizo alusión a los denodados esfuerzos de Moreno-Rizzo por asemejarse a él, a don Pancracio, sin que se notara. Pero la prosa de Moreno-Rizzo no podía evitar ese aire gazmoño y matonil al mismo tiempo, tan propio por otra parte de los europeos varados en América, orillados a la práctica de una valentía compuesta únicamente de gestos superficiales para sobrevivir en un medio hostil, mientras que la suya, la mía, dijo don Pancracio, era la prosa del hijo legítimo de Reyes, aunque estaba mal que él lo admitiera, enemiga natural de las gélidas falsificaciones tipo Moreno-Rizzo. Después don Pancracio me dijo: ¿y quién es el escritor mexicano que le falta? Su voz me sobresaltó. Uno que se llama Ulises Lima, le dije sintiendo que se me ponía la piel de gallina. Ah, dijo don Pancracio. ¿Y desde cuándo falta? No tengo ni idea, le confesé, puede que desde el primer día. Don Pancracio volvió a quedarse en silencio. Mediante señas le indicó al barman que le pusiera otro escocés, total, pagaba la Secretaría de Educación. No, desde el primer día no, dijo don Pancracio, que es un hombre más bien silencioso pero muy observador, yo me crucé con él en el hotel el primer día de estancia, y también el segundo día, así que todavía no se había ido, aunque ciertamente no recuerdo haberlo visto en ninguna otra parte. ¿Es un poeta? Claro, debe de ser un poeta, dijo sin esperar mi respuesta. ¿Y no lo vio más a partir del segundo día?, dije yo. La segunda noche, dijo don Pancracio. No, no lo volví a ver. ¿Y ahora qué hago yo?, dije yo. No seguir poniéndose triste inútilmente, dijo don Pancracio, todos los poetas alguna vez se pierden, y dar parte a la policía. A la policía sandinista, precisó. Pero yo no tuve huevos para llamar a la policía. Sea sandinista o sea somocista, la policía siempre es la policía y ya fuera por el alcohol o por la noche en los ventanales, yo no tuve redaños para hacerle una jugada de ese calibre a Ulises Lima.

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