Eso decía Jacinto, pero igual no llamaba a la mamá de Ulises, y yo le decía: vamos a ver, examinemos la situación, a esa señora lo que menos le importa es que su hijo sea Pushkin o sea Ambrose Bierce, yo me pongo en su lugar, yo soy madre y si algún día un hijo de la chingada me mata a Franz (Dios no lo quiera), pues no voy a pensar que se murió el gran poeta mexicano (o latinoamericano) sino que voy a retorcerme de dolor y de desesperación y no voy a pensar ni remotamente en la literatura. Esto lo puedo asegurar porque soy madre y sé de las noches en vela y de los sustos y de los cuidados que te da un pinche escuincle, así que te puedo asegurar que lo mejor es llamarla por teléfono o ir a verla a Ciudad Satélite y decirle lo que sabemos de su hijo. Y Jacinto decía: ya lo debe de saber, se lo diría Montero. Y yo le decía: ¿pero cómo puedes estar tan seguro? Y entonces Jacinto se quedaba callado y yo le decía: pero si ni siquiera ha salido en los periódicos, nadie ha dicho nada, es como si Ulises nunca hubiera viajado a Centroamérica. Y Jacinto decía: pues es verdad. Y yo le decía: ni tú ni yo podemos hacer nada, no nos hacen caso, pero tratándose de su madre, seguro que a ella sí que la escucharán. La van a mandar a la goma, decía Jacinto, lo único que vamos a conseguir es darle más preocupaciones, más cosas en que pensar, ella tal como está ya está bien, ojos que no ven corazón que no siente, decía Jacinto preparándole la comida a Franz y paseándose por nuestra casa, ojos que no ven corazón que no piensa, vivir en la ignorancia casi casi es como vivir en la felicidad.
Y entonces yo le decía: cómo puedes decir que eres marxista, Jacinto, cómo puedes decir que eres poeta si luego haces semejantes declaraciones, ¿piensas hacer la revolución con refranes? Y Jacinto me contestaba que francamente él ya no pensaba hacer la revolución de ninguna manera, pero que si una noche le diera por allí, pues no sería mala idea, con refranes y con boleros, y también me decía que parecía que fuera yo la que se había perdido en Nicaragua, por lo angustiada que estaba, y quién te dice a ti, decía, que Ulises se perdió en Nicaragua, puede que no se perdiera en absoluto, puede que decidiera quedarse por su propia voluntad, al fin y al cabo Nicaragua debe de ser como el sueño que teníamos en 1975, el país en donde todos queríamos vivir. Y entonces yo pensaba en el año 75, cuando aún no había nacido Franz, y trataba de acordarme de cómo era Ulises en aquellas fechas y de cómo era Arturo Belano, pero lo único que conseguía recordar con nitidez era la cara de Jacinto, su sonrisa de ángel chimuelo, y me daba como mucha ternura, como ganas de abrazarlo allí mismo, a él y a Franz y decirles a los dos que los quería mucho, pero acto seguido volvía a acordarme de la mamá de Ulises y me parecía que nadie tenía derecho a no decirle dónde estaba su hijo, ya bastante había sufrido, la pobre, y volvía a insistir en que la llamara, llámala por teléfono, Jacinto, y explícale todo lo que sabes, pero Jacinto decía que no era de su incumbencia, que no estaba él para especular con noticias vagas, y entonces yo le dije: quédate un ratito con Franz, ahorita vuelvo, y él se quedó quieto, mirándome sin decir nada, y cuando yo cogí mi bolso y abrí la puerta él me dijo: al menos procura no ser alarmista. Y yo le dije: sólo le voy a decir que su hijo ya no está en México.
Rafael Barrios, en el baño de su casa, Jackson Street, San Diego, California, septiembre de 1982. Con Jacinto nos escribimos de vez en cuando, fue él quien me comunicó la desaparición de Ulises. Pero no me lo dijo por carta. Me llamó por teléfono desde la casa de su amigo Efrén Hernández, de lo que se deduce que, al menos para él, el asunto era grave. Efrén es un poeta joven que quiere hacer una poesía como la que hacíamos los real visceralistas. Yo no lo conozco, apareció cuando ya me había venido a California, pero según Jacinto el chavo no escribe mal. Mándame poemas suyos, le dije, pero Jacinto sólo manda cartas, así que no sé si escribe bien o mal, si hace una poesía real visceralista o no, claro que también, si he de ser sincero, tampoco sé qué es una poesía real visceralista. La de Ulises Lima, por ejemplo. Puede ser. No lo sé. Sólo sé que en México ya no nos conoce nadie y que los que nos conocen se ríen de nosotros (somos el ejemplo de lo que no se debe hacer) y tal vez no les falte razón. Por lo que siempre es grato (o por lo menos de agradecer) que haya un poeta joven que escribe o que quiere escribir a la manera de los real visceralistas. Y este poeta se llama Efrén Hernández y desde su teléfono o más bien desde el teléfono de la casa de sus padres me llamó Jacinto Requena para decirme que Ulises Lima había desaparecido. Yo escuché la historia y después le dije: no ha desaparecido, ha decidido quedarse en Nicaragua, que es bien distinto. Y él dijo: si hubiera decidido quedarse en Nicaragua nos lo hubiera dicho, yo lo fui a despedir al aeropuerto y no tenía ninguna intención de no volver. Yo le dije: no te aceleres, brother, parece como si no conocieras a Ulises. Y él dijo: ha desaparecido, Rafael, créeme, ni a su mamá le dijo nada, no quieras ver el pleito que les está armando a los pendejos de Bellas Artes. Yo le dije: pa su mecha. Y él dijo: cree que los poetas campesinos asesinaron a su hijo. Yo le dije: pa su madre. Y él dijo: pues sí, cuando a una madre le tocan a su hijo se convierte en una leona, al menos eso es lo que asegura Xóchitl.
Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, octubre de 1982. Nuestra vida era infame pero cuando Rafael supo que Ulises Lima no había vuelto de un viaje a Nicaragua se volvió doblemente infame.
Esto no puede seguir así, le dije un día. Rafael no hacía nada, no trabajaba, no escribía, no me ayudaba a limpiar la casa, no salía a hacer la compra, lo único que hacía era bañarse cada día (eso sí, Rafael es limpio, como casi todos los putos mexicanos) y mirar la tele hasta que amanecía o salir a la calle a tomar cervezas o a jugar al fútbol con los jodidos chícanos del barrio. Cuando yo llegaba me lo encontraba en la puerta de casa, sentado
en
las escaleras o en el suelo, con una camiseta del América que apestaba a sudor, bebiéndose su TKT y dándole a la lengua con sus amigos, un grupito de adolescentes con el encefalograma plano que lo llamaban el poeta (cosa que a él no parecía disgustarle) y con los que se estaba hasta que yo ya había preparado la jodida cena. Entonces Rafael les decía adiós y ellos órale, poeta, hasta mañana, poeta, otro día seguimos la plática, poeta, y recién entonces entraba en casa.
Yo, la verdad, ardía de rabia, de puro coraje, y de buena gana le hubiera puesto veneno en sus pinches huevos revueltos, pero me contenía, contaba hasta diez, pensaba está pasando por una mala racha, el problema era que yo sabía que la mala racha duraba ya demasiado tiempo, cuatro años para ser exactos, y aunque no escasearon los buenos momentos, la verdad es que Ios malos eran mucho más numerosos y mi paciencia estaba llegando al límite. Pero me aguantaba y le preguntaba qué tal te ha ido el día (pregunta estúpida) y él decía, ¿qué iba a decir?, bien, regular, más o menos. Y yo le preguntaba: ¿de qué platicas con esos muchachos? Y él decía: les cuento historias, los instruyo en las verdades de la vida. Luego nos quedábamos en silencio, la tele encendida, cada uno ensimismado en sus respectivos huevos revueltos, en sus pedazos de lechuga, en sus rodajas de tomate, y yo pensaba de qué verdades de la vida hablas, pobre infeliz, pobre desgraciado, de qué verdades instruyes, pobre gorroncito, pobre sangroncito, ojete de mierda, que si no fuera por mí estarías ahora durmiendo bajo el puente. Pero no le decía nada, lo miraba y nada más. Aunque hasta mis miradas parecían molestarlo. Me decía: qué me miras, güera, qué estás maquinando. Y yo entonces forzaba una sonrisa de pendeja, no le contestaba y empezaba a recoger los platos.