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Tenía unos amigos peruanos que a veces le daban trabajo, un grupo de poetas peruanos que de poetas seguramente sólo tenían el nombre, vivir en París, es sabido, desgasta, diluye todas las vocaciones que no sean de hierro, encanalla, empuja al olvido. Al menos esto le suele suceder a muchos latinoamericanos que yo conozco. No quiero decir que fuera el caso de Ulises Lima, pero sí que era el caso de sus amigos peruanos. Éstos tenían una especie de cooperativa de limpieza. Enceraban oficinas, lavaban ventanas, esa clase de cosas, y Ulises los ayudaba cuando uno de la cooperativa se ponía enfermo o se ausentaba de la ciudad. En general, sus suplencias casi siempre eran por motivos de salud, los peruanos no viajaban mucho aunque en verano algunos se iban a hacer la vendimia al Rosellón. Salían en grupos de dos, de tres, alguno se marchaba solo y antes de irse decía que se iba de vacaciones a la Costa Brava. Estuve con ellos unas tres veces, unos seres lamentables, más de uno me propuso que me fuera a la cama con él.

Con lo que ganas, le dije una vez a Ulises, apenas te alcanza para no morirte de hambre, ¿cómo esperas tener algún día dinero para viajar a Israel? Es pronto, me contestaba y allí se acababa la discusión sobre la economía. En realidad, ahora que lo pienso, es difícil precisar el tema de nuestras conversaciones. Así como con Arturo éste estaba clarísimo (hablábamos de literatura y de sexo, básicamente), con Ulises los límites eran imprecisos, tal vez porque nos veíamos poco (aunque él, a su manera, era fiel a nuestra amistad, era fiel a mi número de teléfono), tal vez porque parecía o era una persona que no exigía nada.

Sofía Pellegrini, sentada en los Jardines del Trocadero, París, septiembre de 1977. Le pusieron de nombre el Cristo de la rué des Eaux y todos se reían de él, incluso Roberto Rosas, que decía ser su mejor amigo en París. Se reían de él porque era tonto, básicamente, eso decían, sólo un tonto redomado, explicaban, podía dejarse engañar más de tres veces por Polito Garcés, pero olvidaban que también a ellos Polito los había engañado. El Cristo de la rué des Eaux. No, yo nunca fui a verlo a su casa, sé que se contaban cosas horribles, que era una covacha, que allí se acumulaban los objetos más inútiles de París: basura, revistas, periódicos, los libros que robaba en las librerías y que pronto adquirían su olor y luego se pudrían, florecían, se teñían de unos colores alucinantes. Decían que podía pasarse días enteros sin probar bocado, que meses sin acudir a un baño público, pero esto yo creo que era falso porque nunca lo vi excesivamente sucio. Bueno, yo no lo conocía bien, no era su amiga, pero un día llegó a nuestra buhardilla en Passy y no había nadie, sólo yo, y yo me encontraba muy mal, estaba deprimida, estaba peleada con mi compañero, las cosas no me iban bien, cuando apareció me encontraba llorando encerrada en mi chambre, los demás habían ido al cine-club o a una de las tantas reuniones políticas, todos eran militantes revolucionarios, y Ulises Lima recorrió el pasillo y no llamó a ninguna puerta, como si de antemano supiera que no iba a encontrar a nadie, y se dirigió directamente a mi chambre, en donde yo estaba sola, sentada en la cama, mirando la pared, y él entró (estaba limpio, olía bien) y se quedó junto a mí, sin decir nada, sólo dijo hola, Sofía, y se quedó allí de pie hasta que yo dejé de llorar. Y por eso tengo un buen recuerdo de él.

Símone Darrieux, rué des Petites Écuries, París, septiembre de 1977. Ulises Lima se duchaba en mi casa. No es algo que me entusiasme. No me gusta usar una toalla que ha usado otra persona, sobre todo si con esa persona no existe una cierta intimidad física e incluso sentimental, pero igual le dejaba que utilizara mi ducha, después cogía las toallas y las metía en la lavadora. Por lo demás, en mi piso intentaba ser ordenado, a su manera, cierto, pero lo intentaba y eso es lo que cuenta. Después de ducharse fregaba el suelo del baño y sacaba los pelos del desagüe, algo que tal vez sea una nimiedad pero que a mí me pone histérica, detesto encontrar esos coágulos de pelo (¡y menos si no son míos!) que taponan la bañera. Luego recogía y doblaba las toallas que había utilizado y las dejaba encima del bidet para que yo las pusiera en la lavadora cuando lo estimara conveniente. Las primeras veces incluso traía su propio jabón, pero yo le dije que no era necesario, que podía utilizar mi jabón y mi champú (pero que ni se le ocurriera tocar mi esponja) con toda confianza.

Era muy formal. Generalmente me llamaba por teléfono un día antes, preguntaba si me iba bien que viniera, si no tenía invitados o algo que hacer, luego concertábamos una hora y al día siguiente aparecía con puntualidad, hablábamos un poco y se metía en el baño. Después dejaba de verlo durante un tiempo indeterminado. A veces tardaba una semana en volver, pero a veces dos y hasta tres. En esos intervalos supongo que se bañaba en los baños públicos.

Una vez, en el bar de la rué de la Lune, me dijo que le gustaban los baños públicos, esos lugares adonde iban a bañarse los extranjeros, negros del África francófona o magrebíes, aunque también iban estudiantes pobres, como le hice notar, sí, también, dijo él, pero sobre todo extranjeros. Y una vez, lo recuerdo, me preguntó si yo había ido alguna vez a un baño público mexicano. No, nunca, por supuesto. Ésos sí que son baños públicos, me dijo, tienen sauna, baños turcos, baños de vapor. Aquí también, le contesté, lo que pasa es que son más caros. En México no, dijo él, allí son baratos. La verdad, nunca había pensado antes en los baños públicos de México. Pero seguro que allá no te bañabas en un baño público, le dije. No, dijo, alguna vez, pero en realidad no.

Era un tipo curioso. Escribía en los márgenes de los libros. Por suerte yo nunca le presté uno. ¿Por qué? Porque no me gusta que escriban sobre mis libros. Y hacía algo todavía más chocante que escribir en los márgenes. Probablemente no me lo crean, pero se duchaba con un libro. Lo juro. Leía en la ducha. ¿Que cómo lo sé? Es muy fácil. Casi todos sus libros estaban mojados. Al principio yo pensaba que era por la lluvia, Ulises era un andariego, raras veces tomaba el metro, recorría París de una punta a la otra caminando y cuando llovía se mojaba entero porque no se detenía nunca a esperar a que escampara. Así que sus libros, al menos los que él más leía, estaban siempre un poco doblados, como acartonados y yo pensaba que era por la lluvia. Pero un día me fijé que entraba al baño con un libro seco y que al salir el libro estaba mojado. Ese día mi curiosidad fue más tuerte que mi discreción. Me acerqué a él y le arrebaté el libro. No sólo las tapas estaban mojadas, algunas hojas también, y las anotaciones en el margen, con la tinta desleída por el agua, algunas tal vez escritas bajo el agua, y entonces le dije por Dios, no me lo puedo creer, ¡lees en la ducha!, ¿te has vuelto loco?, y él dijo que no lo podía evitar, que además sólo leía poesía, no entendí el motivo por el que él precisaba que sólo leía poesía, no lo entendí en aquel momento, ahora sí lo entiendo, quería decir que sólo leía una o dos o tres páginas, no un libro entero, y entonces yo me puse a reír, me tiré en el sofá y me retorcí de risa, y él también se puso a reír, nos reímos los dos, durante mucho rato, ya no recuerdo cuánto.

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Michel Bulteau, rué de Teherán, París, enero de 1978. No sé cómo consiguió mi teléfono, pero una noche, serían más de las doce, llamó a mi casa. Preguntaba por Michel Bulteau. Le dije: yo soy Michel Bulteau. Él dijo: soy Ulises Lima. Silencio. Yo dije: bien. Él dijo: me alegro de encontrarte en casa, espero que no estuvieras durmiendo. Yo dije: no, no estaba durmiendo. Silencio. Él dijo: me gustaría verte. Yo dije: ¿ahora? Él dijo: bueno, sí, ahora, puedo ir a tu casa si quieres. Yo dije: ¿en dónde estás?, pero él entendió otra cosa, y dijo: soy mexicano. Recordé entonces, muy vagamente, que había recibido una revista de México. El nombre Ulises Lima, de todas maneras, no me sonaba. Yo dije: ¿has oído alguna vez a los Question Mark? Él dijo: no, no los he oído nunca. Yo dije: creo que son mexicanos. Él dijo: ¿los Question Mark? ¿Quiénes son los Question Mark? Yo dije: un grupo de rock, naturalmente. Él dijo: ¿tocan enmascarados? Yo en el primer momento no entendí lo que él dijo. ¿Enmascarados? No, por supuesto, no tocan enmascarados. ¿Por qué habían de hacerlo? ¿En México hay grupos de rock que salen al escenario enmascarados? Él dijo: a veces. Yo dije: suena ridículo, pero puede ser interesante. ¿Desde dónde me llamas? ¿Desde tu hotel? Él dijo: no, desde la calle. Yo dije: ¿sabes cómo llegar a la estación de metro de Miromesnil? Él dijo: sí, sí, ningún problema. Yo dije: en veinte minutos. Él dijo: voy para allá, y colgó. Mientras me ponía la americana, pensé: ¡pero si no sé qué aspecto tiene! ¿Qué aspecto tienen los poetas mexicanos? ¡No conozco a ninguno! ¡Sólo una foto de Octavio Paz! Pero éste, lo intuía, seguro que no se parecía a Octavio Paz. Pensé entonces en los Question Mark, pensé en Elliot Murphie y en algo que me había dicho Elliot cuando estuve en Nueva York: la calavera mexicana, el tipo al que llamaban la calavera mexicana y al que sólo vi de lejos en un local de la calle Franklin con Broadway, en Chinatown, la calavera mexicana era un músico pero yo sólo vi una sombra, y le pregunté a Elliot qué era lo que tenía aquel tipo que quería enseñarme y Elliot dijo: es una especie de gusano, tiene ojos de gusano y habla como los gusanos. ¿Cómo hablan los gusanos? Con palabras-dobles, dijo Elliot. Bien. Estaba claro. ¿Y por qué lo llaman la calavera mexicana?, pregunté. Pero Elliot ya no me escuchaba o estaba hablando con otro, así que supuse que el tipo además de ser flaco como un palo de escoba debía de ser mexicano o debía de decirle al mundo que era mexicano o debía de haber viajado a México en algún momento de su vida. Pero yo no le vi la cara, sólo su sombra que atravesaba el local. Una sombra sin metáforas, vacía de imágenes, una sombra que sólo era una sombra y que con eso tenía más que suficiente. Así que me puse la americana negra, me cepillé el pelo y salí a la calle pensando en el desconocido que me había telefoneado y en la calavera mexicana entrevista en Nueva York. De la rué Teherán hasta la estación de metro de Miromesnil hay sólo unos minutos, caminando a buen paso, pero hay que cruzar el Boulevard Haussmann y luego recorrer la Avenue Percier y parte de la rué La Boetie, calles que a esas horas son más bien exánimes, como si a partir de las diez de la noche las bombardearan con rayos X, y pensé entonces que hubiera sido mejor citarme con el desconocido en el metro Monceau, lo que me habría hecho recorrer el camino inverso, de la rué Teherán a la rué de Monceau, luego la Avenue Ruysdael y luego la Avenue Ferdousi que cruza el Parque Monceau, lleno, a aquella hora, de yonquis y camellos y policías melancólicos, policías llegados al Parque Monceau de otros mundos, tinieblas y lentitudes que preludian la aparición de la Place de la Republique Dominicaine, un lugar afortunado para un encuentro con la calavera mexicana. Pero mi itinerario era otro y lo seguí hasta las escaleras de la rué de Miromesnil, que encontré desiertas e inmaculadas. Confieso que nunca como entonces las escaleras del metro me parecieron tan sugestivas y al mismo tiempo tan impenetrables. Su aspecto, sin embargo, era el mismo de siempre. El punto de inflexión, lo descubrí enseguida, lo ponía yo y mi aquiescencia a encontrarme con un desconocido en horas intempestivas, algo que por lo común no suelo hacer. Tampoco, por cierto, tengo por costumbre esquivar las invitaciones del azar. Allí estaba y eso era lo que contaba. Pero, aparte de un funcionario que leía un libro y que seguramente esperaba a alguien, no había nadie en las escaleras. Así que comencé a bajar, decidido a esperar cinco minutos y luego a marcharme y olvidar por completo este incidente. En el primer recodo encontré a una vieja envuelta en harapos y cartones, durmiendo o haciéndose la dormida. Unos metros más allá, mirando a la vieja como quien mira a una serpiente, vi a un tipo de pelo largo y negro cuyos rasgos tal vez pudieran corresponder a los de un mexicano, aunque a este respecto mi ignorancia es abismal. Me detuve y lo observé. Era más bajo que yo, llevaba una chaqueta de cuero bastanta raída, cuatro o cinco libros bajo el brazo. De pronto pareció despertar y clavó su vista en mí. Era él, sin duda. Se me acercó y me dio la mano. Un apretón extrañísimo. Como si al estrechar la mano introdujera una mezcla de signos masónicos y señales del hampa mexicana. Un apretón de mano, en cualquier caso, cosquilleante y morfológicamente extraño, como si la mano que estrechaba mi mano careciera de piel o sólo fuera una funda, una funda tatuada. Pero olvidemos la mano. Le dije que hacía una noche hermosa y que saliéramos a caminar. Parece como si aún fuera verano, le dije. Él me siguió en silencio. Por un momento temí que no fuera a hablar durante todo nuestro encuentro. Miré sus libros, uno de ellos era uno mío, Ether-Mouth, otro era de Claude Pelieu y el resto posiblemente de autores mexicanos a los que nunca he oído nombrar. Le pregunté cuánto tiempo hacía que estaba en París. Mucho tiempo, dijo. Su francés era lamentable. Le sugerí que habláramos en inglés y él aceptó. Caminamos por la rué Miromesnil hasta el Faubourg St. Honoré. Nuestros pasos eran largos y rápidos, como si nos dirigiéramos con tiempo escaso hacia una cita importante. No soy una persona a la que le guste caminar. Sin embargo esa noche caminamos sin detenernos, a toda marcha, por el Faubourg St. Honoré hasta la rué Boissy d'Anglas y de allí hasta los Campos Elíseos, en donde volvimos a girar a la derecha, hasta la Avenue Churchill y allí torcimos a la izquierda, dejando a nuestras espaldas la sombra equívoca del Grand Palais, directos hacia el puente Alexandre III, sin aminorar el paso, mientras el mexicano iba desgranando en un inglés por momentos incomprensible una historia que me costaba entender, una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie conocía una palabra, en medio de un paisaje que acaso fuera el de California o el de Arizona o el de alguna región mexicana limítrofe con esos estados, una región imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado, olvidado o que al menos aquí, en París, en la década de los setenta, ya no tenía la menor importancia. Una historia en los extramuros de la civilización, le dije. Y él dijo sí, sí, aparentemente sí, sí, sí. Y yo le dije entonces: ¿así que nunca has oído a los Question Mark? Y él dijo no, no los he oído nunca. Y entonces yo le dije que tenía que escucharlos algún día, que eran muy buenos, pero en realidad dije eso porque ya no sabía qué decir.

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