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Roberto Rosas, rué de Passy, París, septiembre de 1977. En nuestra buhardilla había unos doce cuartos. Ocho de ellos estaban ocupados por latinoamericanos, un chileno, Ricardito Barrientos, una pareja de argentinos, Sofía Pellegrini y Miguelito Sabotinski, y el resto éramos peruanos, todos poetas, todos peleados entre nosotros.

Con no poco orgullo llamábamos a nuestra buhardilla la Comuna de Passy o Pueblo Joven Passy.

Siempre estábamos discutiendo y nuestros temas preferidos o tal vez los únicos eran la política y la literatura. El cuarto de Ricardito Barrientos antes había estado alquilado por Polito Garcés, peruano y poeta también, pero un día, después de una asamblea de urgencia, decidimos darle un ultimátum. O te vas de aquí esta misma semana conchatumadre o te vamos a tirar por las escaleras, nos vamos a cagar en tu cama, te vamos a poner matarratas en el vino o vamos a hacer algo peor. Menos mal que Polito nos hizo caso por que si no no sé qué hubiera llegado a pasar.

Un día, sin embargo, apareció por allí, arrastrándose como solía ser su costumbre, entrando a un cuarto, luego a otro, pidiendo plata prestada (que nunca jamás devolvía), haciéndose invitar un cafecito por aquí, un matecito por allá (la Sofía Pellegrini lo odiaba a muerte), pidiendo libros prestados, contando que esa semana había visto a Bryce Echenique, a Julio Ramón Ribeyro, que había estado tomando tecito con Hinostroza, las mentiras de siempre y que dichas una vez pueden ser creídas, dos veces pueden ser chistosas, pero que repetidas hasta el infinito sólo causaban asco, pena, alarma, porque no cabía duda de que Polito no estaba bien de la cabeza. ¿Pero quién de entre nosotros está bien, lo que se dice bien? Bueno, tan mal como Polito no estamos.

El caso es que un día apareció por allí, una tarde en la que casualmente estábamos casi todos (lo sé porque lo oí golpear en otras puertas, oí su voz, su «qué tal, causita» inconfundible), y al cabo de un rato se proyectó su sombra en el umbral de mi cuarto, como si no se atreviera a entrar sin que lo invitaran, y entonces yo le dije, tal vez demasiado abruptamente, qué quieres conchatumadre, y él se rió con su risita de pendejo y dijo ay, Robertito, cuánto tiempo sin vernos, tú igual que siempre, hermano, me alegro, mira, aquí te traigo un poeta que quiero que conozcas, un pata de la República Mexicana.

Sólo entonces me di cuenta que había una persona a su lado. Un tipo moreno, aindiado, fuerte. Un tipo con ojos como licuados y como borrados al mismo tiempo, y con sonrisa de médico, una sonrisa rara en la Comuna de Passy, en donde todos teníamos sonrisas de músicos folklóricos o abogados.

Ése era Ulises Lima. Así lo conocí. Nos hicimos amigos. Amigos de correrías por París. Por supuesto, no se parecía en nada a Polito. Si no, no me hubiera hecho su amigo.

No recuerdo cuánto tiempo vivió en París. Sé que nos veíamos a menudo, aunque nuestras personalidades eran bien diferentes. Un día, sin embargo, me dijo que se iba. ¿Y cómo es eso, compadre?, le dije, porque hasta donde yo sabía a él le encantaba esta ciudad. Creo que no estoy muy bien de salud, sonrió. ¿Pero es algo grave? No, no es nada grave, dijo, pero es molesto. Bueno, le dije, entonces no hay problema, tomémonos un trago para celebrarlo. ¡Por México!, brindé. No voy a volver a México, dijo él, me voy a Barcelona. ¿Y cómo es eso, compadre?, le dije. Ahí tengo un amigo, me quedaré a vivir un tiempo en su casa. Eso fue todo lo que dijo y yo no le pregunté más. Después salimos a por más vino y nos lo tomamos cerca de la Porte de Bir Hakeim y yo le estuve contando mis últimas aventuras amorosas. Pero él tenía la cabeza puesta en otro sitio, así que para variar nos pusimos a hablar de poesía, un tema que cada vez me gusta menos.

Recuerdo que a Ulises le agradaba la poesía joven francesa. Puedo dar fe. A nosotros, al Pueblo Joven Passy, la poesía joven francesa nos parecía un asco. Hijos de papá o drogadictos. Entiéndelo de una vez, Ulises, solía decirle, nosotros somos revolucionarios, nosotros hemos conocido las cárceles de Latinoamérica, ¿cómo podemos querer una poesía como la francesa, pues? Y el cabrón no decía nada, sólo se reía. Una vez lo acompañé a ver a Michel Bulteau. Ulises hablaba un francés infame, así que el peso de la conversación lo llevé yo. Después conocí a Mathieu Messagier, a Jean-Jacques Faussot, a Adeline, la compañera de Bulteau.

Ninguno de ellos me cayó bien. A Faussot le dije si podía colocarme un artículo en la revista donde trabajaba, una mierda de revista de música pop, y dijo que primero tenía que leer el artículo. Unos días después se lo llevé y no le gustó. A Messagier le pedí la dirección de un viejo poeta francés, una «gloria de las letras» que según se decía conoció a Martín Adán en un viaje que hizo a Lima en la década de los cuarenta, pero Messagier no me la quiso dar aduciendo pretextos inverosímiles como que el viejo rehuía las visitas. Si no le quiero pedir plata prestada, le dije, sólo quiero hacerle una entrevista, pero igual, no hubo caso. Finalmente a Bulteau le dije que lo iba a traducir. Eso sí que le gustó y no puso ningún reparo. Se lo dije en broma, claro. Pero luego pensé que tal vez no fuera una mala idea. De hecho me puse manos a la obra pocas noches después. El poema que escogí fue «Sang de satín». Nunca antes se me había pasado por la cabeza la idea de traducir poesía, pese a que soy poeta y a que se supone que los poetas traducen a otros poetas. Pero a mí nadie me había traducido, así que ¿por qué tenía que traducir yo? Bueno, así es la vida. Esta vez pensé que no era una mala idea. Tal vez la culpa era de Ulises, cuya influencia me estaba afectando en mis costumbres más arraigadas. Tal vez fue porque pensé que ya era hora de hacer una cosa que no hubiera hecho antes. No lo sé. Sólo sé que le dije a Bulteau que pensaba traducirlo y que pensaba publicar mi traducción (publicar es la palabra clave) en una revista peruana que no existía, me inventé el nombre, una revista peruana en donde colaboraba Westphalen, le dije, y él se mostró de acuerdo, creo que no tenía ni idea de quién era Westphalen, lo mismo le hubiera podido decir que era una revista en donde colaboraba Huamán Poma o Salazar Bondy, y me puse manos a la obra.

No recuerdo si Ulises ya se había ido o si todavía andaba por aquí. «Sang de satín». Desde el primer momento tuve problemas con ese poema de mierda. ¿Cómo traducir el título? ¿«Sangre de satén» o «Sangre de raso»? Lo estuve pensando durante más de una semana. Y fue entonces cuando de golpe se me vino encima todo el horror de París, todo el horror de la lengua francesa, de la poesía joven, de nuestra condición de metecos, de nuestra triste e irremediable condición de sudamericanos perdidos en Europa, perdidos en el mundo, y entonces supe que ya no iba a poder seguir traduciendo «Sangre de satén» o «Sangre de raso», supe que si lo hacía iba a terminar asesinando a Bulteau en su estudio de la rué de Teherán y luego huyendo de París como un desesperado. Así que decidí finalmente no llevar a cabo tal empresa y cuando Ulises Lima se marchó (no recuerdo cuándo exactamente) dejé de frecuentar para siempre a los poetas franceses.

Simone Darrieux, rué des Petites Écuríes, París, septiembre de 1977. Nunca consiguió algo que remotamente pudiera asemejarse a un trabajo. La verdad es que no sé de qué vivía. Llegó con dinero, me consta, en nuestros primeros encuentros siempre era él el que pagaba, un café con leche, un licor de manzana, unos vasos de vino, pero el dinero se le agotó con rapidez y que yo sepa no tenía ninguna fuente de ingresos.

Una vez me contó que se había encontrado un billete de cinco mil francos en la calle. A partir de ese hallazgo, dijo, siempre caminaba mirando el suelo.

Al cabo de un tiempo volvió a encontrar otro billete perdido.

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