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Jean Paulhan. Guillaume Apollinaire. Cypien. Max Jacob. Jorge Braque. Survage. Coris. Tristán Tzara. Francisco Picabia. Jorge Ribemont-Dessaigne. Renée Dunan. Archipenko. Soupault. Bretón. Paul Élouard. Marcel Duchamp. Y aquí yo y los muchachos estuvimos de acuerdo en que era por lo menos arbitrario llamar Francisco a Francis Picabia y Jorge Braque a Georges Braque y no Marcelo a Marcel del Campo o Pablo a Paul Éluard, sin la o, como bien sabíamos todos los amantes de la poesía francesa. Para no hablar de ese Bretón acentuado. Y el Directorio de Vanguardia seguía con los héroes y las erratas: Frankel. Semen. Erik Satie. Elie Faure. Pablo Picasso. Walter Bonrad Arensberg. Celine Arnauld. Walter Pach. Bruce. ¡El colmo! Morgan Russel. Marc Chagall. Herr Baader. Max Ernst. Christian Schaad. Lipchitz. Ortiz de Zarate. Correia d'Araujo. Jacobsen. Schkold. Adam Fischer. Mme. Fischer. Peer Kroogh. Alf Rolfsen. Jeauneiet. Piet Mondrian. Torstenson. Mme. Alika. Ostrom. Geline. Salto. Weber. Wuster. Kokodika. Kandinsky. Steremberg (Com. de B. A. de Moscou). El paréntesis es de Manuel, por supuesto. Como si todos los poblanos, dijo uno de los muchachos, supieran perfectamente quiénes eran los demás, Herr Baader, por ejemplo, o Coris, o ese Kokodika que sonaba a Kokoschka, o Riou, o Adam y Mme. Fischer. ¿Y por qué escribir Moscou y no Moscú?, pensé yo en voz alta. Pero sigamos. Después del comisario de Moscou no escaseaban los rusos. Mme Lunacharsky. Erhenbourg. Taline. Konchalowsky. Machkoff. Mme. Ekster. Wlle Monate. Marewna. Larionow. Gondiarowa. Belova. Sontine. Que seguramente escondía bajo la n a Soutine. Daiiblet. Doesburg. Raynal. Zahn. Derain. Walterowua Zur=Mueklen. Sin comentarios, el mejor. O la mejor, porque sobre el sexo de Zur=Mueklen nadie (en México) puede estar seguro. Jean Cocteau. Pierre Albert Birot. Metsinger. Jean Charlot. Maurice Reynal. Pieux. F. T. Marinetti. G. P. Lucinni. Paolo Buzzi. A. Palazzeschi. Enrique Cavacchioli. Libero Altomare. Que no sé por qué, la memoria me falla, muchachos, me suena a Alberto Savinio. Luciano Folgore. Qué bonito nombre, ¿verdad?, hubo una división de paracaidistas en el Ejército del Duce que se llamaba así, Folgore. Una pandilla de putos a los que los australianos les dieron en la madre. E. Cardile. G. Carrieri. F. Mansella Fontini. Amo d'Alba. Mario Betuda. Armando Mazza. M. Boccioni. C. D. Carrá. G. Severini. Balilla Pratella: Cangiullo. Corra. Mariano, Boccioni. No soy yo el que se repite, es Manuel o sus infames impresores. Fessy. Setimelli. Carli. Ochsé. Linati. Tita Rosa. Saint-Point. Divoire. Martini. Moretti. Pirandello. Tozzi. Evola. Ardengo. Sarcinio. Tovolato. Daubler. Doesburg. Broglio. Utrillo. Fabri. Vatrignat. Liege. Norah Borges. Savory. Gimmi. Van Gogh. Grunewald. Derain. Cauconnet. Boussingautl. Marquet. Gernez. Fobeen. Delaunay. Kurk. Schwitters. Kurt Schwitters, dijo uno de los muchachos, el mexicano, como si acabara de encontrar a su hermano gemelo perdido en el infierno de las linotipias. Heyniche. Klem. Que puede que fuera Klee. Zirner. Gino. ¡Diantres, ahí sí que rizaba el rizo! Galli. Bottai. Ciocatto. George Bellows. Giorgio de Chirico. Modigliani. Cantarelli. Soficci. Carena. Y allí terminaba el Directorio, con la amenazante palabra etcétera después de Carena. Y cuando terminé de leer esa larga lista, los muchachos se pusieron de rodillas o en posición de firmes, juro que no me acuerdo y juro que da lo mismo, firmes como militares o de rodillas como creyentes, y se bebieron las últimas gotas de mezcal Los Suicidas en honor de todos aquellos nombres conocidos o desconocidos, recordados u olvidados hasta por sus propios nietos. Y yo miré a aquellos dos muchachos que hasta hacía un momento parecían serios, allí, frente a mí, firmes, haciendo el saludo a la bandera o el saludo a los compañeros caídos en combate, y alcé mi vaso y apuré mi mezcal y yo también brindé por todos nuestros muertos.

Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, mayo de 1977. Arturo Belano llegó a Barcelona a casa de su madre. Su madre hacía un par de años que vivía aquí. Estaba enferma, tenía hipertiroidismo y había perdido tanto peso que parecía un esqueleto viviente.

Yo por entonces vivía en casa de mi hermano, en la calle Junta de Comercio, un hervidero de chilenos. La madre de Arturo vivía en Tallers, aquí, en donde ahora vivo yo, en esta casa sin ducha y con el cagadero en el pasillo. Cuando llegué a Barcelona le traje un libro de poesía que había publicado Arturo en México. Ella lo miró y murmuró algo, no sé qué, algo como un desvarío. No estaba bien. El hipertiroidismo la hacía moverse constantemente de un lado a otro, presa de una actividad febril y lloraba muy a menudo. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. Le temblaba el pulso. A veces tenía ataques de asma, pero se fumaba ella sola una cajetilla de cigarrillos al día. Fumaba tabaco negro, igual que Carmen, la hermana menor de Arturo, que vivía con su madre pero que pasaba casi todo el día fuera de casa. Carmen trabajaba en la Telefónica, haciendo limpieza, y salía con un andaluz del Partido Comunista. Cuando yo conocí a Carmen, en México, era trotskista y aún seguía siéndolo, pero igual salía con el andaluz, que al parecer era si no un estalinista convencido, sí un brezhnevista convencido, para el caso que nos ocupa casi lo mismo. En fin, un enemigo acérrimo de los trotskistas, así que la relación entre ambos debía de ser de lo más movida.

En mis cartas a Arturo yo le explicaba todo esto. Le decía que su madre no estaba bien, le decía que se estaba quedando en los huesos, que no tenía dinero, que esta ciudad la estaba matando. A veces me ponía pesado (no me quedaba más remedio) y le decía que tenía que hacer algo por ella, que le mandara dinero o que se la llevara de vuelta a México. Las respuestas de Arturo a veces eran de aquellas que uno no sabe si tomárselas en serio o en broma. Una vez me escribió: «Que aguanten. Pronto iré para allá y solucionaré todo. Por ahora, que aguanten.» Qué jeta. Mi respuesta fue que no podía aguantar, en singular, su hermana por lo visto estaba de lo más bien aunque se peleaba con su madre todos los días, que hiciera algo ya mismo o se quedaba sin progenitora. Por aquellas fechas yo le había prestado a la madre de Arturo todos los dólares que aún me quedaban, unos doscientos, residuos de un premio de poesía ganado en México en 1975, cuyo importe me había permitido comprar el billete para viajar a Barcelona. Eso, por supuesto, no se lo dije. Aunque creo que su madre sí se lo dijo, ella le escribía una carta cada tres días, el hipertiroidismo, supongo. El caso es que los doscientos dólares le sirvieron para pagar el alquiler y poco más. Un día me llegó una carta de Jacinto Requena en donde entre otras cosas decía que Arturo no leía las cartas de su madre. El huevón de Requena lo decía como una gracia, pero eso ya fue el colmo y le escribí una carta en donde no había nada de literatura y mucho de economía, de salud y de problemas familiares. La respuesta de Arturo me llegó pronto (de él se podrá decir lo que se quiera, menos que deja una carta sin contestar) y allí me aseguraba que ya le había mandado dinero a su madre pero que en esos días haría algo mejor, que le conseguiría un trabajo, que el problema de su madre era que siempre había trabajado y que lo que la tenía jodida era sentirse inútil. Yo tuve ganas de decirle que el paro en Barcelona era grande, que su madre no estaba en condiciones de trabajar, que si se presentaba a un trabajo lo más probable era que asustara a sus jefes porque ya estaba tan flaca, pero tan flaca, que más bien parecía una sobreviviente de Auschwitz que otra cosa, pero preferí no decirle nada, darle un respiro, darme un respiro y hablarle de poesía, de Leopoldo María Panero, de Félix de Azúa, de Gimferrer, de Martínez Sarrión, poetas que a él y a mí nos gustaban, y de Carlos Edmundo de Ory, el creador del postismo, con el que por entonces yo había comenzado a cartearme.

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