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Luis Sebastián Rosado, estudio en penumbras, calle Cravioto, colonia Coyoacán, México DF, marzo de 1983. Una tarde me llamó por teléfono. ¿Cómo conseguiste mi número?, le pregunté. Me acababa de mudar de la casa de mis padres y a él hacía mucho que no lo veía. Hubo un momento en que pensé que nuestra relación me estaba matando y corté por lo sano, dejé de verlo, dejé de acudir a sus citas y él no tardó en desaparecer, en desinteresarse y correr detrás de otras aventuras, aunque en el fondo, lo supe siempre, lo que yo anhelaba era que me llamara, que me buscara, que sufriera. Pero Piel Divina no me buscó y durante un tiempo, tal vez un año, estuvimos sin saber nada el uno del otro. Así que cuando recibí su llamada tuve una grata sorpresa. ¿Cómo has conseguido mi número?, le pregunté. Telefoneé a casa de tus padres y ellos me lo dieron, dijo, he estado todo el día llamándote, nunca estás en casa. Suspiré. Hubiera preferido que le costara más encontrarme. Pero Piel Divina hablaba como si nos hubiéramos visto por última vez la semana pasada y así no había nada que hacer. Estuvimos hablando durante un rato, me preguntó por mis asuntos, mencionó que había visto un poema mío publicado en Espejo de México y un relato en una antología de nuevos narradores mexicanos de reciente aparición. Le pregunté si el relato le había gustado, acababa de iniciarme en el difícil arte de la narración y mis pasos todavía eran inseguros. Dijo que no lo había leído. Le eché una mirada al libro cuando vi tu nombre, pero no lo leí, no tengo dinero, dijo. Luego se calló, yo me callé y durante un rato ambos permanecimos en silencio escuchando las vibraciones y los restallidos en sordina de los teléfonos públicos del DF. Recuerdo que yo callaba y sonreía e imaginaba el rostro de Piel Divina, también sonriendo, de pie en alguna acera de la Zona Rosa o de Reforma, con su morralito negro colgando de la espalda hasta rozar sus nalgas enfundadas en unos bluejeans desgastados y estrechos, su sonrisa de labios gruesos dibujada con precisión de cirujano en un rostro anguloso en donde no había ni un miligramo de grasa, como un joven sacerdote maya, y entonces no pude más (sentí que las lágrimas subían a mis ojos) y antes de que él me lo pidiera le di mi dirección (una dirección que seguramente él ya tenía) y le dije que viniera, de inmediato, y él se rió, se rió de felicidad y me dijo que desde donde estaba iba a tardar más de dos horas en llegar y yo le dije que no importaba, que mientras tanto prepararía algo de cena, y que lo estaría esperando. Narrativamente, aquél era el momento de colgar el teléfono y bailar, pero Piel Divina siempre esperaba a agotar las monedas y no colgó. Luis Sebastián, me dijo, tengo algo muy importante que contarte. Ya me lo dirás cuando llegues, dije yo. Es algo que quería contarte hace tiempo, dijo. Su voz sonó inusualmente desamparada. En ese momento comencé a sospechar que algo pasaba, que Piel Divina no me había llamado sólo porque quisiera verme o porque necesitara que le prestara dinero. ¿Qué pasa?, dije. ¿Qué ocurre? Sentí cómo la última moneda entraba en la panza del teléfono público, un ruido de hojas, de viento levantando hojas secas, un ruido como de llamas subiendo por el tronco de un árbol, un ruido como de cables enredándose y desenredándose y después deshaciéndose en la nada. Miseria poética. ¿Te acuerdas de algo que quería contarte y al final no te conté?, su voz sonó perfectamente normal. ¿Cuándo?, me oí decir estúpidamente. Hace tiempo, dijo Piel Divina. Dije que no me acordaba y luego argüí que daba lo mismo, que ya me lo contaría cuando estuviera en casa. Voy a salir a comprar algo, te espero, dije, pero Piel Divina no colgó. Y si él no colgaba, ¿cómo iba a colgar yo? Así que esperé y escuché e incluso lo animé a hablar. Y él entonces nombró a Ulises Lima, dijo que se había perdido en algún lugar de Managua (no me extrañó, medio mundo iba a Managua), pero que en realidad no se había perdido, es decir: todos creían (¿quiénes eran todos?, deseé preguntarle, ¿sus amigos, sus lectores, los críticos que seguían meticulosamente su obra?) que se había perdido, pero él sabía que no se había perdido, que en realidad se había ocultado. ¿Y por qué iba a ocultarse Ulises Lima?, dije. Ahí está el quid de la cuestión, dijo Piel Divina. Te hablé de esto hace tiempo, ¿te acuerdas? No, dije, me salió un hilo de voz. ¿Cuándo? Hace años, la primera vez que nos acostamos, dijo. Sentí escalofríos, un retortijón en el estómago, los testículos se me contrajeron. Me costaba hablar. ¿Cómo quieres que me acuerde?, murmuré. Mi premura por verlo se acrecentó. Sugerí que tomara un taxi, él dijo que no tenía dinero, le aseguré que lo pagaría yo, que lo estaría esperando a la puerta de mi casa. Piel Divina se disponía a decir algo más cuando la comunicación se cortó.

Pensé en darme una ducha, pero decidí postergarla para cuando él llegara. Durante un rato me dediqué a arreglar un poco la casa y luego me cambié de camisa y salí a la calle a esperarlo. Tardó más de media hora y durante todo ese tiempo lo único que hice fue intentar recordar aquella primera vez que hicimos el amor.

Cuando se bajó del taxi parecía mucho más flaco que la última vez que lo había visto, muchísimo más flaco y desgastado que en mis recuerdos, pero seguía siendo Piel Divina y me alegré de verlo: le tendí la mano pero él no me la cogió, se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo. El resto fue más o menos como lo imaginaba, como lo había deseado, no hubo ni una gota de decepción.

A las tres de la mañana nos levantamos y preparé una segunda cena, esta vez con platos fríos, y llené nuestros vasos de whisky. Ambos teníamos hambre y sed. Entonces, mientras comíamos, Piel Divina volvió a hablar de la desaparición de Ulises Lima. Su teoría era estrafalaria y no resistía el más mínimo examen. Según él, Lima huía de una organización, o eso creí entender al principio, que pretendía matarlo, de ahí que al encontrarse en Managua decidiera no regresar. Se lo mirara como se lo mirara el relato era inverosímil. Todo había empezado, según Piel Divina, con un viaje que Lima y su amigo Belano hicieron al norte, a principios de 1976. Después de ese viaje ambos empezaron a huir, primero por el DF, juntos, después por Europa, ya cada uno por su cuenta. Cuando le pregunté qué habían ido a hacer a Sonora los fundadores del realismo visceral, Piel Divina me contestó que habían ido a buscar a Cesárea Tinajero. Tras vivir algunos años en Europa Lima volvió a México. Tal vez creyó que todo estaría olvidado, pero los asesinos se materializaron una noche, después de una reunión en la que Lima intentaba reagrupar a los real visceralistas, y éste tuvo que volver a huir. Cuando le pregunté por qué iba a querer alguien matar a Lima, Piel Divina dijo no saberlo. ¿Tú no viajaste con él, verdad? Piel Divina asintió. ¿Entonces cómo sabes toda esta historia? ¿Quién te la contó? ¿Lima? Piel Divina dijo que no, que a él se lo había contado María Font (me explicó quién era María Font) y que a ésta se lo había contado su padre. Después me dijo que el padre de María Font estaba en un manicomio. En una situación normal me hubiera puesto a reír ahí mismo, pero cuando Piel Divina me dijo que quien había echado a correr el rumor era un loco sentí un escalofrío. Y también sentí pena y pensé que estaba enamorado.

Aquella noche hablamos hasta que amaneció. A las ocho de la mañana tuve que irme a la universidad. A Piel Divina le dejé unas copias de las llaves de casa y le pedí que me esperara. En la facultad llamé por teléfono a Albertito Moore y le pregunté si se acordaba de Ulises Lima. Su respuesta fue vaga. Se acordaba y no se acordaba, ¿quién era Ulises Lima?, ¿un amante perdido? Le di los buenos días y colgué. Luego llamé a Zarco y le hice la misma pregunta. La respuesta, esta vez, fue mucho más contundente: un loco, dijo Ismael Humberto. Es un poeta, dije yo. Más o menos, dijo Zarco. Viajó a Managua con una delegación de escritores mexicanos y se perdió, dije yo. Debió de ser la delegación de los poetas campesinos, dijo Zarco. Y no volvió con ellos, desapareció, dije yo. Son cosas que suelen ocurrirle a esa gente, dijo Zarco. ¿Eso es todo?, dije yo. Pues sí, dijo Zarco, no hay más misterio. Cuando volví a mi casa Piel Divina estaba durmiendo. A su lado, abierto, estaba mi último libro de poesía. Aquella noche, mientras cenábamos, le propuse que se quedara a vivir conmigo unos días. Eso pensaba hacer, dijo Piel Divina, pero quería que fueras tú quien me lo dijera. Poco después llegó con una maleta en donde estaban todas sus pertenencias: no tenía nada, dos camisas, un sarape que le había robado a un músico, algunos calcetines, una radio a pilas, un cuaderno en donde llevaba una especie de diario y poca cosa más. Así que le regalé un par de pantalones viejos, que le iban tal vez un poco demasiado ajustados pero que le encantaron, tres camisas nuevas que mi mamá me había comprado hacía poco y una noche, después de salir del trabajo, fui hasta una zapatería y le compré unas botas.

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