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Al día siguiente, después de desayunar, nos soltaron. Al buen Ulises el carcelero que hablaba español lo acompañó hasta la parada del autobús que iba a Jerusalén. Hablaban. El carcelero contaba historias y el buen Ulises escuchaba y después era él el que contaba una historia. El carcelero compró un helado de limón para Ulises y uno de naranja para él. Después me miró y me preguntó si yo también quería un helado. ¿Tú también quieres un helado, infeliz?, dijo. Uno de chocolate, dije yo. Cuando tuve mi helado en la mano busqué monedas en mis bolsillos. Con la mano izquierda busqué en los bolsillos del lado izquierdo. Con la mano derecha busqué monedas en los bolsillos del lado derecho. Le extendí unas cuantas. El judío las miró. El sol le estaba derritiendo la punta de su helado de naranja. Yo volví sobre mis pasos. Me alejé de la parada de autobuses. Me alejé de la calle y de la cafetería del desierto. Un poco más allá estaba mi roca. A buen paso. A buen paso. Cuando llegué me apoyé en la roca y respiré. Busqué mis mapas y mis dibujos y no encontré nada. Sólo calor y el ruido que hacen los alacranes en sus agujeros. Bzzzz. Me dejé caer en la tierra y me arrodillé. En el cielo no había ni una nube. Ni un pájaro. ¿Qué podía hacer sino mirar? Me oculté entre las rocas y traté de oír los ruidos de Beersheba, pero sólo escuché el ruido del aire, un soplo de polvo caliente que me quemó la cara. Y después escuché la voz del buen Ulises que me llamaba, Heimito, Heimito, ¿dónde estás, Heimito? Y yo supe que no me podía ocultar. Ni aunque quisiera. Y salí de las rocas, con mi mochila colgando de una mano, y seguí al buen Ulises que me llamaba por el camino que el destino quiso. Aldeas. Descampados. Jerusalén. En Jerusalén puse un telegrama a Viena pidiendo dinero. Mi dinero, el dinero de mi herencia, exigía.

Mendigamos. En las puertas de los hoteles. En las rutas turísticas. Dormimos en la calle. O en los portales de las iglesias. Comimos la sopa de los hermanitos armenios. El pan de los hermanitos palestinos.

Yo le contaba al buen Ulises lo que había visto. Los planes diabólicos de los judíos. Él decía: duerme, Heimito. Hasta que llegó mi dinero. Compramos dos billetes de avión y no nos quedó más dinero. Eso era todo mi dinero. Falso. Escribí una postal desde Tel-Aviv y lo exigí todo. Volamos. Desde allí arriba vi el mar. El nivel del mar es un engaño, pensé. El único espejismo verdadero. Fata morgana, dijo el buen Ulises. En Viena llovía. ¡Pero nosotros no somos terrones de azúcar! Cogimos un taxi hasta la Landesgerichts strasse con la Lichtenfelsgasse. Cuando llegamos le di un puñetazo en la nuca al taxista y nos fuimos. Primero por la Josefstádter strasse, a buen trote, luego por la Strozzigasse, luego por la Zeltgasse, luego por la Piaristengasse, luego por Lerchenfelder strasse, luego por Neubaugasse, luego por Siebensterngasse, hasta Stuckgasse, en donde está mi casa. Luego subimos a pie cinco pisos. A buen trote. Pero no tenía la llave. Había perdido la llave de mi buhardilla en el desierto del Neguev. Tranquilo, Heimito, dijo el buen Ulises, vamos a revisar los bolsillos. Revisamos. Uno por uno. Nada. La mochila. Nada. La ropa que había en la mochila. Nada. Mi llave perdida en el Neguev. Entonces pensé en la llave de repuesto. Hay una llave de repuesto, dije. Vaya, vaya, dijo el buen Ulises. Acezaba. Estaba tirado en el suelo, la espalda apoyada en mi puerta. Yo estaba arrodillado. Entonces me levanté y pensé en la llave de repuesto y me dirigí a la ventana al final del pasillo. Por la ventana se veía un patio interior de cemento y los tejados de la Kirchengasse. Abrí la ventana y la lluvia me mojó la cara. Afuera, en un agujerito, estaba la llave. Cuando saqué la mano en mis dedos habían restos de telarañas.

Vivimos en Viena. Cada día llovía un poco más. Los dos primeros días no salimos de mi casa. Yo salí. Pero no mucho. Sólo a comprar pan y café. El buen Ulises permaneció dentro de su saco de dormir, leyendo o mirando por la ventana. Comíamos pan. Era lo único que comíamos. Yo tenía hambre. La tercera noche el buen Ulises se levantó, se lavó la cara, se peinó y salimos a pasear. Enfrente de la Figarohaus me acerqué a un hombre y lo golpeé en la cara. El buen Ulises registró sus bolsillos mientras yo lo sostenía. Luego nos fuimos por Graben y nos perdimos por calles concurridas y pequeñas. En un bar de la Gonzagagasse el buen Ulises quiso beber una cerveza. Yo pedí una fanta de naranja y llamé por teléfono, desde la cabina del bar, pidiendo mi dinero, el dinero que legalmente me pertenecía. Después fuimos a ver a mis amigos al puente de Aspern, pero no encontramos a nadie y volvimos a casa caminando.

Al día siguiente compramos salchichas y jamón y paté y más pan. Salíamos a diario. Usábamos el metro. En la estación de Rossauer Lände encontré a Udo Möller. Se estaba tomando una cerveza y me miró como si yo fuera un alacrán. Quién es éste, dijo señalando al buen Ulises. Es un amigo, dije. ¿Dónde lo has encontrado?, dijo Udo Möller. En Beersheba, dije. Nos metimos en un vagón hasta Heiligenstadt y desde allí, en el Schnellbahn, hasta Hernals. ¿Es judío?, me preguntó Udo Möller. No es judío, no está circuncidado, dije. Caminábamos bajo la lluvia. Caminábamos hacia el garaje de un tal Rudi. Udo Möller hablaba conmigo en alemán, pero no le quitaba la vista de encima al buen Ulises. Pensé que íbamos hacia una ratonera y me detuve. Vi claro, sólo entonces, que ellos querían matar al buen Ulises. Y me detuve. Dije que pensándolo mejor teníamos cosas que hacer. ¿Qué cosas?, dijo Udo Möller. Cosas, dije. Compras. Ya falta poco, dijo Udo Möller. No, dije, tenemos que hacer. Sólo será un momento, dijo Udo Möller. ¡No!, dije. La lluvia me caía por la nariz y por los ojos. Con la punta de la lengua me lamí la lluvia y dije no. Entonces me di la vuelta y le dije al buen Ulises que me siguiera y Udo Möller comenzó a seguirnos. Vamos, sólo falta un poco, ven conmigo, Heimito, sólo será un momento. ¡No!

Aquella semana empeñamos el televisor y un reloj de pared, recuerdo de mi madre. Tomábamos el metro en Neubaugasse, cambiábamos en Stephansplatz, y salíamos en Vorgartenstrasse o Donauinsel. Pasábamos horas contemplando el río. El nivel del río. A veces, flotando sobre las aguas, veíamos cajas de cartón. Lo que me traía pésimos recuerdos. En ocasiones nos bajábamos en Praterstern y dábamos vueltas por la estación. Seguíamos a personas. Nunca hicimos nada. Es demasiado peligroso, decía el buen Ulises, no vale la pena arriesgarse. Pasábamos hambre. Había días en que no salíamos de casa. Yo hacía flexiones, diez, veinte, treinta, el buen Ulises me miraba, sin salir de su saco de dormir, con un libro en las manos. Pero mayormente miraba la ventana. El cielo gris. Y a veces miraba en dirección a Israel. Una noche, mientras yo dibujaba en mi cuaderno, me preguntó: ¿qué hacías tú en Israel, Heimito? Se lo dije. Buscaba, buscaba. La palabra «buscaba» junto a la casa y al elefante que había dibujado. ¿Y qué hacías tú, mi buen Ulises? Nada, dijo.

Cuando dejó de llover volvimos a salir. Encontramos a un tipo en la estación de Stadtpark y lo seguimos. En la Johannesgasse el buen Ulises lo cogió de un brazo y mientras el tipo miraba quién lo sujetaba yo le descerrajé un puñetazo en la nuca. A veces íbamos a la oficina de correos de Neubaugasse, cerca de casa, y el buen Ulises franqueaba sus cartas. De vuelta pasábamos enfrente del teatro Rembrandt y el buen Ulises se podía estar cinco minutos contemplándolo. ¡A veces lo dejaba delante del teatro y me iba a telefonear a un bar! ¡La misma respuesta! ¡No me querían dar mi dinero! Cuando volvía el buen Ulises allí estaba, mirando el teatro Rembrandt. Yo entonces respiraba aliviado y nos íbamos a casa a comer. Una vez encontramos a tres de mis amigos. íbamos caminando por la Franz-Josefs -Kai en dirección a la plaza Julius Raab y ellos aparecieron de pronto. Como si hasta ese momento hubieran sido invisibles. Rastreadores. Batidores. Me saludaron. Dijeron mi nombre. Uno se puso delante de mí. Gunther, el más fuerte. Otro a mi izquierda. Otro a la derecha del buen Ulises. No podíamos caminar. Podíamos dar media vuelta y salir huyendo, pero no podíamos avanzar. Tanto tiempo sin vernos, Heimito, dijo Gunther. Tanto tiempo sin vernos, Heimito, dijeron todos. ¡No! No hay tiempo. Pero no teníamos adonde escapar.

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